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Capítulo VII

No desperdicies el tiempo, es el lienzo del que está hecha la vida.

Colgado en el vacío en una especie de columpio hecho con lianas, Robinsón rebotó con los pies en la pared rocosa en la que acababa de pintar aquella divisa. Las letras se destacaban enormes y blancas sobre el granito. El emplazamiento era excepcional. Cada palabra expuesta en aquella muralla negra parecía catapultada como un aullido silencioso hacia el horizonte de brumas que franqueaba el vasto dentelleo del mar. Desde hacía algunos meses el funcionamiento desordenado de su memoria le devolvía los «almanaques» de Benjamín Franklin que su padre consideraba como la quintaesencia de la moral y que le había hecho aprender de memoria. Unos palitos clavados en la arena de las dunas proclamaban que: La pobreza priva al hombre de toda virtud: es difícil que un saco vacío se mantenga de pie. Podía leerse también en mosaicos incrustados en la pared de la gruta que: Si el segundo vicio es mentir, el primero es endeudarse, porque la mentira cabalga sobre la deuda . Pero la otra cumbre de ese breviario luciría en letras de fuego en la playa, la noche en que Robinsón experimentase la necesidad de luchar contra las tinieblas, mediante la proclamación de la verdad. Unas astillas de pino envueltas en estopa estaban dispuestas sobre un lecho de piedras secas, preparadas para ser encendidas y decían con su colocación: Si los pícaros conocieran todas las ventajas de la virtud, se harían virtuosos por picardía.

La isla estaba cubierta de campos de cereales y legumbres; el arrozal iba a dar en seguida su primera cosecha, manadas de cabras domesticadas se amontonaban en el redil, las provisiones, que habrían bastado para alimentar a la población de una aldea durante varios años, apenas cabían ya en la gruta. Sin embargo, a Robinsón le parecía que toda aquella obra suya, magnífica, se iba vaciando inexorablemente de su contenido. La isla administrada iba perdiendo su alma para beneficio de la otra isla, y se hacía semejante a una enorme máquina que daba vueltas en el vacío. Entonces se le ocurrió la idea de que de aquella primera isla, tan meticulosamente explotada, podría desprenderse una especie de moral cuyas máximas podían encontrarse en los escritos del buen Franklin. Por eso había comenzado a grabarlas en la piedra, en la tierra, en la madera, en una palabra: en la propia carne de Speranza, para tratar de dotar a aquel gran cuerpo del espíritu adecuado.

Balanceando en una mano su pincel de pelos de cabrito y en la otra su recipiente con tinta pulverizada y mezclada con savia de acebo, estaba buscando en ese momento un lugar apropiado para un pensamiento aparentemente materialista, pero que indicaba, sin embargo, un cierto modo de apropiación del tiempo: El que mata una cerda destruye su descendencia hasta la milésima generación. El que gasta una pieza de cinco chelines asesina a montones de libras esterlinas. Un rebaño de cabras huía alborotadamente a su paso. ¿No resultaría curioso esquilar en el lomo de cada una de aquellas cabras una de las ciento treinta letras de aquella divisa de tal modo que dependiera de la Providencia, que la verdad resplandeciese de pronto en aquel crucigrama formado por aquellos animales rumiantes? La idea se abría camino en su pensamiento y sopesaba las oportunidades reales que él tendría de estar presente en el momento en que la fórmula se «manifestara», pero de repente dejó caer su pincel y el bote, helado por el espanto. Un hilo delgado de humo blanco se alzaba en el cielo puro. Provenía, como la vez primera, de la Bahía de Salvación y tenía la misma consistencia pesada y lechosa que había ya notado entonces. Pero esta vez las inscripciones repartidas en las rocas y escritas con palos en la playa podrían alertar a los intrusos y lanzarles a la búsqueda del habitante de la isla. Seguido por Tenn, se dirigió hacia el fuerte, rogando a Dios que los indios no hubieran llegado allí antes que él. Mientras corría enloquecido por el miedo, apenas tuvo tiempo de reparar en un incidente que luego, cuando volvió a recordarlo, interpretó como un signo funesto: uno de sus machos cabríos más conocidos cargó contra él brutalmente con la cabeza baja. Robinsón lo evitó por poco, pero Tenn rodó aullando, proyectado como una bala contra un matorral de helechos.

