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Robinsón aguzó el oído. ¿Acaso no había escuchado una voz humana y los ladridos de un perro, confundidos con la orquesta formada por el mar y el viento desencadenado! Era difícil afirmarlo y quizás estaba demasiado preocupado pensando en aquel pobre marinero, atado allá arriba con la precaria protección de un chucho en medio de aquel infierno inhumano. El hombre estaba tan encapillado en el cabrestante que ni siquiera podría liberarse a si mismo para dar la alerta. Pero ¿se oirían sus llamadas? ¿No había gritado hacía sólo un momento?

– ¡Júpiter! -exclamó el capitán-. Robinsón, os habéis salvado, pero ¡qué demonio!, ¡de buena os habéis librado! Os vais a pique y el dios del cielo os ayuda con una admirable oportunidad. Se encarna en un niño de oro, salido de las entrañas de la tierra -como una pepita extraída de la mina- que os entrega las llaves de la Ciudad solar.

¿Júpiter? ¿No era ésa la palabra que penetraba a través de los aullidos de la tempestad? ¿Júpiter?… No, no… ¡Tierra!( [1] )

El vigía había gritado: ¡Tierra! Y, en efecto, ¿qué indicación podía ser más urgente, a bordo de aquel buque sin gobierno, que la proximidad de una costa desconocida con sus arenas o sus arrecifes?

– Todo esto puede pareceros un perfecto galimatías ininteligible -comentaba Van Deyssel-. Pero tal es justamente la sabiduría del tarot: que jamás nos ilumina sobre nuestro porvenir de un modo diáfano. ¿Os imagináis los desórdenes que provocaría una previsión lúcida del porvenir? No, todo lo más, permite presentir nuestro porvenir. La interpretación que os he dado es de algún modo cifrada y la clave es vuestro propio destino. Cada acontecimiento futuro de vuestra vida os revelará, al producirse, la verdad de esta o aquella de mis predicciones. Esta especie de profecía no es tan ilusoria como puede parecer a simple vista.

El capitán chupó en silencio la boquilla curva de su larga pipa alsaciana. Se había apagado. Sacó de su bolsillo un cortaplumas, abrió la hoja y con ayuda de este instrumento comenzó a vaciar la cazoleta de porcelana en una concha que había sobre la mesa. Robinsón no oía ya nada insólito entre el clamor salvaje de los elementos. El capitán había abierto su barrilete de tabaco, tirando de la lengüeta de cuero del disco de madera con que lo cubría. Con delicadas precauciones deslizó su gran pipa, tan frágil, en el interior de una chimenea ahuecada en el montón de tabaco que llenaba el barrilete.

– Así -explicó- se halla protegida de los choques y se impregna del olor meloso de mi Amsterdamer.

Luego, inmóvil de pronto, miró a Robinsón con un aire severo.

– Crusoe -le dijo-, debéis guardaros de la pureza. Es el vitriolo del alma.

Fue en ese momento cuando el fanal, describiendo un brutal cuarto de circulo al extremo de su cadena, fue a estrellarse contra el techo del camarote, al tiempo que el capitán salía disparado de cabeza por encima de la mesa. En la oscuridad, colmada de crujidos, que le envolvía, Robinsón tanteaba hacia el picaporte de la puerta. No encontró nada y una violenta corriente de aire le hizo comprender que allí ya no había puerta y que se encontraba en la cubierta. Sentía en todo su cuerpo la angustia de percibir bajo sus pies la terrorífica inmovilidad que había seguido a los profundos movimientos del navío. Sobre el puente, vagamente iluminado por la luz trágica de la luna llena, distinguió a un grupo de marineros que arriaban una embarcación sobre sus gavietes. Se dirigía hacia ellos cuando el piso desapareció de repente bajo sus pies. Se hubiera dicho que mil arietes acababan de chocar con todo su impulso contra el costado de babor de la galeota. Un instante después una muralla de agua negra se desplomaba sobre el puente y lo barría de punta a punta, arrastrando todo a su paso: bienes y personas.

[1] En francés, la palabra tierra (terre) y la última sílaba de «Júpiter» son fonéticamente iguales. De ahí la confusión del protagonista. (N. de la T.)


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