Aplico mis manos a sus rodillas. Hago de mis manos dos rodilleras atentas a experimentar su forma y a recoger su vida. La rodilla, dada su dureza, su sequedad-que contrasta con la ternura de la nalga y de la corva-, es la clave de bóveda del edificio carnal que él lleva en equilibrio viviente hasta el cielo. No hay temblor, impulso, duda que no arranque de esas tibias y móviles bisagras y que no regrese a ellas. Durante varios segundos, mis manos han podido apreciar que la inmovilidad de mi compañero no era la de una piedra, sino, muy por el contrario, la resultante inestable, sin cesar implicada y recreada de un juego complejo de acciones y reacciones de todos sus músculos.
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Log-book .- Camino en el crepúsculo al borde del pantano, donde los tallos se entrechocan hasta el infinito, cuando veo que se acerca trotando a mi encuentro un cuadrúpedo que me recuerda a Tenn. Reconozco inmediatamente que se trata de una gran hembra de jutía. El viento está a mi favor y el animalillo -naturalmente miope- avanza con tranquilidad, sin sospechar mi presencia. Me hago tronco, roca, árbol, y espero que cruce ante mí y prosiga su camino. Pero no. Cuando se halla a cinco pasos, se queda quieta, con las orejas alzadas y la cabeza vuelta para observarme con su gran ojo brumoso. Después, como un relámpago, se da media vuelta y escapa como una exhalación, no por entre las cañas, en donde podría haber desaparecido inmediatamente, sino a través del sendero por el que antes avanzaba y ya no es más que una sombra saltarina, cuando todavía puedo escuchar sus pasitos resonando en las piedras del camino.
Intento imaginarme el universo de ese animal, cuyo prodigioso olfato viene a desempeñar el papel importantísimo que juega en el hombre la visión. La fuerza y la dirección del viento -que al hombre le importan tan poco- desempeñan en su caso un papel fundamental. El animal se encuentra siempre en el quicio de dos zonas que puede distinguir de modo desigual, o según el lenguaje humano, «iluminadas» de modo desigual. Una de ellas está sumergida en una oscuridad que resulta todavía más densa en la medida en que la otra -aquella de donde sopla el viento- está más cargada de olores. Cuando no hay viento, esas dos mitades del mundo permanecen en un crepúsculo turbio; pero, al menor soplo, una de las dos se ilumina con un rastro de luz que se convierte en un rastro de atención desde que alcanza y sobrepasa al animal. Esos olores provenientes de la zona clara, por un poder de distinción formidable -comparable al poder diferenciador del ojo humano-, los identifica a millas de distancia como correspondientes a tal árbol, tal pécari o tal papagayo, o al mismo Viernes regresando a sus pimenteros, masticando un grano de araucaria y todo eso con la profundidad incomparable propia del conocimiento olfativo. Vuelvo a ver a nuestro pobre Tenn, cuando Viernes cavaba agujeros en la tierra. Con el hocico hundido en lo más profundo de los terrones removidos estaba como borracho, corriendo y titubeando en torno a mi compañero, mientras lanzaba pequeños jadeos atemorizados y voluptuosos. Se hallaba tan apasionadamente absorbido por aquella caza de los olores que ninguna otra cosa parecía existir para él.
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Log-book .- Nada de sorprendente cuando pienso en él, excepto la atención casi maníaca con que yo le observo. Lo que es increíble es que haya podido vivir tanto tiempo con él, por decirlo de algún modo, sin verle. ¿Cómo concebir esa in-deferencia, esa ceguera, cuando él es para mí toda la humanidad reunida en un solo individuo, mi hijo y mi padre, mi hermano y mi vecino, mi prójimo, mi ajeno…? ¿Estoy por eso obligado a hacer converger todos los sentimientos que un hombre proyecta hacia todos los que viven a su alrededor, sobre ese único «otro»?, si no ¿qué sería de ellos? ¿Qué haría yo de mi piedad y de mi odio, de mi admiración y de mi miedo, si Viernes no me inspirase al mismo tiempo piedad, odio, admiración y miedo? Además esa fascinación que él ejerce sobre mí es en gran parte recíproca y he tenido la prueba de ello en varias ocasiones. Antes de ayer concretamente, me encontraba adormecido sobre la playa, cuando se acercó a mí. Permaneció de pie durante largo rato contemplándome: negra y flexible silueta sobre el luminoso cielo. Luego se arrodilló y comenzó a examinarme con una extraordinaria intensidad. Sus dedos se perdieron en mi rostro, palpando mis mejillas, familiarizándose con la curva de mi barbilla, experimentando la elasticidad de la punta de mi nariz. Me hizo levantar los brazos por encima de mi cabeza e inclinado sobre mi cuerpo lo fue reconociendo pulgada a pulgada con la atención de un anatomista que se prepara a disecar un cadáver. Parecía haber olvidado que yo tenía una mirada, una respiración, que había preguntas que podían plantearse a mi espíritu, que podía embargarme la impaciencia. Pero yo había comprendido perfectamente esa sed de lo humano que le impulsa hacia mí para osar contrariar su acción. Al final sonrió, como si saliera de un sueño y se diera cuenta de pronto de mi presencia y, agarrando mi muñeca, colocó su dedo sobre una vena violeta, visible a través de la piel nacarada, y me dijo con un tono de falso reproche: «¡Oh! Se ve tu sangre.»
