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– Tenemos anillas en el almacén. Quisiera que fueras a cimentarlas en la pared de la bodega con Mauricio. Quisiera atar al toro, las vacas y a Lindo Amor durante el combate. Quisiera también que me construyeras un box provisorio para Adelaida.

– ¿Lindo Amor sola? -dice Peyssou-. ¿Y los otros jamelgos?

– Se quedan en la Maternidad, podemos necesitarlos. Cuando hayas acabado, me lo dices, y haremos todos el traspaso del heno de la Maternidad a la bodega.

Peyssou, con la nariz en su tazón y sus ojos emergiendo apenas del borde, me mira, con expresión ansiosa.

– ¿Crees que estamos por perder el primer recinto?

– No creo nada por el estilo, tomo precauciones.

Me levanto.

– Menou, deja los platos por un instante, ven conmigo.

El tiempo de tomar el repasador de manos de Miette y de secarse los bracitos nudosos, y me sigue. La arrastro en mi estela (hace dos pasos cuando yo he hecho uno) y la llevo hasta el cuarto de máquinas, arriba del puente levadizo.

– ¿Te parece que en caso de necesidad vas a poder maniobrar esto sola, Menou? ¿O prefieres hacerte ayudar por la Falvina?

– No me hace falta ese montón de grasa -dice Menou.

Le muestro. Y después de dos o tres ensayos, arqueando su pequeño cuerpo delgado y apretando los dientes consigue maniobrar perfectamente los brazos del cabrestante. Es la primera vez que hago funcionar el torno de mano después del día, justo antes de Pascua, en que habíamos discutido sobre las elecciones municipales del 77 con el señor Paulat. El rechinar sordo de las gruesas cadenas bien aceitadas me devuelve con una extraordinaria agudeza al tiempo pasado. Bueno. No hay tiempo para las reminiscencias y la melancolía.

Aconsejo a Menou frenar un poco más cuando después de haber levantado el puente levadizo lo baje de nuevo. El piso debe posarse con suavidad sobre el reborde de piedra de los fosos. Por la pequeña ventana del cuarto de máquinas veo a Peyssou y a Colin aparecer en la puerta del castillete y mirar en nuestra dirección. A ellos también el rechinar de las cadenas les debe traer recuerdos.

– Este es tu puesto de combate, Menou. En cuanto empiece a arder, te metes aquí y esperas. Si se pone feo, y debemos retirarnos al segundo recinto, subes el puente levadizo. ¿Quieres hacer un segundo ensayo? ¿Te acordarás?

– No soy idiota -dice Menou.

Y de golpe, sus ojos se llenan de lágrimas. Me quedo pasmado, porque no tiene el llanto fácil.

– Vamos, Menou.

– Déjame en paz -me dice, con los dientes apretados.

No me mira, mira ante sí. Está derecha, con la cabeza levantada, inmóvil. Las lágrimas corren por su cara curtida (sólo su frente está blanca, porque en el verano se protege la cabeza con un gran sombrero de paja). Y ahí está de pie, rígida, con las dos manos aferradas sobre los dos brazos del cabrestante como si dirigiera un barco durante un vendaval. Ese torno de mano era Momo quien lo maniobraba el día de la visita de Paulat. Estaba resplandeciente, bailaba de alegría. Lo estoy viendo, y ella lo ve y llora, con la mandíbula contraída, parada delante de la máquina, sin soltar las manos. No se enternece. No se apiada de sí misma. No es más que un momento, nada más. Va a pasar a través del mal tiempo y, en un segundo, emerger del vendaval. Le doy la espalda para no molestarla y miro por el tragaluz. Pero con el rabo del ojo veo su formidable pequeña silueta, alzada la cabeza, llorando con los ojos bien abiertos, sin el menor sollozo. Su imagen se refleja en el vidrio abierto de la ventanita y lo que sobre todo me llama la atención son sus dos puños cerrados con fuerza sobre los brazos del cabrestante como si, poco a poco, afianzara su posesión sobre la vida.

La dejo. Es lo que ella desea, me parece. A paso largo llego al torreón y del torreón, a mi cuarto. Me siento delante de mi escritorio y en mi cajón, que no he revisado desde hace mucho tiempo, encuentro lo que busco: dos marcadores, uno negro y el otro rojo. Encuentro también lo que no busco: el gran silbato de cana que en un loco arrebato de generosidad le di a Peyssou el día que le pegamos una paliza para sacarle las ganas de querer ser el jefe del Círculo. Si lo tengo yo es porque abusando del buen corazón de Peyssou, al día siguiente lo persuadí de que me lo revendiese a buen precio. Incluso hoy es con placer que lo hago girar varias veces entre mis dedos. Es siempre la misma maravilla. Su cromado ha resistido a los años, emite un sonido estridente que se oye desde muy lejos. Me lo pongo en el bolsillo del pecho de mi camisa y sacrificando el cuarto de una hoja grande de papel de dibujo, vuelvo a mi tarea.

Apenas hace cinco minutos que trabajo cuando golpean a la puerta. Es Cati.

– Siéntate, Cati -digo sin levantar la cabeza.

Mi mesa está en diagonal contra la pared frente a la ventana y Cati debe contornearla para sentarse frente a mí, de espaldas a la luz. Al pasar, deja arrastrar su mano izquierda como distraídamente por mi nuca y mi cuello. Al mismo tiempo echa un vistazo sobre lo que estoy haciendo. Trato de esconderle el efecto que su presencia produce sobre mí. No se engaña. Está sentada al borde de su silla, el vientre hacia adelante, mirándome con insistencia, con los ojos entornados, una media sonrisa en sus labios.

– ¿Acabaste con esas caballerizas, Cati?

– Sí, y hasta me duché.

