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El araucano había sabido atraerse la benevolencia de su amo por varias iniciativas que tuvieron éxito. Una de las grandes preocupaciones de Robinsón era desembarazarse de las basuras y de los restos de la cocina y del taller de un modo que no atrajeran a los buitres o las ratas. Pero ninguna de las soluciones imaginadas hasta aquel momento le producían entera satisfacción. Los pequeños carnívoros desenterraban lo que hundía en tierra, las mareas arrojaban sobre la playa todo lo que él vertía en altamar y la destrucción mediante el fuego producía un humo ácido que apestaba las casas y los vestidos. Viernes tuvo la idea de aprovechar la voracidad de una colonia de hormigas rojas que había descubierto a un tiro de piedra de la residencia. Los desperdicios depositados en medio del hormiguero, contemplados a cierta distancia, parecían dotados de una especie de vida superficial, recorridos por un temblor epidérmico, y era fascinante ver cómo la carne iba desapareciendo insensiblemente y aparecía el hueso, seco, desnudo, perfectamente limpio.

Viernes se reveló también como un excelente lanzador de bolas (tres guijarros redondeados atados a unos cordeles que confluían en un punto). Si son lanzadas con destreza, giran en el aire como una estrella con tres brazos y si son detenidas por algún obstáculo lo rodean y lo amarran. Viernes lo utilizó primero para inmovilizar a las cabras o a los machos cabríos que quería ordeñar, cuidar o sacrificar. Luego fueron óptimas para capturar corzos e incluso aves zancudas. Por último persuadió a Robinsón de que si se aumentaba el tamaño de las piedras las bolas podrían convertirse en un arma magnífica capaz de destrozar el pecho de un enemigo tras haberle semiestrangulado. Robinsón, que en todo momento temía un retorno ofensivo de los araucanos, le agradeció que hubiera añadido a su panoplia aquel arma silenciosa, fácil de reemplazar y, sin embargo, mortífera. Ambos se ejercitaron durante mucho tiempo en la playa tomando como blanco un tronco de árbol del grosor de un hombre.

Las primeras semanas que siguieron a la llegada de Viernes, la isla administrada había atraído de nuevo, por la fuerza de las cosas, toda la atención de Robinsón, reconvertido durante un tiempo, al menos, en gobernador, general, pastor… Creyó incluso, por un momento, que la presencia del recién llegado iba a aportar a su organización una justificación, un peso, un equilibrio que acabaría definitivamente con los peligros que le habían amenazado, del mismo modo que algunos navíos no adquieren su fondo normal más que cargados con un determinado flete. Había experimentado también el peligro que representaba el estado de tensión permanente en que se mantenían los habitantes de la isla y la inflación de bienes de consumo que desbordaban en los silos y, para solucionarlo, pensaba incluir un programa de fiestas y diversiones que irían acompañadas de banquetes y juergas. Pero sospechaba que este último propósito -que en realidad respondía tan poco al espíritu de la isla administrada- le había sido sordamente inspirado por la nostalgia de la «otra isla» que dormitaba y se hacía fuerte secretamente en su interior. Quizás era esa misma nostalgia la que le impedía asimismo mostrarse satisfecho con la total docilidad de Viernes y la que le inducía a llevarla, para probarla, hasta sus últimos límites.

Log-book .- Evidentemente, me obedece con exactitud y estoy muy lejos de lamentarlo. Pero en esa sumisión hay algo demasiado perfecto, mecánico incluso, que me deja helado -para no hablar de esa risa devastadora que parece que no puede reprimir en algunos casos y que se asemeja a la repentina manifestación de un diablo que se hallaría dentro de él. Poseso. Sí, Viernes está poseído. E incluso doblemente poseído. Porque hay que reconocer que, al margen de sus estallidos de risa diabólica, soy yo enteramente quien actúa y piensa a través suyo.