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Log-book .- ¿Me hallo en disposición de retornar al culto del sol al que se entregaban algunos paganos? No lo creo, y además no sé nada con precisión de las creencias y de los auténticos ritos de aquellos legendarios «paganos» que quizá no han existido más que en la imaginación de nuestros pastores. Pero es cierto que al flotar en una soledad intolerable que no me dejaba elegir más que entre la locura o el suicidio, he buscado instintivamente el punto de apoyo, que no me proporcionaba en absoluto el cuerpo social. Simultáneamente, las estructuras construidas y mantenidas en mí por el trato con mis semejantes, se desplomaban y desaparecían. De este modo me veía conducido a través de sucesivos tanteos a buscar mi salvación en la comunión con los elementos, convirtiéndome yo mismo en elemental . La tierra de Speranza me proporcionó una primera solución duradera y viable, aunque imperfecta y no carente de peligros. Luego apareció Viernes y, aunque se plegó aparentemente a mi reinado telúrico, lo fue minando con todas las fuerzas de su ser. Sin embargo, había una vía de salvación, porque si Viernes rechazaba con repugnancia y absolutamente a la tierra, era tan elemental por su nacimiento, como yo mismo había llegado a serlo por la casualidad. Bajo su influencia, bajo los sucesivos golpes que ha ido asestándome, he ido avanzando en el camino de una larga y dolorosa metamorfosis. El hombre de la tierra arrancado de su agujero por el genio eólico no se ha convertido a su vez en genio eólico. Había densidad dentro de él, demasiadas cargas y maduraciones muy lentas. Pero el sol ha tocado con su varita de luz a esta gruesa larva blanca y blanda, oculta en las tinieblas subterráneas, y se ha convertido en falena con su tórax metálico, con las alas espejeantes por el polvillo de oro; se ha convertido en un ser solar, duro e inalterable, pero de una turbadora debilidad, cuando los rayos del astro-dios no le alimentan.
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Log-book .- Andoar era yo. Aquel viejo macho solitario y testarudo con su barba de patriarca y sus melenas sudorosas de lubricidad, ese fauno telúrico ásperamente enraizado con sus cuatro pezuñas hendidas en su montaña rocosa, era yo. Viernes sintió en seguida una extraña amistad hacia él y se inició un cruel juego entre los dos. «Voy a hacer volar y cantar a Andoar», repetía misteriosamente el araucano. ¡Pero para que se produjera la transformación eólica del viejo cabrón, ¿a qué pruebas tuvieron que someterse sus despojos?!
El arpa eolia. Siempre encerrado en el instante presente, absolutamente refractario a los pacientes procesos que se desarrollan por acoplamiento de sucesivas piezas, Viernes, con una infalible intuición, encontró el único instrumento de música que respondía a su naturaleza. Porque el arpa eolia no es sólo un instrumento elemental al que hace cantar la rosa de los vientos; es también el único instrumento cuya música, en vez de desarrollarse en el tiempo, se inscribe toda entera en el instante. Se pueden multiplicar sus cuerdas y dar a cada una la nota que se desee y al hacerlo se compone una sinfonía instantánea que estalla desde la primera a la última nota desde que el viento ataca al instrumento.
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Log-book .- Le veo desprenderse riendo de la espuma de las olas que le bañan y una palabra me viene a la cabeza: la venustidad. La venustidad de Viernes. No sé exactamente lo que significa ese substantivo bastante raro, pero esa carne resplandeciente y firme, esos gestos de danza contenidos por el abrazo del agua, esa gracia natural y alegre la hacen aflorar irresistiblemente a mis labios.
No es más que un eslabón en una cadena de significados, cuyo centro es Viernes y que yo intento desentrañar. Otro índice es el sentido etimológico de Viernes. El viernes es, si no me equivoco, el día de Venus. Añado que para los cristianos es el día de la muerte de Cristo. Nacimiento de Venus, muerte de Cristo. No puedo impedir un presentimiento que se desprende de esta coincidencia, evidentemente fortuita, un alcance que por ahora me sobrepasa y que asusta a esa parte que todavía queda en mí de puritano devoto.
El tercer eslabón me lo proporciona el recuerdo de las últimas palabras humanas que me fue dado escuchar antes del naufragio del Virginia . Aquellas palabras que de algún modo fueron el viático espiritual que me concedía la humanidad antes de abandonarme a los elementos, deberían haberse impreso con letras de oro en mi memoria. ¡Pero, sin embargo, no me quedan de ellas más que retazos confusos e incompletos! Eran, creo, las predicciones que el capitán Pieter Van Deyssel leía -o pretendía leer- en las cartas de un tarot. Y el nombre de Venus aparecía repetidas veces en aquellas nociones tan desconcertantes para el joven que yo era entonces. ¿No anunciaron acaso que, tras convertirme en ermitaño en una gruta, sería sacado de allí por la llegada de Venus? Y aquel ser, salido de las aguas, ¿no debía transformarse en arquero que arrojaba sus flechas hacia el sol? Pero eso no es lo que más importa. Puedo ver confusamente una carta en la que dos niños -dos gemelos, dos inocentes- se cogían de la mano ante un muro que simboliza la ciudad solar. Van Deyssel comentó aquella imagen, hablando de sexualidad circular, cerrada sobre sí misma, y había evocado el símbolo de la serpiente que se muerde la cola.