Colin, sí, está ubicado admirablemente. Está de frente a Malevil, ve el camino subir ante él hasta la empalizada. Distingue muy bien a los asaltantes cuerpo a tierra a lo largo del acantilado. Y cuando Vilmain, después de mi silbido se incorpora, apoyado sobre su codo para vociferar: ¿Tiran sobre qué, banda de sonsos?, Colin reconoce la descripción que Hervé ha hecho de su cráneo rubio y afeitado.
A Colin se le ocurre pues matar a Vilmain. La idea es buena en sí. Pero cuando Colin con su sonrisa traviesa, nos cuenta cómo la ha puesto en ejecución, nos sentimos todos horrorizados.
En efecto no es posible que Colin use su fusil. Para producir este "efecto de terror" sin ruido ni humo que lo entusiasma, decide utilizar su arco.
Colin es bajo, el lugar de tiro es estrecho, el arco es grande. Colin se da cuenta que no va a conseguir armarlo en ese "agujero de rata". ¡Qué importa! Abandona su agujero (¡dejando su fusil!). Trepa, con el arco en la mano y a los tres metros llega a un grueso tronco ennegrecido de castaño detrás del cual, para mayor comodidad, se pone de pie. ¡Bien parado! Y apunta con calma la espalda de Vilmain.
Por desgracia, Vilmain se da vuelta para dar una orden y la flecha errándole por poco, va a clavarse en la espalda del hombre que está a su lado, que debe ser el proveedor del bazooka, porque Colin ve escaparse de sus manos dos o tres pequeños obuses que ruedan varios metros por la pendiente del camino antes de detenerse. El herido pega un grito horroroso, se yergue en toda su estatura (se hace visible en este momento, también para los de la casamata) y zigzaguea sobre la ruta contorsionándose para arrancar la flecha de su espalda. Cae al cabo de unos metros y se revuelca sobre el vientre, con las dos manos crispadas en la tierra.
Por cierto, el efecto de terror se ha cumplido, pero no es decisivo. Y Vilmain ha tenido tiempo para ver de dónde ha partido el flechazo. Grita una orden. Y doce fusiles, el suyo incluido, vomitan al mismo tiempo sobre el castaño detrás del cual Colin se ha aplastado contra el suelo, incapaz de contestar, ya que su fusil está a tres metros de él, y su arco, inutilizable puesto que no puede armarlo en posición de acostado.
Desde la muralla, oigo esta intensa fusilería, pero sin ver nada, sin siquiera poder decir quién tira sobre quién, porque el comando exterior dispone de las mismas armas que el adversario. Estoy mortalmente inquieto, porque la lucha entre los tres fusiles de nuestros amigos y los doce fusiles de Vilmain me parece desigual. Vilmain, gracias a su superioridad numérica, puede maniobrar para rodear a los nuestros. Y nosotros no podemos hacer nada para ayudarlos, salvo salir de Malevil, lo que sería una locura.
Los de la casamata siguen sin distinguir al enemigo. Al no haber visto a Colin salir de su puesto se preguntan por qué Vilmain se encarniza con la maleza y no comprenden por qué el arma de Colin sigue silenciosa, pues ellos saben -Hervé al menos lo sabe por haberlo cavado con Jacquet- que el agujero individual tiene excelentes vistas sobre el camino de Malevil.
Pero el más inquieto de todos, por supuesto, es el interesado. Se da cuenta que no tiene ninguna chance de salir del apuro. Está completamente aislado detrás de su tronco de castaño ennegrecido, a setenta metros del adversario, sin fusil y con toda retirada cortada por el tiro que lo encuadra. Oye las balas adversas del 36 llegar con un ruido sordo al tronco del árbol delante de él y hasta desprenderse muy cerca de su cabeza, pedazos de corteza. Ha tomado su decisión. Espera una tregua para saltar a su agujero al que ve, esperando, apenas a tres metros de él, con su fusil apoyado cuidadosamente contra las fajinas. Pero la tregua no llega y cuando no pegan en el castaño, las balas maullan a su derecha y a su izquierda con una precisión espantosa. Fue la única vez en mi vida, dirá después, en que hubiera querido ser aún más chico de lo que soy.
