Dos horas más tarde, Robinsón le vio regresar arrastrando sin miramientos una especie de maniquí. La cabeza estaba hecha con una nuez de coco, los brazos y las piernas con cañas de bambú. Pero además iba vestido con ropas viejas de Robinsón, como un espantapájaros. Sobre la nuez de coco, cubierta por una gorra de marinero, Viernes había dibujado el rostro de su antiguo amo. Plantó el maniquí frente a Robinsón.
– Te presento a Robinsón Crusoe, gobernador de la isla de Speranza -le dijo.
Luego recogió la concha sucia y vacía que seguía allí y con un bramido la estrelló contra la nuez de coco, que se desmoronó entre tubos de bambú destrozados. Luego comenzó a reír y fue a abrazar a Robinsón.
Robinsón comprendió la lección de aquella extraña comedia. Un día que Viernes comía gusanos de palmera, vivos y enrollados previamente en huevos de hormiga, Robinsón, exasperado, se fue a la playa. En la arena mojada esculpió una especie de estatua tumbada boca abajo con una cabeza cuyos cabellos eran algas. No se veía la cara, oculta bajo uno de los brazos plegado, pero el cuerpo moreno y desnudo se asemejaba al de Viernes. Robinsón acababa apenas de concluir su obra, cuando su compañero llegó para reunirse con él, con la boca todavía llena de gusanos de palmera.
– Te presento a Viernes, el devorador de gusanos y serpientes -le dijo Robinsón, mostrándole la estatua de arena.
Luego recogió una rama de avellano, a la que arrancó sus ramitas y sus hojas, y se puso a azotar la espalda, las nalgas y las caderas del Viernes de arena que había modelado para aquel fin.
A partir de ese momento fueron cuatro los que vivieron en la isla. Estaban el verdadero Robinsón y el muñeco de bambú, el verdadero Viernes y la estatua de arena. Y todo lo que los dos amigos podían haberse infringido de daño -las injurias, los golpes, los arrebatos de cólera- se lo hacían a la copia del otro. Entre ellos sólo había gentilezas.
Pero Viernes encontró el medio de inventar otro juego, todavía más apasionante y más curioso que el de las dos copias.
Una tarde después de comer, despertó con brusquedad a Robinsón, que dormía la siesta bajo un eucalipto. Se había fabricado un artefacto, cuya utilidad no fue comprendida inmediatamente por Robinsón. Había encerrado sus piernas en unos andrajos colocados como si fuera un pantalón. Llevaba un sombrero de paja y además, para colmo, se cubría con una sombrilla de palmas. Y se había hecho una barba falsa pegándose manojos de pelos rojos de cocotero en las mejillas.
– ¿Sabes quién soy yo? -le preguntó a Robinsón, deambulando majestuosamente ante él.
– No.
– Soy Robinsón Crusoe, de la ciudad de York, en Inglaterra. El amo del salvaje Viernes.
– ¿Y entonces quién soy yo? -preguntó Robinsón, estupefacto.
– ¡Adivina!
Robinsón conocía ya demasiado bien a su compañero para no comprender con sólo medias palabras lo que pretendía. Se levantó y desapareció en el bosque.
Si Viernes era Robinsón, el Robinsón de antaño, amo del esclavo Viernes, a él no le quedaba otro remedio más que convertirse a su vez en Viernes, el Viernes esclavo de otro tiempo. En realidad ya no tenía que esforzarse mucho para representar su papel. Se contentó con frotarse el rostro y el cuerpo con jugo de nuez para ponerse moreno y atarse en torno a los riñones el taparrabos de cuero de los araucanos que llevaba Viernes el día en que desembarcó en la isla. Luego se presentó a Viernes y le dijo:
– Mira. Yo soy Viernes.
Entonces Viernes se esforzó por hacer largas frases en su mejor inglés y Robinsón le respondió con las pocas palabras de araucano que había aprendido durante el tiempo en que Viernes apenas hablaba inglés.
– Te he salvado de tus congéneres, que querían sacrificarte para neutralizar tu poder maléfico -dijo Viernes.
Y Robinsón se arrodilló en tierra, inclinó su cabeza hasta el suelo balbuceando gracias con ardor. Por último, tomó el pie de Viernes y lo colocó sobre su nuca.
Jugaron muchas veces a este juego. Era siempre Viernes quien daba la señal. Desde el momento en que aparecía con su falsa barba y su sombrilla, Robinsón comprendía que tenía frente a sí a Robinsón y que le correspondía interpretar el papel de Viernes. Casi nunca representaban escenas inventadas, sino sólo episodios de su pasada vida, de cuando Viernes era un esclavo asustado y Robinsón un amo exigente. Representaban la historia de los cactus vestidos, la del arrozal desecado, la de la pipa fumada a escondidas cerca de los barriles de pólvora. Pero no había ninguna escena que complaciera tanto a Viernes como la del principio, cuando él huía de los araucanos que querían sacrificarle y Robinsón le salvaba.
Robinsón se había dado cuenta de que aquel juego le hacía bien a Viernes porque le liberaba del mal recuerdo que conservaba de su vida de esclavo. Pero también a él, a Robinsón, le hacía bien aquel juego, porque seguía teniendo algunos remordimientos de su pasado de gobernador y general.
Pasado cierto tiempo, Robinsón volvió a encontrar por casualidad la zanja donde antaño había purgado numerosos días de prisión y que se había convertido por la fuerza de las cosas en una especie de escritorio a cielo abierto. Tuvo incluso la sorpresa de descubrir, bajo una espesa capa de arena y polvo, un libro lleno de notas y observaciones del log-book y dos volúmenes vírgenes. En el pequeño cuenco de tierra que le había servido de tintero, el jugo del pez globo se había secado, y las plumas de buitre con las que escribía habían desaparecido. Robinsón creía que todo aquello se había destruido con lo demás en el incendio de la Residencia. Comunicó a Viernes su descubrimiento y decidió reemprender la redacción de su log-book , testigo interesante de su trayectoria. Pensaba en ello todos los días e iba a decidirse a limpiar una pluma de buitre y salir a la pesca del pez, cuando una tarde Viernes colocó delante suyo un ramillete de plumas de albatros cuidadosamente talladas y un cuenco pequeño con tinte azul que había obtenido triturando hojas de glasto.
– Ahora -le dijo con sencillez- el albatros es mejor que el buitre y el azul es mejor que el rojo.