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A unos veinte pasos de la entrada de la gruta se ha construido una especie de tumbona con sacos y toneles. Medio vuelto de espaldas, aspira profundamente de la boquilla de cuerno de la pipa. Luego sus labios dejan filtrar un hilo de humo que se divide en dos y se desliza sin pérdida alguna en sus narices. El humo cumple entonces su función más importante: llena y sensibiliza sus pulmones, vuelve consciente y como luminoso ese espacio oculto en su pecho, que es lo que hay en él de más aéreo y espiritual. Por último expulsa con suavidad la nube azul que le habitaba. A contraluz, ante la abertura iluminada de la gruta, el humo despliega un pulpo que se mueve, lleno de arabescos y de lentos remolinos que crece, asciende y se hace cada vez más tenue… Viernes sueña durante largos minutos y se apresta a aspirar una nueva bocanada de su pipa, cuando el eco lejano de los gritos y los ladridos llega hasta él. Robinsón ha vuelto antes de lo previsto y le llama con una voz que no presagia nada bueno. Tenn ladra, un castañeteo resuena. La voz se hace cada vez más próxima, más imperiosa. En el marco claro de la entrada de la gruta se recorta la silueta negra de Robinsón -con los brazos en jarras, piernas separadas- rubricada por la correa del látigo. Viernes se levanta. ¿Qué hacer con la pipa? La arroja con todas sus fuerzas al fondo de la gruta. Luego avanza con bravura hacia el castigo. Robinsón ha tenido que descubrir la desaparición del barrilete, porque lanza espuma de rabia. Levanta el látigo. Y es en ese momento cuando los cuarenta toneles de pólvora negra hablan al mismo tiempo. Un torrente de llamas rojas brota de la gruta. En un último destello de conciencia, Robinsón se siente levantado, transportado, mientras que ve al macizo rocoso, que corona la gruta, desplomarse como un juego de construcciones.

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