Se levanta, corre, se aleja, tiene que lavar su espíritu en la fuente de toda sabiduría…
Aquí está de nuevo ante el atril, con los talones unidos, las manos juntas; espera la inspiración del Espíritu. Se trata de elevar su cólera, darle un tono más puro, más sublime. Abre la Biblia al azar. Es el libro de Oseas. La palabra del profeta se retuerce en signos negros sobre la página en blanco antes de estallar en ondas sonoras gracias a la voz de Robinsón. Del mismo modo el relámpago precede al trueno. Robinsón habla. Se dirige a sus hijas, las mandrágoras, y las previene contra su madre, la tierra adúltera:
Protestad por vuestra madre, protestad.
Porque ya no es mi mujer.
Y yo ya no soy su marido.
Que aleje de mi rostro sus prostituciones
y sus adulterios de entre sus senos,
no sea que yo la desnude
y la ponga tal y como estaba el día de su nacimiento,
y la deje parecida al desierto
haciendo de ella una tierra reseca,
y la haga morir de sed.
(Oseas, II, 4.)
El Libro de los libros se ha pronunciado y condena a Speranza. Pero no es lo que buscaba Robinsón. Quería leer en letras de fuego la condena del siervo indigno, del sobornador, del impuro. Cierra la Biblia y vuelve a abrirla al azar. Es Jeremías quien habla ahora y es de la mandrágora acebrada de quien trata, bajo las apariencias de la viña bastarda:
Sobre cualquier colina elevada, bajo todo árbol verde
te has tendido como una cortesana,
y yo, yo te había plantado como una viña excelente,
toda ella de cepas legítimas.
¿Cómo es que te me has convertido en sarmientos
bastardos de una viña ajena?
Sí, cuando te laves con sosa y aunque prodigues la potasa,
tu iniquidad será mancha ante mí.
Pero ¿y si Speranza sedujo a Viernes?, es decir, ¿y si el araucano es totalmente inocente, irresponsable? El corazón ultrajado de Robinsón se enfada ante ese veredicto bíblico que condena a Speranza y sólo a ella. Cierra y vuelve a abrir la Biblia. Es el capítulo XXXIX del Génesis el que se escucha esta vez a través de la voz de Robinsón:
Sucedió que la mujer de su amo puso los ojos en José y le dijo: «Duerme conmigo.» El la rechazó y dijo a la mujer de su amo: «He aquí que mi amo no desconfía de mí y ha puesto todo lo que hay en la casa bajo mis manos. No hay nadie por encima de mí en esta casa y nada me ha sido prohibido, salvo tú, porque tú eres su mujer. ¿Cómo cometería yo tan gran mal y pecaría contra Dios?» Aunque ella le hablaba todos los días de lo mismo a José, él no consintió en acostarse con ella, ni en estar con ella. Un día que había entrado en la casa para hacer su trabajo, sin que estuvieran allí ninguna de las personas de la casa, ella le agarró de su túnica, diciendo: «Duerme conmigo.» Pero él la dejó con su túnica entre las manos y huyó afuera. Cuando ella vio que él había abandonado su túnica entre sus manos y huido afuera, llamó a las gentes de la casa y les habló diciendo: «Este hombre ha venido a mi casa para acostarse conmigo y yo he llamado con grandes gritos. Y cuando ha oído que yo alzaba la voz y gritaba, ha dejado su túnica junto a mi y ha huido.» Cuando el amo hubo escuchado las palabras de su mujer, que le habló con estos términos: «He aquí lo que me ha hecho tu siervo», su cólera se encendió. Cogió a José y le metió en prisión. Era el lugar donde estaban detenidos los prisioneros del rey. Y él estuvo allí, en prisión.
Robinsón calla, agotado. Está seguro de que sus ojos no le han engañado. Ha sorprendido a Viernes en flagrante delito de fornicación con la tierra de Speranza. Pero sabe también que, desde hace ya bastante tiempo, necesita interpretar los hechos exteriores -por muy indiscutibles que fueran- como otros tantos signos superficiales de una realidad profunda y todavía oscura, en vías de gestación. En realidad Viernes, propagando su simiente negra en los pliegues de la loma rosa por espíritu de imitación o por broma, es un hecho accidental que se queda en lo anecdótico, más o menos como los manejos de la Putifar con José. Robinsón siente que día a día se va abriendo una grieta entre los mensajes charlatanes que le transmite todavía la sociedad humana a través de su propia memoria, la Biblia y la imagen que una y otra proyectan sobre la isla y el universo inhumano, elemental, absoluto, en que él va sumergiéndose y cuya verdad intenta desvelar temblando. La palabra que está en él y que jamás le ha engañado le balbucea a media voz que se halla en un momento crucial de su propia historia, que la era de la isla-esposa -que sucedía a la isla madre, que a su vez era posterior a la isla administrada- terminaba también y que se acercaba un tiempo de cosas completamente nuevas, inusitadas e imprevisibles.