Esto, no sin intención me parece. Pero conservo los ojos bajos sobre mi tarea. El buen entendedor entiende mal. -¿Querías hablarme? -le digo al cabo de un momento.

– Y sí -dice con un suspiro.

– ¿De qué se trata?

– Se trata de Vilmain. Tengo una idea.

Sigue:

– Dijiste que si a uno se le ocurría algo que viniera a decírtelo.

– Es exacto.

– Y bueno, aquí estoy. Tengo una idea -me dice con aire modesto.

– Te escucho -digo con los ojos fijos en mi tarea.

Un silencio.

– No quisiera incomodarte -dice ella- sobre todo que tienes cara de trabajar muy bien, ¡Y de verdad! ¡Cómo escribes de bien! -prosigue, tratando de leer al revés las grandes letras, de imprenta que estoy trazando con mi marcador.

– ¿Qué es lo que haces, Emanuel? ¿Un cartel?

– Una proclama para Vilmain y su banda.

– ¿Y qué dice tu proclama?

– Cosas muy desagradables para Vilmain y mucho menos desagradables para su banda.

Sigo:

– Si quieres, intento explotar la baja moral de la banda y disociarla de su jefe.

– ¿Y eso va a caminar, te parece?

– Si las cosas se les estropean, sí. En caso contrario, no. Pero a mí, de cualquier manera, no me habrá costado más que una hoja de papel.

Detrás de mí, alguien golpea a la puerta. Grito: "entre" sin darme vuelta y prosigo mi tarea. Noto que Cati frente a mí se endereza en su silla y como el silencio se prolonga, giro el busto hacia atrás para mirar al visitante. Es Evelina.

Frunzo las cejas.

– ¿Qué haces ahí?

– Meyssonnier ha vuelto de enterrar a Bebella y he venido a decírtelo.

– ¿Meyssonnier te lo pidió?

– No.

– ¿No te ofreciste como voluntaria para ayudar con los platos?

– Sí.

– ¿Acabaron?

– No.

– Entonces, vuelve para ayudar. Cuando uno empieza una cosa no la planta por la primera ocurrencia que se le pasa por la cabeza.

– Voy -dice sin moverse una pulgada, con sus grandes ojos azules fijos en mí.

Esta inmovilidad le costaría, en tiempos normales, unos gritos. Pero no quiero humillarla delante de Cati.

– ¿Entonces? -digo más bien gentilmente.

Esta gentileza la desarma.

– Voy -dice al borde de las lágrimas, cerrando la puerta detrás de ella.

– ¡Evelina!

Reaparece.

– Dile a Meyssonnier que lo necesito. Inmediatamente.

Me hace una sonrisa luminosa y cierra. Tres pájaros de un tiro: necesito realmente a Meyssonnier. Tranquilizo a Evelina. Y saco del medio a Cati, con la que no me quedo ahí sin peligro. Es cierto que en esta ocasión no es el miedo el sentimiento dominante, pero hay de todos modos un orden en las urgencias.

Cati vuelve a repantingarse en su silla. No es que levante mi vista hacia ella, no al menos hasta la altura de su cara. He vuelto a mi tarea. Por suerte no tengo más que copiar, había preparado el texto en una hojita borrador. Cati deja oír una risita.

– ¡Viste cómo volvió! ¡Está loca por ti!

– Es recíproco -digo con tono seco alzando la cabeza.

Me mira con una sonrisa que me exaspera.

– En esas condiciones -dice- no veo lo que…

– ¿En esas condiciones, si me dijeras tu idea?

Suspira, se retuerce en la silla, se rasca la pierna. Total, que está bien pesarosa de tener que abandonar el apasionante tema de mis relaciones con Evelina.

– Bueno -dice-. Vilmain ataca. Como tú dices se pela la frente -sólo Dios sabe por qué, pero se ríe-. Vuelve a La Roque, nos hace una guerra de emboscadas y eso te joroba.

– Hace más que jorobarme. Es una catástrofe. Nos puede hacer mucho mal.

– Y bueno, entonces -dice- cuando se vaya hay que impedirle que vuelva a La Roque, hay que perseguirlo.

– Tendrá una maldita ventaja.

Me mira con aire de triunfo.

– ¡Sí, pero nosotros, nosotros tenemos caballos!

Me quedo estupefacto. ¡No era solamente un pretexto: tenía verdaderamente una idea! Y yo que me pasé la vida entre los caballos, no la había tenido. La guerra y el arte hípico no tenían ninguna vinculación en mi mente. Sí, sin embargo. Los había aunado una vez, una sola, cuando había querido convencer a mis compañeros de dar nuestra vaca a Fulbert en cambio de dos yeguas: argumento para una discusión, nada más. ¡Tenía sobre Vilmain esta enorme superioridad, una caballería, y no la iba a usar!

Me enderezo en la silla.

– ¡Cati, eres genial!

Enrojece y por la brusca alegría que la inunda y le entreabre los labios y le hace esos ojos de niña feliz, mido cuánto le cuesta soportar que la subestime.

Reflexiono. No le digo que vamos a tener que estudiar bien su idea, porque así no más no se puede llegar por detrás de la banda de Vilmain en la ruta, con los cascos de los animales resonando sobre el macadam. Nos oirían, nos esperarían en una curva y, ¡qué blancos seríamos para ellos!

– Bravo -digo- bravo, Cati, me voy a ocupar de eso y mientras tanto no se lo digas a nadie.

– Por supuesto.

Y entusiasmada por el peso nuevo de sus virtudes, le suma la discreción:

– Vaya -dice-, me largo, veo que trabajas, te dejo.

Me levanto, bastante imprudente, pues habiendo dado vuelta a la mesa, se me echa al cuello y se me enrosca. Peyssou tiene razón: se retuerce.

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