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– ¿Te parece que forman parte de una banda? -dice Meyssonnier humedeciéndose los labios.

– Estoy seguro.

En ese momento, alguien, Peyssou creo, gritó desde las murallas del castillete de entrada:

– ¿Comte? ¿Meyssonnier?, ¿todo bien?

– Todo bien.

Necesité un buen minuto para bajar la colina de las Siete Hayas y volver a subir del otro lado. El hombre no se había movido. Estaba de pie, de cara al acantilado, con las manos detrás de la nuca. Observé que sus piernas temblaban ligeramente. La voz de Peyssou dijo detrás de la empalizada:

– ¿Abro?

– Todavía no. Espero a Meyssonnier.

Yo miraba al hombre. Un metro ochenta, tupidos cabellos negros, una nuca joven. La estatura de Jacquet, pero más delgado. Vigoroso, pero esbelto. Vestido como lo están durante la semana los jóvenes cultivadores de la región: blue-jean, botas cortas y camisa de lana a cuadros. Pero en él, esas ropas tenían un aire elegante. Su porte incluso era elegante. Y hasta en la humillante postura en que le obligaba a quedarse, conservaba su dignidad.

Cuando Meyssonnier estuvo a mi lado, le dije:

– Sácale el arma.

Apoyé el cañón de la mía contra la espalda del preso. Al momento y sin necesidad de decírmelo, levantó los brazos para ayudar a Meyssonnier a pasar la correa de su arma por encima de su cabeza.

– Fusil del ejército -dijo Meyssonnier con respeto-. Modelo 36.

Saqué mi pañuelo del bolsillo, lo plegué, y dije:

– Voy a vendarte los ojos. Baja las manos.

Se dejó hacer.

– Bueno, ahora, puedes darte vuelta.

Se dio vuelta y menos los ojos, vi por fin su cara. No más de veinte años. La mejilla afeitada pero con una barbita negra en punta cuyos bordes estaban recortados con cuidado. Un aspecto limpio y serio. Pero por supuesto, había que ver los ojos.

– Meyssonnier -digo-, recoge el fusil del muerto, y recoge también las municiones que debe tener sobre él.

Meyssonnier gruñó. Había evitado hasta ese momento mirar el cadáver y su cabeza reventada. Yo también.

– Peyssou, puedes abrir.

El cerrojo de arriba se deslizó, luego el de abajo, luego los dos cerrojos trasversales. Se oyó un chasquido: era el candado. -Otro fusil 36 -dijo Meyssonnier incorporándose.

Peyssou apareció, echó una ojeada al cuerpo, palideció bajo su piel tostada y descargó a Meyssonnier de los dos fusiles 36.

– ¿Fue el Springfield el que lo dejó en ese estado? -dijo Peyssou. Meyssonnier no contestó.

– ¿Fuiste tú el que tiraste? -siguió Peyssou al ver el Springfield en las manos de Meyssonnier.

Éste hizo que no con la cabeza.

– No, fui yo -dije irritado.

Con la mano de plano en la espalda del joven, lo empujé hacia adelante. Peyssou volvió a cerrar. Tomé al cautivo por el brazo, lo hice girar dos o tres veces sobre sí mismo antes de llevarlo a la zona sin trampas. Hice la misma operación tres o cuatro veces hasta el castillete de entrada. Peyssou y Meyssonnier me seguían sin decir palabra. Meyssonnier porque no tenía ganas de hablar después de haber vaciado los bolsillos del muerto, y Peyssou, porque yo lo había interrumpido ásperamente.

Sobre la muralla del castillete de entrada, dos de los paneles de madera que incluían los vanos de las antiguas almenas estaban abiertos, y detrás de ellos, adivinaba unas caras. Levanté la cabeza y puse un dedo en mis labios.