Pensativo y silencioso, dio algunos pasos y quedó enmarcado en la puerta de la residencia. Tuvo un movimiento de retroceso y su cólera se reavivó cuando percibió, a la izquierda apoyado contra el muro de la casa, a Viernes en cuclillas sobre sus talones, en una completa inmovilidad, con la cara vuelta hacia el horizonte y la mirada perdida. Sabe que el araucano es capaz de permanecer así durante horas y horas, en una postura que él, por su parte, no puede adoptar más que durante unos segundos, sintiendo en seguida fulgurantes calambres en sus rodillas. Es presa de distintos sentimientos y por fin decide ir a sentarse junto a Viernes y comunicarse con él en la gran espera silenciosa que envuelve a Speranza y a sus habitantes.
En el cielo de una impecable pureza, el sol despliega su soberana omnipotencia. Pesa con toda su dorada carga sobre el mar acostado bajo él con una sumisión total, sobre la isla desmayada y seca, sobre las construcciones de Robinsón que semejan templos dedicados a su gloria. La palabra interior le sugiere que tal vez al reino telúrico de Speranza habrá de sucederle un día un reino solar , pero es una idea todavía tan imprecisa, tan débil, tan inaprensible, que no puede retenerla durante largo rato y la deja en reserva en su memoria para que madure.
Volviendo un poco la cabeza hacia la izquierda, ve el perfil derecho de Viernes. Su rostro está surcado de moratones y cortes y en su prominente pómulo se abren los labios violáceos de una llaga indecente. Robinsón observa como con una lupa aquella máscara prognata, un poco bestial, a la que su tristeza vuelve más obstinada y más enfadada que de ordinario. Y entonces percibe en ese paisaje de carne sufriente y fea algo brillante, puro y delicado: el ojo de Viernes. Bajo aquellas pestañas largas y curvas, el globo ocular, perfectamente liso y límpido, es lavado sin cesar, refrescado y barrido por el batido del párpado. La pupila palpita bajo la acción variable de la luz, adaptando con precisión su diámetro a la luminosidad ambiente, para que la retina esté constantemente impresionada. En la masa transparente del iris está diluida una ínfima corola de plumas de vidrio, de un rosáceo tenue, infinitamente precioso y delicado. Robinsón está fascinado por aquel órgano formado con tanta delicadeza, tan perfectamente nuevo y al mismo tiempo tan brillante. ¿Cómo tal maravilla puede estar incorporada a un ser tan grosero, ingrato y vulgar?; y si en ese preciso instante descubre por azar la belleza anatómica sorprendente del ojo de Viernes, ¿no debe preguntarse honestamente si el araucano no será en conjunto más que una adición de cosas también admirables que él solamente ignora por ceguera?
Robinsón da vueltas y vueltas a esta cuestión dentro de sí mismo. Por vez primera entrevé con claridad, bajo aquel mestizo grosero y estúpido que le irrita, la existencia posible de otro Viernes -como sospechó antaño, mucho antes de descubrir la gruta y la loma, que existía otra isla , oculta bajo la isla administrada.
Pero esta visión no debía durar más que un fugitivo instante y la vida debía retornar aún a su curso monótono y laborioso.
Retomó su curso, en efecto, pero hiciera lo que hiciera Robinsón, había siempre un alguien en su interior que aguardaba un acontecimiento decisivo, trastornador, un comienzo radicalmente nuevo que anularía cualquier empresa pasada o futura. Luego el hombre viejo protestaba, se aferraba a su obra, calculaba las próximas cosechas, proyectaba vagamente plantaciones de maderas valiosas, de jebes o de algodón, diseñaba el plano de un molino que captaría la energía de un torrente. Pero nunca más volvió a la loma rosa.
Viernes no se planteaba ningún problema de ese tipo. Había descubierto el barrilete de tabaco y fumaba en la larga pipa de Van Deyssel a escondidas de su amo. El castigo, si era descubierto, sería sin duda ejemplar, porque la provisión de tabaco tocaba a su fin y Robinsón no se concedía ya más que una pipa cada dos meses. Era una fiesta para él, en la que soñaba desde mucho tiempo antes, y temía el momento en que tendría que renunciar definitivamente a ese placer.
Aquel día habla descendido a inspeccionar los sedales que había colocado durante la marea baja y que debían quedar de nuevo al descubierto en la bajamar. Viernes colocó el barrilete de tabaco bajo su brazo y fue a instalarse en la gruta. Todo su placer se perdía cuando fumaba al aire libre, pero sabía que si fumaba en una de las casas el olor le hubiera traicionado inevitablemente. Robinsón podía fumar en cualquier parte. Para él, sólo contaba el horno ardiente y vivo, lleno de ascuas y renegrido: era la envoltura terrestre de un diminuto sol subterráneo, una especie de volcán portátil y domesticado que enrojecía apaciblemente bajo la ceniza, al reclamo de su boca. En esta retorta en miniatura el tabaco recocido, calcinado, sublimado se transmutaba en resinas, alquitrán y en jarabe bituminoso, cuyo aroma le producía un agradable cosquilleo en las narices. Era la cámara nupcial poseída , encerrada en el agujero de su mano, de la tierra y del sol.
Para Viernes, por el contrario, toda la operación no se justificaba más que por el humo liberado en las volutas y el menor viento o corriente de aire rompía el encanto sin remedio. Necesitaba una atmósfera absolutamente calma y nada era más conveniente para sus juegos eólicos que el aire dormido de la gruta.