Lo que no había previsto era que la espera de un posible ataque a una media legua de distancia del punto en que desembarcaran los indios iba a constituir para él una prueba por encima de sus nervios. Si los araucanos se habían propuesto asaltar el fuerte, además de la ventaja del número tendrían el de la sorpresa. Pero, si en cambio, no habían prestado atención alguna a las huellas que delataban la presencia de un habitante y estaban por el momento absorbidos por sus juegos criminales, ¡qué descanso para el ¡ solitario! Era preciso que se mantuviera con el ánimo sereno. Seguido en todo momento por Tenn, que no se quejaba, empuñó uno de los mosquetes y deslizó la pistola en su cinto; luego se adentró en la espesura en dirección a la bahía. Pero se vio obligado a volver sobre sus pasos, porque había olvidado el catalejo y podía necesitarlo.

Esta vez eran tres piraguas con batanga las que estaban depositadas en la playa, como juguetes de niño. El círculo formado por los hombres en torno al fuego era más grande que la vez anterior y Robinsón, examinándoles con el catalejo, sacó la conclusión de que no se trataba del mismo grupo. El sacrificio ritual parecía haberse consumado ya, a juzgar por los pedazos de carne palpitantes hacia los que se dirigían dos guerreros. Pero entonces se produjo un incidente que perturbó por un momento la ceremonia ritual. La hechicera salió de pronto de la postración que la mantenía agachada y, tambaleándose en dirección a uno de los hombres, le designó con su descarnado brazo, con la boca babeando al vociferar una oleada de maldiciones que Robinsón no podía oír. ¿Era posible que las ceremonias araucanas incluyeran más de una víctima? Hubo una agitación entre el grupo de hombres. Al fin, uno de ellos se dirigió con un machete en la mano hacia el culpable designado al que sus dos vecinos habían levantado y derribado al suelo. El machete cayó y el taparrabos de cuero voló por los aires. Iba a caer sobre el cuerpo desnudo, cuando el desgraciado dio un salto y se lanzó corriendo hacia el bosque. En el catalejo de Robinsón parecía brincar siempre en el mismo lugar, perseguido por dos indios. En realidad, corría derecho hacia Robinsón con una rapidez extraordinaria. No era mucho más alto que los demás, pero si mucho más esbelto y como esculpido por la carrera. Parecía de piel más oscura, de tipo un poco negroide, sensiblemente distinto a sus congéneres -quizás era eso lo que había contribuido a que fuera designado como víctima.

Sin embargo, se aproximaba a cada segundo y la distancia que le separaba de sus dos perseguidores no cesaba de aumentar. Si Robinsón no hubiera tenido la certeza de que era absolutamente invisible desde la playa, habría podido creer que el fugitivo le había visto e iba a refugiarse a su vera. Era preciso tomar una decisión. En pocos instantes los tres indios se darían de narices con él y el descubrimiento de una víctima inesperada podría llevarles incluso a reconciliarse. Fue ése el momento que eligió Tenn para ladrar con furia, mirando hacia la playa. ¡Maldito animal! Robinsón se abalanzó sobre el perro y, rodeándole el cuello con el brazo, le cerró el hocico con su mano izquierda, mientras que con dificultad apuntaba con su mosquete con una sola mano. Si derribaba a uno de los perseguidores, corría el riesgo de azuzar a toda la tribu contra él. Por el contrario, si mataba al fugitivo, restablecería el orden del sacrificio ritual y quizá su intervención fuera interpretada como el acto sobrenatural de una divinidad ultrajada. Al tener que situarse en el campo de la víctima o en el de los verdugos -tanto uno como los otros le eran indiferentes-, la prudencia le recomendaba aliarse con los más fuertes. Apuntó al pecho del fugitivo, que no estaba a más de treinta pasos de él, y apretó el gatillo. En el momento en que disparaba, Tenn, incómodo por la presión que le imponía su amo, hizo un brusco esfuerzo para liberarse. El mosquete se desvió y el primero de los perseguidores dio un traspiés parabólico que concluyó en un montón de arena. El indio que le seguía se detuvo, se inclinó sobre el cuerpo de su compañero, volvió a levantarse, inspeccionó la cortina de árboles donde terminaba la playa y, por último, huyó a todo correr hacia el círculo de sus semejantes.

