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Capítulo IX

Al abrir los ojos, Robinsón vio en primer lugar un rostro negro agachado sobre él. Viernes le sostenía la cabeza con la mano izquierda y trataba de hacerle beber agua fresca en el hueco de su mano derecha. Pero como Robinsón apretaba convulsivamente los dientes, el agua se derramaba alrededor de su boca, en su barba y sobre su pecho. El araucano sonrió y se puso de pie al verle que se removía. Al instante una parte de su camisa y la pernera izquierda de su pantalón desgarrados y renegridos, cayeron al suelo. Rompió a reír y se desembarazó, haciendo gestos exagerados, del resto de sus vestidos semicalcinados. Luego, después de recoger de entre los objetos domésticos desperdigados el trozo de un espejo, se contempló en él haciendo muecas y se lo presentó a Robinsón con un nuevo estallido de risa. A pesar de los restos de hollín que le marcaban como cicatrices, no tenía ninguna herida en la cara, pero su hermosa barba pelirroja se hallaba roída por zonas peladas y sembrada de esas costritas barnizadas que forma el pelo cuando arde. Se levantó y se arrancó también los jirones de ropa carbonizados que tenía todavía pegados al cuerpo. Dio algunos pasos. No tenía más que contusiones superficiales bajo la espesa capa de hollín, polvo y tierra que le cubría.

La Residencia ardía como una antorcha. La muralla almenada del fuerte se había hundido en el foso que defendía la entrada. Los edificios de la Tesorería, el Oratorio y el Mástil-calendario, más ligeros, habían formado un batiburrillo de escombros entremezclados. Robinsón y Viernes contemplaban aquel espectáculo de desolación cuando un terrón de tierra ascendió hacia el cielo a sólo cien pies de allí, seguida un segundo después por una explosión atronadora que les tiró de nuevo al suelo. Una granizada de piedras y troncos destrozados chisporroteó a su alrededor. Debía tratarse de la carga de pólvora que Robinsón había enterrado en el camino que conducía a la bahía y que podía encenderse a distancia gracias a un cordel de estopa. Robinsón tuvo que convencerse de que ya no quedaba ni un gramo de pólvora más en toda la isla para tener el coraje de levantarse y continuar haciendo el inventario de la catástrofe.

Espantadas por aquella segunda explosión, mucho más cercana, las cabras habían corrido despavoridas en dirección opuesta y habían derribado la cerca del corral. Corrían en todos los sentidos, enloquecidas. Les bastaría menos de una hora para dispersarse por toda la isla y menos de una semana para volver al estado salvaje. En el emplazamiento de la gruta -cuya entrada había desaparecido- se alzaba ahora un caos de bloques gigantescos en forma de conos, pirámides, prismas y cilindros. Aquel montón culminaba en un picacho de rocas que se elevaba hacia el cielo y que sin duda debía proporcionar un panorama admirable sobre toda la isla y sobre el mar. La explosión había tenido un efecto fundamentalmente destructor, pero parecía que allí, en donde la detonación había sido más violenta, un genio arquitectónico la había sabido utilizar para dar libre curso a una imaginación barroca.

Robinsón miraba en torno suyo con un aire alelado y maquinalmente se puso a recoger los objetos que la gruta había vomitado antes de cerrarse. Había ropas desgarradas, un mosquete con el cañón retorcido, fragmentos de cerámica, sacos agujereados, cuencos rotos. Examinaba cada resto e iba a depositarlo con delicadeza al pie del cedro gigante. Viernes le imitaba más que le ayudaba porque, como sentía una repugnancia natural por reparar y conservar, tendía a destruir los objetos estropeados. Robinsón no tenía fuerzas para enfadarse y ni siquiera protestó cuando le vio dispersar a puñados un poco de trigo que había encontrado en el fondo de un jarro.

La tarde caía y acababan por fin de encontrar un objeto intacto -el catalejo- cuando descubrieron de pronto el cadáver de Tenn al pie de un árbol. Viernes le palpó durante mucho rato. No tenía nada roto; a primera vista no le pasaba nada, pero estaba indiscutiblemente muerto. Pobre Tenn, tan viejo, tan fiel…, tal vez la explosión le había hecho morir de miedo. Se prometieron enterrarle al día siguiente. El viento se levantó. Fueron juntos a lavarse en el mar, luego cenaron un plátano silvestre -y Robinsón recordó que aquél era el primer alimento que había tomado en la isla al día siguiente de su naufragio-. Como no sabían dónde dormir, se tumbaron ambos bajo el gran cedro, entre sus reliquias. El cielo estaba claro, pero una fuerte brisa de noroeste atormentaba la cúpula de los árboles. Sin embargo, las pesadas ramas del cedro no participaban de la asamblea del bosque y Robinsón, tendido de espaldas, veía recortarse su silueta inmóvil y festoneada, como si estuviera dibujada con tinta china en medio de las estrellas.