Colin abrió la puerta del castillete de entrada. Esperé a que la hubiera cerrado, luego largué el brazo del cautivo, llevé a Meyssonnier aparte y le dije en voz baja:

– Thomas, Miette y Cati se quedan en las murallas. Evelina también. Jacquet, le das tu arma a Miette. Tú vienes con nosotros. Menou y Falvina también.

– ¿Y por qué no yo? -dice Cati.

– Te diremos los porqués después -dijo Thomas con tono seco.

Evelina se mordía los labios, pero me miraba sin decir palabra.

– No es justo -dice Cati, en voz baja y furiosa-. ¡Todo el mundo va a ver al preso! ¡Menos nosotros!

– Justamente -digo-. No quiero que el preso las vea, ni a Miette ni a ti.

– Entonces lo vas a largar -dice con vivacidad Cati.

– Si puedo, sí.

– ¡Es el colmo, eso! -dice Cati indignada-. ¡Lo vas a largar y nosotros ni lo habremos visto!

– ¡Me ves a mí, no! -digo con rabia-. ¿No te basta? ¿Tienes necesidad de mostrarle tus encantos a ese tipo? ¡Y a un enemigo, para colmo!

– ¿Y quién ha dicho que iba a mostrarle mis encantos? -dice Cati con rabia, con las lágrimas al borde de los ojos-. ¡Ya estoy harta de oír que me digan esas cosas!

Miette, que seguía toda la escena con una intensa desaprobación, tuvo un gesto inesperado: rodeó de golpe los hombros de Cati con su brazo derecho y le tapó la boca con la mano. Cati se debatió como un puma. Pero Miette la mantuvo contra ella, dominada y muda.

Me di cuenta que Evelina me miraba. Me miraba con aire modesto y meritorio. Ella obedecía ¿no? Y sin decir nada. Me tomé el tiempo de Sonreír a esa pequeña farisea.

– ¿Vamos, Jacquet?

Jacquet estaba molesto. Le había dicho que le entregara su arma a Miette y las dos manos de Miette estaban ocupadas.

– Dale tu fusil a Thomas -dije por encima del hombro alejándome.

Oí correr detrás de mí. Era Jacquet.

– Siempre fue así -dijo a media voz cuando llegó a mi altura-. Aun a los doce años. Siempre una gata. Fue así como empezó con el padre, en El Estanque. Pero no le ha servido de lección.

Agregó:

– ¡Ah, no tiene nada que ver con Miette! ¡Ah, no!

No digo nada. No quiero dejarme arrastrar a emitir un juicio que podría ser repetido. También estoy muy contrariado. Thomas ha comprendido, pero Cati no. No todavía. La indisciplina continúa.

En la gran sala de la casa, el preso está sentado, con los ojos vendados, en el lugar de Momo. Jacquet, en la otra punta de la mesa, de espaldas a la chimenea. El día ha llegado, pero el sol aún no. La ventana más cercana al preso está entreabierta. El aire es tibio. Otra vez va a hacer un lindo día.

Hago señas a los demás que se sienten. Ocupan sus lugares acostumbrados, con el fusil entre las piernas. Las meninas se quedan de pie, la Falvina por una vez silenciosa. Es la hora del desayuno y está listo. La leche sobre el hogar ha hervido, los bols están sobre la mesa, la hogaza está ahí, con la manteca casera. Siento un súbito vacío en el estómago.

– Colin, sácale la venda.

Los ojos del preso aparecen. Parpadean con violencia y se adaptan poco a poco. Después me mira, mira a mis compañeros, mira también los bols, la hogaza, la manteca. Me gustan bastante sus ojos. También me gusta su actitud. Se comporta bien. Está pálido, pero no descompuesto. Los labios secos, pero los rasgos firmes.

– ¿Tienes sed? -digo con el tono más neutro.

– Sí.

– ¿Qué quieres? ¿Vino o leche?

– Leche.

– ¿Quieres comer?

Vacilación. Repito:

– ¿Quieres comer?

– Me gustaría.

Ha hablado en voz baja. Ha preferido la leche al vino. No es entonces un cultivador, aunque en mi opinión no se sitúa muy lejos del terruño.

