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Su aspecto exterior había sido el primero en resentirse del cambio. Había renunciado a afeitarse el cráneo y sus cabellos se rizaban formando unos bucles rojizos que, de día en día, se iban haciendo más exuberantes. En cambio había cortado su barba -ya deteriorada por la explosión- y cada mañana pasaba por sus mejillas la hoja de su cuchillo, que había afilado durante largo rato sobre una piedra volcánica, ligera y porosa, muy corriente en la isla. Había perdido así de golpe su aspecto solemne y patriarcal, aquel lado «Dios-Padre» que servía para apoyar tan perfectamente a su antigua autoridad. Con la medida había rejuvenecido casi una generación y una mirada en el espejo bastó para convencerle de que además -por un fenómeno de mimetismo bastante explicable- existía a partir de ese momento una clara semejanza entre su rostro y el de su compañero. En pocos días se había convertido en su hermano, y ni siquiera estaba seguro de que no se tratara de su hermano mayor. Su cuerpo también se había transformado. Siempre había temido a las quemaduras del sol, como uno de los peores peligros que podían amenazar a un inglés -pelirrojo, para colmo- en zona tropical y se cubría cuidadosamente todas las partes del cuerpo antes que exponerlas a sus rayos, sin olvidar, como precaución suplementaria, su gran sombrilla de pieles de cabra. Sus estancias prolongadas en lo más hondo de la gruta y luego su intimidad con la tierra habían terminado por dar a su carne la blancura lechosa y frágil de los rábanos y tubérculos. Pero animado por Viernes, a partir de entonces se exponía desnudo al sol. Al principio avergonzado, encogido y feo, no había tardado mucho, sin embargo, en estirarse y embellecerse poco a poco. Su piel había adquirido un tono cobrizo. Una fiereza nueva henchía sus músculos y su pecho. Su cuerpo desprendía un calor del que le parecía que su alma extraía una seguridad que jamás antes había conocido. De este modo descubría que un cuerpo aceptado, querido, incluso vagamente deseado -por una especie de narcisismo naciente-, puede ser no sólo un instrumento mejor para insertarse en la trama de las cosas exteriores, sino además un compañero fiel y fuerte.

Compartía con Viernes juegos y ejercicios que en otra época hubiera considerado incompatibles con su dignidad. Por eso no cesó hasta caminar sobre sus manos con tanta habilidad como lo hacía el araucano. Al principio no encontró ninguna dificultad para hacer el pino apoyándose contra una roca saliente. Pero era más delicado desprenderse de aquel punto de apoyo y avanzar sin balancearse hacia adelante y hacia atrás para acabar desplomándose. Sus brazos temblaban bajo el peso aplastante de todo su cuerpo, pero no se debía a falta de fuerza, sino que tenía que adiestrarse para adquirir el equilibrio y la postura adecuada para sostener aquella carga insólita. Se empeñaba en lograrlo, porque consideraba como un progreso decisivo, en el nuevo camino en el que se adentraba, la conquista de una especie de polivalencia de sus miembros. Soñaba con que su cuerpo se metamorfoseaba en una mano gigante cuyos cinco dedos serían cabeza, brazos y piernas. La pierna tenía que poder levantarse como un índice, los brazos debían caminar como piernas, el cuerpo descansar indiferente sobre tal miembro o tal otro, como una mano que se apoyara en cada uno de sus dedos.

Entre sus escasas ocupaciones, Viernes confeccionaba arcos y flechas con un minucioso cuidado, tanto más sorprendente desde el momento en que, en realidad, las utilizaba muy poco para la caza. Después de tallar sencillos arcos en las maderas más ligeras y regulares -sándalo, arcediana y copaiba-, pasó rápidamente a unir sobre un armazón flexible láminas de cuerno de macho cabrío que multiplicaban su resistencia.

Pero concedía mucha mayor dedicación a las flechas porque, si aumentaba sin cesar la potencia de los arcos, era para poder aumentar la longitud de las flechas, que pronto llegó a ser de más de seis pies. El delicado equilibrio de la punta y sus adornos de plumas nunca resultaba suficientemente exacto para su gusto y podía vérsele durante horas haciendo girar el palo sobre la arista de una piedra para llegar a localizar su centro de gravedad. La verdad es que empenachaba sus flechas más allá de cualquier límite razonable, aprovechaba para ese fin tanto plumas de papagayo como hojas de palmera y, ya que recortaba las puntas en forma de alas, utilizando los omoplatos de las cabras, resultaba evidente que lo que pretendía con esas características no era tanto que alcanzasen a una presa cualquiera con fuerza y precisión como que volaran, que planearan lejos, durante el mayor tiempo posible.

