Al acercarse al fuerte, Robinsón percibió al araucano que, completamente desnudo, jugaba con Tenn. Se irritó ante la falta de pudor del salvaje y también por la amistad que parecía haber nacido entre él y el perro. Después de hacerle comprender que tenía que cubrirse de nuevo, le arrastró hacia la bahía del Evasión .
Las retamas habían crecido bastante y la silueta rechoncha de la pequeña embarcación parecía flotar en un mar de flores amarillas, atormentadas por el viento. El mástil había caído, y el puente se levantaba en algunas partes, sin duda a causa de la humedad, pero en cambio el casco parecía intacto. Tenn, que precedía a los dos hombres, dio varias vueltas en torno al barco y no se adivinaba su presencia más que por el temblor de las papilionáceas a su paso. Después de un impulso saltó sobre el puente, que se hundió inmediatamente bajo su peso. Robinsón le vio desaparecer en la sentina con un aullido de espanto. Cuando llegó junto al barco vio cómo el puente se iba desmoronando al tiempo que Tenn se esforzaba por salir de su prisión. El araucano puso su mano sobre el borde del casco, luego su puño cerrado se alzó hacia el rostro de Robinsón y se abrió para mostrarle un poco de serrín rojizo que después dejó flotar al viento. Su negra cara se iluminó con una gran sonrisa. Robinsón, a su vez, golpeó ligeramente el casco con el pie. Una nube de polvo se elevó en el aire al tiempo que se abría una brecha en el costado del barco. Las termitas habían hecho su labor. El Evasión no era más que un barco de cenizas.
Log-book .- Desde hace tres días cuántas nuevas experiencias y qué fracasos mortificadores para mi amor propio! Dios me ha enviado un compañero. Pero por un oscuro capricho de su Santa Voluntad, lo ha elegido del más bajo nivel de la escala humana. No sólo se trata de un hombre de color, sino que, ¡para colmo!, este araucano costino ni siquiera es un pura sangre y todo en él traiciona al negro mestizo. ¡Un indio cruzado de negro! ¡Y si al menos tuviera una edad adecuada para poder valorar su nulidad frente a la civilización que yo encarno!
Pero me sorprendería que tuviera más de quince años -teniendo en cuenta la extremada precocidad de estas razas inferiores- y su niñez le hacer reír insolentemente de mis enseñanzas.
Y además esta inesperada aparición tras lustros de soledad ha trastocado mi frágil equilibrio. De nuevo el Evasión me ha proporcionado un mortificador desengaño. Tras estos años de instalación, de domesticación, de construcción, de codificación, ha sido suficiente la sombra de una esperanza de posibilidad para que me precipitara hacia esa trampa asesina, donde estuve a punto de sucumbir antaño. Aceptemos la lección con una humilde sumisión. Bastante he gemido ya por la ausencia de esa compañía a la que toda mi labor sobre esta tierra apelaba en vano. Esta compañía me ha sido dada, desde luego, en su forma más primitiva y rudimentaria, pero de ese modo me será más sencillo plegarla a mi orden. El camino que se me impone está trazado: incorporar mi esclavo al sistema que vengo perfeccionando desde hace años. El éxito de la empresa quedará asegurado el día en que no quepa duda alguna de que tanto él como Speranza se benefician conjuntamente de su reunión.
P.s.- Había que encontrar un nombre para el recién llegado. Yo no quería darle un nombre cristiano antes de que mereciese esa dignidad. Un salvaje no es un ser humano completo. Tampoco podía honestamente imponerle el nombre de una cosa, aunque ésa habría sido la solución del sentido común. Creo haber resuelto con elegancia el dilema al darle el nombre del día de la semana en que le salvé: Viernes. No es ni un nombre de persona, ni un nombre común; está a medio camino entre los dos: es el de una entidad semiviva, semiabstracta, muy marcada por su carácter temporal, fortuito y como episódico…
Viernes ha aprendido el inglés suficiente como para comprender las órdenes de Robinsón. Sabe desbrozar, labrar, sembrar, rastrillar, trasplantar, escardar, segar, cosechar, trillar, moler, cerner, amasar y cocer. Ordeña las cabras, hace requesón, recoge huevos de tortuga, los hace pasados por agua, cava canales de riego, mantiene los viveros, pone cepos a los carroñeros, calafatea la piragua, pone remiendos en los vestidos de su amo, encera sus botas. Por la tarde se embute en una librea de lacayo y atiende al servicio de la cena del Gobernador. Luego calienta su cama y le ayuda a desvestirse antes de ir a tumbarse a su vez en una hamaca que extiende contra la puerta de la residencia y que comparte con Tenn.