Según los prisioneros, Vilmain dejó translucir mucha ansiedad cuando la flecha de Colin mató a su proveedor y se dio cuenta que tenía un enemigo en la espalda. Pero al no responder este enemigo a su fusilería, comprendió que estaba desarmado y decidió desalojarlo de su árbol. Manda a dos antiguos trepar hasta la colina y rodear al adversario por su derecha, mientras que cuatro de sus mejores tiradores continúan manteniéndolo clavado al suelo con su tiro. Pero apenas los dos antiguos se han alejado arrastrándose algunos metros los vuelve a llamar. Me he equivocado -dice-. "A este tipo lo voy a rellenar yo mismo". Y se levanta. Sin duda busca con un éxito fácil restablecer su ascendiente sobre los antiguos, ya que la toma de Malevil no se anuncia tan bien.
Se levanta y, por el hecho de que todos sus hombres están acostados, su silueta erguida se torna en seguida heroica. Con paso desenvuelto y balanceado, fusil en mano y su pistola en la cintura, se va hacia la parte baja de la ruta a fin de rodear a Colin. No le hace falta mucha audacia, ya que Colin no contesta, y que la saliente del acantilado lo sustrae de nuestras balas.
Así como hasta ahora no veían a sus hombres, Hervé y Mauricio no habían podido ver a Vilmain tampoco, pero desde el momento en que se para y comienza a pavonearse por el camino afectando la flexibilidad felina de viejo matón, se convierte para ellos en un blanco perfecto. Hervé, que espera siempre la señal de Colin, lo observa (nos hará más tarde una excelente imitación de su modo de andar) y no se mueve. Pero Mauricio, a quien exalta un odio frío contra Vilmain, lo apunta, lo sigue con el extremo de su caño en su despreocupada progresión sobre la ruta, y cuando lo ve inmovilizarse y llevar el arma al hombro, centra su línea de mira en su sien y dispara.
Vilmain, con el cráneo desfondado, se desploma, muerto por el recluta a quien un mes antes le ha inculcado los principios de tiro de pie con apoyo. El tiroteo contra Colin se para y Colin salta a su agujero. Encuentra su fusil 36. Y allí, bien disimulado y bien protegido, tira. Es un excelente tirador, rápido y preciso, mata dos hombres uno detrás de otro.
En pocos segundos, la situación se ha dado vuelta. Juan Feyrac, que de todos modos, según dirán los prisioneros, no estaba caliente para la expedición contra Malevil, da la señal de retirada. Es una retirada, no una derrota. Un abanico de balas se abate en las inmediaciones del agujero de Colin, obligándolo a bajar la cabeza y cuando la levanta, el adversario ha desaparecido. Pero se ha tomado el tiempo, a pesar de todo, de llevarse el bazooka, los obuses y los fusiles de los muertos.
Colin ulula, triunfal. Jamás una lechuza me ha producido tanto placer. Me anuncia que el enemigo ha huido y que Colin por lo menos está indemne.
Digo a Thomas de abrir el portal y bajo tan rápido la escalera de la muralla que casi me caigo y debo saltar los últimos cinco escalones. Aterrizo pesadamente y corro hacia la Maternidad, con Meyssonnier detrás de mí. Le grito por encima de mi hombro:
– ¡Toma a Melusina!
Siempre corriendo, pongo el seguro a mi arma y me la coloco en bandolera. Evelina que me ha oído, con Morgane en la mano emerge de la Maternidad. Tomo a Amaranta de la rienda y la encuentro tan nerviosa que domino mi nerviosismo. Me tomo el tiempo de hablarle y acariciarla. No opone al principio dificultades. Pero cuando llega a los escombros de la empalizada, los huele y se para en seco, arqueada sobre sus dos patas delanteras, el cuello reacio, la cabeza alta, sacudiendo las crines rubias. El sudor inunda mi cara. ¡Conozco a Amaranta y sus negativas!
Con gran sorpresa, con gran alivio, éstas ceden con algunos tirones suaves y dos o tres chasquidos con la lengua. Una vez que ha pasado Amaranta, las otras dos yeguas la siguen sin resistencia.