Cuando tendía su arco, su rostro se contraía por un esfuerzo de concentración casi doloroso. Buscaba durante mucho rato la inclinación de la flecha que le asegurara la trayectoria más gloriosa. Al fin silbaba la cuerda y rozaba el brazalete de cuero con que se protegía el antebrazo izquierdo. Con todo el cuerpo proyectado hacia adelante, los dos brazos tensos en un gesto que era a la vez impulso y ruego, acompañaba la trayectoria de su flecha. Su rostro brillaba de placer mientras su impulso vencía al roce del aire y a la gravedad. Pero algo parecía romperse dentro de él, cuando la punta se inclinaba hacia el suelo, frenada apenas en su caída por su penacho de plumas.

Robinsón se preguntó durante mucho tiempo sobre el significado de aquellos ejercicios con el arco sin caza y sin blanco, en los que Viernes se afanaba hasta el agotamiento. Por fin creyó entenderlo cierto día en que un fuerte viento marino cabrilleaba las olas que rompían en la playa. Viernes ensayaba flechas nuevas, de una longitud desmesurada, empenachadas con una fina barba formada por plumas remeras de albatros, que medía casi tres pies. Empulgó, inclinando la flecha cuarenta y cinco grados, en dirección al bosque. La flecha subió hasta una altura de unos ciento cincuenta pies por lo menos. Luego pareció dudar un instante, pero en lugar de caer hacia la playa, se inclinó, colocándose horizontalmente, y enfiló hacia el bosque con una nueva energía. Cuando desapareció tras la cortina que formaban los primeros árboles, Viernes, radiante, se volvió hacia Robinsón.

– Caerá entre las ramas; no volverás a verla -le dijo Robinsón.

– No volveré a encontrarla -dijo Viernes-, pero es porque no caerá jamás.

Tras regresar al estado salvaje, las cabras no vivían ya en la anarquía a la que la domesticación del hombre somete a los animales. Se habían agrupado en rebaños jerarquizados, mandados por los machos más fuertes y más sabios. Cuando algún peligro amenazaba, el rebaño se reagrupaba -generalmente en un montículo- y todos los animales del rango superior oponían al agresor un frente de cuernos infranqueable. Viernes jugaba a desafiar a los machos cabríos que sorprendía aislados. Les obligaba a tumbarse, agarrándoles por los cuernos, o les atrapaba en plena carrera y, para marcarles con su victoria, les ataba un collar de lianas en torno al cuello.

Un día, sin embargo, cayó sobre una especie de rebeco, grande como un oso, que le hizo rodar por las rocas con un simple revés de sus cuernos enormes y nudosos, que se alzaban como largas llamas negras sobre su cabeza. Viernes tuvo que permanecer tres días inmóvil en su hamaca, pero hablaba sin cesar de que tenía que volver a encontrar a aquel animal al que había bautizado con el nombre de Andoar y que parecía inspirarle una especie de admiración, mezclada con ternura: Andoar era reconocible a dos tiros de flecha de distancia nada más que por su espantoso olor. Andoar no huía jamás cuando se le acercaba. Andoar se mantenía siempre apartado del rebaño. Andoar no se habría encarnizado con él, después de haberle medio matado, como lo habría hecho cualquier otro macho cabrío… Mientras salmodiaba a media voz el elogio de su adversario, Viernes trenzaba cuerdecitas de vivos colores para hacer con ellas un collar más sólido y más vistoso que los demás: el collar de Andoar. Cuando reemprendió el camino del peñasco donde moraba el animal, Robinsón protestó débilmente sin ninguna esperanza de detenerle. El olor que desprendía su piel después de aquellos rodeos tan especiales bastaba para justificar la oposición de Robinsón. Pero además el peligro era real, como lo probaba su reciente accidente, del que apenas se había recuperado. Viernes no se preocupaba. Se hallaba tan pródigo de fuerzas y de coraje ante un juego que le exaltaba como exagerado era en su pereza y en su indiferencia en los días normales. Había encontrado en Andoar un compañero de juegos y parecía encantarle su obtusa brutalidad y aceptaba por ello de antemano con buen humor la perspectiva de nuevas heridas, incluso mortales.