A algunos metros de allí, en un arbusto de helechos arbóreos, un hombre negro y desnudo, trastornado por el pánico, inclinaba su frente hasta el suelo y su mano tanteaba para colocar sobre su nuca el pie de un hombre blanco y barbudo, completamente armado, vestido con pieles de cabra, la cabeza cubierta con un gorro de piel y curtido por tres milenios de civilización occidental.

Robinsón y el araucano pasaron la noche tras las almenas del fuerte, con el oído pendiente de todos los ecos y suspiros del bosque tropical, tan sonoro -aunque de distinta forma- de noche como de día. Cada dos horas, Robinsón enviaba a Tenn a hacer un reconocimiento, con la advertencia de que ladrara si detectaba una presencia humana. Todas la veces regresó sin haber dado la alerta. El araucano, que protegía sus riñones con un viejo pantalón de marinero que Robinsón le había hecho enfundarse -menos para protegerle de la frescura de la noche que para mirar por su propio pudor-, estaba abatido, sin reaccionar, como aplastado a la vez por la horrible aventura y por la increíble ciudad a la que había sido transportado. Había dejado intacta la galleta de avena que le había dado Robinsón y se contentaba con masticar sin descanso habas silvestres que le hicieron preguntarse a Robinsón de dónde las habría sacado. Un poco antes de las primeras luces del alba, se durmió sobre un montón de hojas secas, curiosamente abrazado a Tenn, que se había amodorrado también. Robinsón conocía la costumbre de ciertos indios chilenos que utilizaban un animal doméstico como manta viviente para protegerse del frío de las noches tropicales, pero se sorprendió, a pesar de todo, por la tolerancia del perro -que era, por otra parte, de un carácter hosco-, que parecía adaptarse a aquel procedimiento.

Pero ¿esperarían tal vez los indios al día siguiente para atacar? Robinsón, armado con la pistola, los dos mosquetes y con todo lo que podía transportar de pólvora y balas, se deslizó fuera del recinto y llegó a la Bahía de la Salvación, dando un amplio rodeo por el oeste, a través de las dunas. La playa estaba desierta. Las tres piraguas y sus ocupantes habían desaparecido. Se habían llevado también el cadáver del indio que había sido derribado por el balazo en el pecho. Sólo quedaba allí el círculo negro del fuego ritual en donde los huesos apenas se distinguían ya de las cenizas calcinadas. Robinsón, dejando en la arena la sombrilla y sus municiones, tuvo la sensación de liberarse de golpe de toda la angustia acumulada durante aquella noche en blanco. Comenzó a reír con una risa inmensa, nerviosa, loca, inextinguible. Cuando se detuvo para retomar el aliento, se dio cuenta de que era la primera vez que reía desde el naufragio del Virginia . ¿Era el primer efecto causado en él por la presencia de un compañero? ¿Le había sido devuelta la facultad de reír, al mismo tiempo que se le había dado una compañía, por muy modesta que ésta fuera? La cuestión volvería a planteársela después, pero por el momento le aturdía una idea mucho más importante: ¡el Evasión ] Había evitado siempre volver a aquellos lugares del fracaso que había preludiado sus años de decadencia. Sin embargo, el Evasión debía esperar, fiel, con la proa vuelta hacia altamar, a que unos brazos suficientemente fuertes le lanzaran hacia las olas. ¡Quizás el indio sano y salvo iba a dar continuación a aquel proyecto encallado desde hacía tanto tiempo y su conocimiento del archipiélago podría resultar valiosísimo!

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