No espero mucha racionalidad de un hombre de color -de colores, debería decir, porque tiene parte de indio y de negro-. Pero al menos podría manifestar algún sentimiento. Y, sin embargo, dejando a un lado la absurda y chocante ternura que le une a Tenn, no sé que experimente ningún tipo de afecto. En realidad estoy dando vueltas en torno a un malestar que me cuesta confesar, pero que tengo que expresar. Jamás me arriesgaría a decirle «ámame», porque tengo muy claro que por vez primera no sería obedecido. Sin embargo, no tiene razón alguna para no amarme. Yo le he salvado la vida; involuntariamente, es verdad, ¿pero cómo iba a sospecharlo él? Le he enseñado todo, comenzando por el trabajo, que es el bien supremo. Es cierto que le pego, ¿pero cómo no va a comprender que sólo es por su bien? Sin embargo, en este punto sus reacciones son desconcertantes. Un día que le explicaba, con bastante viveza es verdad, de qué modo debía descortezar y partir los tallos de mimbre antes de trenzarlos, hice un gesto un poco desmedido con la mano. Para sorpresa mía, vi cómo al instante retrocedía unos pasos y se cubría el rostro con su brazo. Evidentemente, yo tendría que haber sido un insensato para querer golpearle en el momento en que le enseñaba una técnica difícil y que requería toda su aplicación. ¡Y todo me hace pensar que ante sus ojos no soy más que ese insensato a cualquier hora del día y de la noche! Entonces me pongo en su lugar y me inunda la piedad ante ese crío entregado sin defensa en un isla desierta a todas las fantasías de un demente. Pero mi condición es todavía peor, porque me veo a través de los ojos de mi único compañero como un monstruo, como en un espejo deformante.

Cansado de verle realizar las tareas que le corresponden sin preocuparse nunca de su razón de ser, yo quise estar seguro. Le impuse entonces un trabajo absurdo considerado en todas las prisiones del mundo como la más envilecedora de las vejaciones: hacer un agujero, luego hacer otro para meter en él los escombros del primero, después un tercero para enterrar los del segundo y así sucesivamente. Sufrió durante toda una jornada bajo un cielo plomizo, con un calor agobiante. Para Tenn, aquella actividad frenética resultaba un juego apasionante, enervante. De cada agujero ascendían efluvios complejos y embriagadores. Cuando Viernes se levantaba y pasaba su antebrazo por su frente, Tenn se revolcaba en medio de la tierra removida. Hundía su hocico en medio de los terrones, aspirando y resoplando como una foca, después cavaba frenéticamente proyectando la tierra entre sus ancas. Por último, en el colmo de la excitación, galopaba en torno al agujero con gemidos quejosos y volvía de nuevo a sorber con una ebriedad nueva en el interior de aquella gleba margosa en la que el humus negro se mezclaba con la leche de las raíces tronchadas, como la muerte se confunde con la vida en cuanto se alcanza una determinada profundidad.

Sería poco decir que Viernes no se enfadó con aquel trabajo imbécil. Raras veces le h visto trabajar con tanto ardor. Ponía en él incluso una especie de alegría que tiraba n0r tierra a alternativa en que yo pretendía encerrarle -Viernes completamente embrutecido o Robinsón considerado por él como un demente- y que ahora me obliga a planteármelo desde otra perspectiva. Y yo me pregunto si la danza apasionada de Tenn en torno y dentro de las llagas abiertas gratuitamente en el cuerpo de Speranza no será reveladora y si no habré cometido la imperdonable estupide2 de entregar al araucano, al pretender simplemente humillarle, el secreto de la loma rosa…

Una noche Robinsón no pudo conciliar el sueño. El claro de luna proyectaba un rectángulo luminoso en las baldosas de la residencia. Un hada aulló y él creyó escuchar a la propia tierra que gemía de amor desairado. Bajo su vientre, el colchón de hierbas secas resultaba de una inconsistencia voluptuosa, absurda. Volvía a contemplar a Tenn danzando loco de deseo en torno a aquella gleba abierta, que se ofrecía después de haber sido abierta por la herramienta del araucano. Hacía semanas que no había vuelto a la loma. ¡Sus hijas, las mandrágoras, tenían que haber crecido mucho durante todo ese tiempo! Estaba sentado sobre la cama, con los pies posados en la alfombra formada por la luna y sentía un olor de savia que ascendía de su gran cuerpo, blanco como una raíz. Se levantó en silencio, saltó por encima de los cuerpos de Viernes y Tenn y se dirigió hacia el bosque de gomeros y sándalos.

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