Viernes es de una docilidad perfecta. En realidad murió desde el momento en que la hechicera clavó su índice nudoso en él. Lo que huyó era un cuerpo sin alma, un cuerpo ciego, como esos patos que se salvan batiendo las alas después de que se les ha cortado la cabeza. Pero aquel cuerpo inanimado no había huido al azar. Corrió a reunirse con su alma y su alma se encontraba entre las manos del hombre blanco. Desde ese momento Viernes pertenecía en cuerpo y alma al hombre blanco. Todo lo que su amo le ordena es bueno; lo que le prohibe, malo. Es bueno trabajar de noche y de día para el funcionamiento de una organización delicada y carente de sentido. Está mal comer más de la ración medida por el amo. Es bueno ser soldado cuando el amo es general, monaguillo cuando él reza, albañil cuando construye, peón cuando se dedica a sus tierras, pastor cuando se preocupa de sus rebaños, ojeador cuando va de caza, remero cuando navega, portador cuando viaja, enfermero cuando sufre, y es bueno también mover para él el abanico y el cazamoscas. Es malo fumar en pipa, pasearse desnudo y ocultarse para dormir cuando hay trabajo. Pero si la buena voluntad de Viernes es total, es todavía demasiado joven y su juventud juega a veces en contra suya. Entonces ríe, ríe con una risa formidable, una risa que desenmascara la seriedad mentirosa en que se amparan el Gobernador y su administrada isla. Robinsón odia aquellas explosiones juveniles que minan su orden y debilitan su autoridad. Fue precisamente la risa de Viernes la que provocó que su amo levantara la mano contra él por vez primera. Viernes debía repetir tras él las definiciones, principios, dogmas y misterios que él pronunciaba. Robinsón decía: Dios es un señor omnipotente, omnisciente, infinitamente bueno, amable y justo, creador del hombre y de todas las cosas . La risa de Viernes estalló, lírica, irreprimible, blasfema, y se apagó al instante, aplastada como una llama inestable por una sonora bofetada. Era que aquella evocación de un Dios a la vez tan bueno y poderoso le había parecido divertida frente a su pequeña experiencia de la vida. Pero ¡qué importa!: él repite ahora con una voz entrecortada por los sollozos las palabras que le murmura su amo.
Por otro lado, ha proporcionado un primer tema de satisfacción: gracias a él el Gobernador ha encontrado al fin un uso para las monedas que salvó del naufragio. Paga a Viernes: una media onza de oro al mes. Al principio había tenido la precaución de «colocar» la totalidad de aquellos bienes a un interés del 5,5 por 100. Después, considerando que Viernes había alcanzado mentalmente la edad de la razón, le dejó la libre disposición de sus ahorros. Con ese dinero, Viernes compra una alimentación suplementaria, objetos de uso o de pacotilla heredados del Virginia , o simplemente una media jornada de reposo -la jornada entera no es comprable-que pasa en una hamaca confeccionada por él mismo.
Porque aunque el domingo es día de descanso en Speranza, eso no quiere decir que se deje a una ociosidad culpable. Levantándose con el alba, Viernes barre y adecenta el templo. Luego va a despertar a su amo y recita la oración de la mañana con él. A continuación se dirigen al templo, donde el pastor oficia durante dos horas. De pie ante el atril, salmodia versículos de la Biblia. Esta lectura se interrumpe con largos silencios dedicados a la meditación a los que siguen comentarios inspirados por el Espíritu Santo. Viernes, arrodillado en la nave izquierda -la derecha está reservada a las mujeres-, escucha con toda su atención. Las palabras que oye -pecado, redención, infierno, parusía, becerro dorado, apocalipsis- componen en su cabeza un mosaico embrujador, aunque desprovisto de todo significado. Es una música de una belleza oscura y un poco terrorífica. A veces una vaga luz emana de dos o tres frases. Viernes cree comprender que un hombre tragado por una ballena salió de ella indemne, o que un país fue invadido un día por tal cantidad de langostas que podían encontrarse en las camas y hasta en el pan o incluso que dos mil cerdos se arrojaron al mar porque unos demonios habían entrado en su cuerpo. Entonces siente irremediablemente que un picor le atormenta el epigastrio, al tiempo que un soplo de hilaridad hincha sus pulmones. Se afana por dirigir sus pensamientos a asuntos fúnebres, porque no se atreve siquiera a imaginar lo que ocurriría si rompe a reír en medio del servicio dominical.
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Tras el desayuno -más lento y refinado que durante el resto de la semana-, el Gobernador se hace traer una especie de báculo fabricado por él mismo que tiene algo de cruz episcopal y de cetro real, y el jefe, protegido bajo una amplia sombrilla de pieles de cabras que sostiene Viernes, deambula majestuosamente por toda la isla, inspeccionando sus campos, sus arrozales y sus huertos, sus rebaños, las construcciones y los trabajos en curso y dispensando a su criado la reprimenda, el elogio y las instrucciones para los siguientes días. Como el resto de la tarde no puede emplearse en trabajos lucrativos, Viernes aprovecha para limpiar y embellecer la isla. Quita las hierbas de los caminos, siembra semillas de flores delante de las casas, tala los árboles que adornan la parte residencial de la isla. Disolviendo cera de abeja en esencia de trementina coloreada con quercitrón, Robinsón ha logrado producir un hermoso barniz, cuyo empleo ha planteado algunos problemas, ya que los muebles eran escasos y los entarimados inexistentes en la isla. Pero al final se le ocurrió que Viernes podría barnizar los guijarros y las piedrecillas del camino principal, el que descendía desde la gruta hasta la Bahía de la Salvación, y que fue trazado por Robinsón el mismo día de su llegada a la isla. El valor histórico de aquel camino le pareció motivo suficiente para justificar aquel enorme trabajo que quedaría reducido a la nada ante el menor chaparrón, y que en un primer momento le había hecho preguntarse si valdría la pena imponérselo a Viernes.