Hago una seña a la Menou. Le llena un bol, y le corta una rebanada de hogaza sensiblemente más gruesa que la que le tiró al viejo Pougès. Como ya lo he dicho, tiene debilidad por los muchachos lindos. Y el preso es lindo, con sus ojos negros y su barbita en punta, también negra, que se destaca sobre su piel mate. Fuerte también, aun siendo delgado. Porque la Menou evalúa al hombre, también, en términos de trabajo.

Le pone manteca en la rebanada de hogaza y se la da. Cuando el pan aparece delante de él, el preso se da vuelta a medias para mirar a la Menou, le dirige una sonrisita filial y le dice gracias con emoción. Mi juicio está hecho, aunque todavía me envuelvo de frialdad y de circunspección. Y por la ojeada que me ha mandado Colin, veo que está completamente de acuerdo, lo que me fortifica más.

La Menou nos sirve y comemos en un profundo silencio. Me digo que si el muchachito a quien maté le hubiera hecho de estribo a nuestro preso, hubiera sido éste, en la hora actual, el que tendría el cráneo estallado. Es un pensamiento idiota, inútil, que no le puede servir a nadie, y que ahuyento porque no me hace feliz. Pero vuelve varias veces en el trascurso del desayuno y me lo estropea.

El preso ha terminado. Posa sus dos manos sobre la mesa y espera. Le ha hecho bien comer. Tiene color en las mejillas.

Y cosa extravagante, parece feliz de estar entre nosotros. Feliz y aliviado.

Lo interrogo. Responde en seguida sin la menor vacilación, sin disimular nada. Más aún, parece contento de informarme.

Nosotros lo estamos mucho menos al enterarnos de con quién es el asunto: una tropa fuerte de diecisiete hombres, comandados por un llamado Vilmain, que se las da de ex oficial de paracaidistas. Muy estructurada, la banda, en antiguos y en nuevos; siendo estos los esclavos de aquellos. Disciplina implacable. Tres castigos: apaleamiento; celda sin beber ni comer; estrangulamiento frente a las tropas. Vilmain dispone de un bazooka, con una docena de pequeños obuses, y de unos veinte fusiles.

Hervé Legrand -es el nombre del preso- nos cuenta la manera en que fue reclutado. Vilmain se apoderó de su pueblo al sudoeste de Fumel. Tuvo pérdidas durante el ataque y quiso compensarlas.

– Arramblaron con nosotros -dice Hervé-: René, Mauricio y yo. Nos llevaron a la plaza del pueblo. Y Vilmain le dijo a René: ¿estás de acuerdo con entrar en mi tropa? René dijo que no. Al punto, los hermanos Feyrac lo tiraron de rodillas y Bebella lo estranguló.

– ¿Es una mujer Bebella?

– No. En fin, no.

– ¿Descripción?

– Un metro sesenta y cinco, largos cabellos rubios, rasgos finos. Talle fino, pies y manos pequeños. Le gusta disfrazarse de mujer. Te equivocarías con él.

– ¿Y Vilmain, se equivoca con él?

– Sí.

– ¿No es el único?

– Oh, sí.

– ¿Los muchachos le tienen miedo a Vilmain?

– Sobre todo le tienen miedo a Bebella.

Y Hervé agrega:

– Es muy hábil con su cuchillo. De todos los antiguos es el que mejor lo tira.

Lo miro.

– ¿Cuando se es nuevo, cómo se convierte uno en antiguo?

– Te cito a Vilmain: nunca por antigüedad.

– ¿Cómo, entonces?

– Presentándose voluntario para ciertas misiones.

Digo con sequedad:

– ¿Es por eso que te propusiste para reconocer a Malevil?

– No. Mauricio y yo queríamos prevenirlos a ustedes y desertar.

– ¿Entonces, por qué no lo has hecho?

Contesta sin la más mínima vacilación:

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