Al final Viernes había sido el causante de un estado de cosas que él, Robinsón, detestaba con todas sus fuerzas. Desde luego, no había provocado la catástrofe voluntariamente. Robinsón sabía ya desde hacía bastante tiempo que la noción de voluntad se aplicaba mal al comportamiento de su compañero. Más que una voluntad libre y lúcida que tomaba decisiones con un propósito deliberado, Viernes era una naturaleza de la que se desprendían actos y las consecuencias de éstos se le parecían como los hijos se parecen a sus madres. Aparentemente, nada había podido hasta aquel momento influir en el curso de esta generación espontánea. Se daba cuenta de que en este punto particularmente esencial, su influencia sobre el araucano había sido nula. Viernes, imperturbable e inconscientemente, había preparado y luego provocado el cataclismo que preludiaría el advenimiento de la nueva era. Y para saber cómo habría de ser esa nueva era, era preciso tratar de leer en la propia naturaleza de Viernes. Robinsón se hallaba todavía demasiado preso del hombre antiguo que había sido, para poder prever cualquier cosa. Porque lo que les enfrentaba a ambos superaba -y al mismo tiempo englobaba- el antagonismo descrito con frecuencia entre el inglés metódico, avaro y melancólico y el «nativo» impulsivo, pródigo y reidor. Parecía que el araucano pertenecía a otro reino, que se oponía al reino telúrico de su amo, sobre el cual tenía efectos devastadores, por poco que uno intentara aprisionarle dentro de él.

La explosión no había matado del todo al hombre viejo que se hallaba dentro de Robinsón, porque en seguida le vino la idea de que podía matar a su compañero, que dormía a su lado -había merecido mil veces la muerte-, y volver de nuevo a tejer pacientemente la tela de su universo devastado. Pero el miedo de volver a encontrarse solo y el horror que le inspiraba aquella violencia no fueron los únicos motivos que le detuvieron. En el fondo aspiraba secretamente a aquel cataclismo que acababa de producirse. En realidad, a él la isla administrada le pesaba ya casi tanto como a Viernes. Viernes, tras haberle liberado, a pesar suyo, de sus raíces terrenales, iba a conducirle hacia otra cosa. Él iba a sustituir aquel reino telúrico que le resultaba odioso por otro propio, que Robinsón ansiaba descubrir. Un nuevo Robinsón se debatía en su antigua piel y aceptaba de antemano dejar que se derrumbase la isla administrada para sumergirse, siguiendo a un iniciador irresponsable, en un camino desconocido.

Se hallaba en estas meditaciones cuando sintió algo que se removía bajo su mano, apoyada en el suelo. Pensó que era un insecto y palpó el humus con la yema de los dedos. Pero no: era la misma tierra que en aquel lugar se elevaba ligeramente. Un turón o un topo iba a emerger al final de su galería. Robinsón sonrió en la noche al tratar de imaginar el desconcierto del animal que iba a arrojarse a una prisión de carne cuando creía desembocar al aire libre. La tierra se removió de nuevo y algo salió de allí. Algo duro y frío que se mantenía anclado con fuerza en el suelo. Una raíz. ¡De modo que para coronar aquella jornada espantosa las raíces tomaban vida y brotaban por sí solas fuera de la tierra! Robinsón, resignado a todo tipo de maravillas, contemplaba en todo momento las estrellas a través de las ramas del árbol. Y entonces, sin error posible, vio cómo una constelación entera se deslizaba de repente hacia la derecha, desaparecía detrás de una rama y reaparecía por el otro lado. Luego se inmovilizó. Algunos segundos más tarde un largo y desgarrador chasquido hendió el aire. Viernes estaba ya de pie y ayudaba a Robinsón a levantarse a su vez. Huyeron con todas sus fuerzas en el mismo momento en el que el suelo se estremecía a sus plantas. El gran cedro se deslizaba con lentitud entre las estrellas y se desmoronaba con un rugido de trueno en medio de los otros árboles, como un gigante que cae entre las altas hierbas. El tronco, erizado verticalmente, abrazaba toda una colina de tierra entre sus brazos retorcidos e innumerables. Un silencio formidable siguió al cataclismo. El genio tutelar de Speranza, minado por la explosión, no había resistido al soplo vigoroso -aunque sin ráfagas- que movía a sus hojas.

Después de la destrucción de la gruta, aquel nuevo golpe a la tierra de Speranza terminaba de romper los últimos lazos que vinculaban a Robinsón con su antiguo fundamento. Ahora flotaba, libre y asustado, sólo con Viernes. Ya no iba a soltar nunca a aquella mano morena que había agarrado la suya para salvarle en el momento en que el árbol naufragaba en la noche.

La libertad de Viernes -en la que Robinsón comenzó a iniciarse a partir de los días siguientes- no era más que la negación del orden, borrado de la superficie de la isla a causa de la explosión. Robinsón conocía suficientemente bien, por el recuerdo de sus primeros días en Speranza, lo que era una vida desamparada, a la deriva y sometida a todos los impulsos del capricho y a todas las caídas del desfallecimiento, y por eso presentía que debía existir una oculta unidad, un principio implícito en el comportamiento de su compañero.

Viernes no trabajaba, en el sentido real del término, nunca. Como ignoraba cualquier noción de pasado y de futuro, vivía inmerso en el instante presente. Pasaba días enteros en una hamaca de lianas trenzadas que había tendido entre dos pimenteros y desde la cual derribaba con su cerbatana a los pájaros que venían a posarse en las ramas, engañados por su inmovilidad. Por la tarde, arrojaba el producto de su indolente caza a los pies de Robinsón, que no se preguntaba ya si aquel gesto era el del perro fiel que trae algo a su amo o, por el contrario, el de un amo tan imperioso que ni siquiera se dignaba expresar sus órdenes. La verdad era que había superado en sus relaciones con Viernes aquel nivel de mezquinas alternativas. Le observaba con pasión, atento a la vez a las acciones y a los gestos de su compañero y observaba también la reacción que producían en sí mismo, porque estaban produciendo una metamorfosis que le trastornaba.

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