Apenas tengo tiempo de contar cuatro muertos y de constatar que el enemigo se llevó sus armas, cuando al mismo tiempo desembocan en el camino los tres del comando exterior. Están rojos, sin aliento, excitados. Los abrazo, pero no hay tiempo para los relatos ni para los enternecimientos. Ayudo a Mauricio a ponerse en la grupa detrás de Meyssonnier, ayudo a Hervé, que me parece mucho más pesado, a subir detrás de Colin, y veo que Colin, además de su fusil 36, lleva su arco en bandolera. Parece inmenso atravesado en su pequeño cuerpo y sobrepasa en mucho su cabeza.
– ¡Deja tu arco! Te va a incomodar en la maleza.
– No, no -dice Colin rojo escarlata de orgullo.
En el momento que voy a montar me doy cuenta que me he olvidado el cabestro. ¡Qué de tiempo perdido para conseguirlo!
– ¡Evelina, vienes con nosotros!
– ¿Yo?
– Cuidarás los caballos.
Está tan encantada que se convierte en una piedra. La agarro por las caderas, la tiro casi sobre el lomo de Amaranta, y monto detrás de ella. En cuanto llegamos al sendero forestal, me doy vuelta, y con la mano apoyada en la grupa de Amaranta, le digo en voz baja a Colin:
– Pon atención en tu arco. ¡Vamos a galopar!
– Te imaginas -dice, con un aire que no puede ser más viril y victorioso.
En ese instante, todavía no sé la parte que tuvo en el combate, pero nada más que por sus aires, deduzco que ha sido considerable.
Hace dos días que Amaranta no ha salido. No se hace rogar para estirar sus largas patas. Siento entre mis piernas la fuerza magnífica de su arranque, y sobre mi frente el aire fresco de la carrera. Evelina, apretada entre mis dos brazos, está sumergida en el arrobamiento. Su equilibrio es excelente, apenas se toma de la perilla de la montura y cuando, para evitar una rama, me inclino hacia adelante, se curva bajo mi peso, desplaza sus dos manos y las posa con levedad en el cuello de Amaranta. Las crines de la yegua vuelan y casi del mismo tono de rubio vuelan en mi cuello los largos cabellos de Evelina. Ningún otro ruido más que el ritmo sordo de los cascos sobre el humus y las hojas que el pecho de Amaranta separan y me golpean. Amaranta galopa y detrás de ella más pesadamente, pues están más cargadas, Morgane y Melusina. Éstas son la perfecta mecánica. Pero Amaranta es el fuego, la sangre, la embriaguez del espacio. No soy más que uno con ella, me vuelvo caballo a mi vez, sus movimientos son los míos, me elevo y desciendo al mismo ritmo que su lomo, siguiendo Evelina la cadencia con la levedad de una pluma. Y experimento un sentimiento inaudito de rapidez, de plenitud y de fuerza. Galopo, sintiendo contra mi cuerpo el pequeño cuerpo de Evelina, galopo derecho hacia el aniquilamiento del enemigo, la seguridad de Malevil, la conquista de La Roque. En este segundo en que estoy, ni la edad ni la muerte pueden alcanzarme. Galopo. Tengo ganas de gritar de alegría.
Me doy cuenta que he distanciado las otras dos yeguas. Pero temo que si pierden de vista a su jefe de fila traicionen nuestra presencia poniéndose a relinchar. En una subida pongo a Amaranta al trote. Me da trabajo, no pide otra cosa que continuar cavando en el humus con sus cuatro patas vigorosas. Llegados a la cima, el sendero da vuelta en ángulo recto y siempre para que las yeguas que nos siguen no vean desaparecer a Amaranta, me paro. A mi derecha, helechos gigantes se elevan por encima de mi cabeza y a través de sus hojas dentadas diviso en primer plano, mucho más abajo, las cintas grises de la ruta de La Roque, y apareciendo de golpe en la curva la más lejana, desgranándose sobre la ruta, caminando con paso rápido pero ya distanciados, a los hombres de Vilmain. Algunos de ellos llevan dos fusiles.