No tuvo que buscar largo rato para descubrirle. La silueta del gran macho se erguía como una roca en medio de una manada de cabras y cabritos, que se dispersaron en desorden cuando se aproximó. Se encontraron solos en medio de una especie de circo, cuyo fondo estaba limitado por una pared abrupta y que se abría sobre una cascada de detritus salpicados de cactus. Al oeste, el terreno se cortaba formando un precipicio de unos cien pies de profundidad. Viernes desató el cordel que había anudado en torno a su muñeca y lo agitó a modo de desafío en dirección a Andoar. La fiera dejó de repente de mascar, conservando una larga gramínea entre sus dientes. Luego se rió para sí y se irguió sobre sus patas traseras. Dio en esta actitud algunos pasos hacia Viernes, agitando en el vacío sus pezuñas delanteras, sacudiendo sus inmensos cuernos, como si saludara a una multitud al pasar. Aquella mímica grotesca dejó helado a Viernes por la sorpresa. El animal se hallaba sólo a unos cuantos pasos suyos cuando se dobló hacia adelante y como una catapulta embistió hacia donde él se encontraba. Su cabeza se hundió entre sus patas delanteras, sus cuernos apuntaron formando una aguda horquilla y sólo entonces voló hacia el pecho de Viernes como una gran flecha empenachada con pieles. Viernes se apartó hacia la izquierda una fracción de segundo más tarde de lo necesario. Un hedor almizclado le envolvió en el mismo momento en que un choque violento contra su hombro derecho le hacía girar sobre sí mismo. Cayó brutalmente y permaneció pegado al suelo. Si se hubiera levantado en seguida, no habría estado en condiciones de esquivar una nueva carga. Se mantuvo, por tanto, echado de espaldas, mientras observaba a través de sus párpados semicerrados un pedazo de cielo azul, enmarcado por hierbas secas. Fue entonces cuando vio inclinarse sobre él una máscara de patriarca semita, unos ojos verdes escondidos en cavernas peludas, una barba rizada que remataba un hocico negro que se torcía con una risa de fauno. Hizo un débil movimiento, pero le respondió una punzada de dolor en su hombro. Perdió el conocimiento. Cuando volvió a abrir los ojos el sol ocupaba el centro de su campo visual y le bañaba con un calor intolerable. Se apoyó sobre su mano izquierda y recogió sus pies bajo su cuerpo. Apenas levantado, observaba con vértigo la pared rocosa que reverberaba la luz en todo el circo. Andoar no huía jamás cuando se le acercaba. Andoar se mantenía siempre apartado del rebaño. Andoar no era visible. Se levantó titubeando e iba a darse la vuelta cuando oyó a sus espaldas el chasquido de unas pezuñas sobre las piedras. El ruido era tan próximo que no tuvo tiempo para hacer frente. Se dobló hacia la izquierda, del lado de su brazo sano. Cogido de través a la altura de la cadera izquierda, viernes se tambaleó con los brazos en cruz. Andoar se había detenido, plantado sobre sus cuatro patas secas y nerviosas, interrumpiendo el impulso del muchacho con un golpe en los riñones. Viernes, perdiendo el equilibrio, cayó como un maniquí desarticulado sobre el lomo del macho cabrío, que se dobló bajo su peso y se lanzó de nuevo a la carrera. Torturado por el dolor de su hombro, se aferró al animal. Sus manos habían agarrado los cuernos anillados muy cerca del cráneo, sus piernas apretaban el pelo de sus costados, mientras que los dedos de sus pies se enredaban en los genitales. El macho cabrío daba fantásticos bandazos para desembarazarse de aquel fardo de carne desnuda que se enrollaba a su cuerpo. Dio varias veces la vuelta al circo sin tropezar jamás en las rocas, a pesar del peso que le aplastaba. Si hubiera caldo o hubiera rodado voluntariamente por el suelo, no habría podido volver a levantarse. Viernes sentía que el dolor le desgarraba el estómago y temía perder de nuevo el conocimiento.

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