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– Gazel es un viudo en la cincuentena. Pero entonces, si te quieres matar de risa, te vas a verlo a su casa a la mañana, a las diez, mientras hace la limpieza, con sus pelos envueltos en un turbante para que no se llenen de tierra, y te froto por aquí y te limpio por allá, y te lustro por ahí, y todo eso que no le sirve para nada, puesto que vive en el castillo! ¡Y muy contento! ¡Así por lo menos no ensucia su casa!

– ¿Y en otro aspecto?

– ¡Oh, no es un mal tipo, en el fondo, pero qué quieres, cree en eso! ¡Y venera a Fulbert! Sin embargo, si se va a vivir a Malevil, harás muy bien en desconfiarle.

Lo miro.

– No vivirá nunca en Malevil. Los compañeros me han elegido abate de Malevil el domingo a la noche.

Evelina suelta mis pulgares, se da vuelta y me mira de hito en hito con cara de susto, pero lo que lee en mi cara debe tranquilizarla porque vuelve de nuevo a su posición. En cuanto a Marcel, abre los ojos y la boca al máximo y al segundo se pone a reír a las carcajadas.

– ¡Eres igual a tu tío, vamos! -dice entre dos hipos-. ¡Y qué lástima que no vivas en La Roque! Nos hubieras desembarazado de esta chusma. Fíjate bien -dice retomando su aire serio- emprenderla con los procedimientos drásticos, ya lo he pensado, yo también. Pero aquí no puedo contar más que con Pimont. ¡Y para Pimont, tocar a un cura…!

Lo miro en silencio. Hace falta que la tiranía de Fulbert sea muy pesada como para que un hombre como Marcel tenga esa clase de pensamiento.

– Mira -dice-, ¿el último domingo no le diste pan a Fulbert, cuando partió de Malevil?

– Pan y manteca.

– Y bueno, se supo por Josefa. Esa, por suerte, es charlatana.

– Pero era para todos ustedes esa hogaza.

– ¡Ya me di cuenta, bah,!

Abre delante de él sus dos manos negras y curtidas.

– Ahí, ahí es donde estamos. Mañana, si Fulbert ha decidido que revientes, revientas. Un suponer que te niegues a asistir a la misa o a confesarte, y ya está. Tu ración disminuye. ¡Oh, no te la va a suprimir, eso no! Te la rebaja. Poco a poco. Y si protestas, lo tienes a Armand que te hace una pequeña visita a domicilio. ¡Oh, no a mi casa! -prosigue Marcel enderezándose-. Todavía tiene un poco de miedo de mí, Armand. A causa de esto.

Del bolsillo delantero de su delantal de cuero, saca el cuchillo afilado como una navaja con el que recorta sus suelas. No es más que un relámpago y lo repone en su lugar en seguida.

– Escucha, Marcel -digo al cabo de un momento-. Nos conocemos de larga data, tú y yo. Y conocías al tío, tenía estima por ti. Si quieres venir a instalarte en Malevil con la Cati y Evelina, te recibiremos con mucho gusto.

Evelina no se da vuelta, pero crispando sus dos manos sobre mis pulgares aprieta mis brazos contra su pecho con una fuerza increíble.

– Te agradezco -dice Marcel, las lágrimas apareciendo en sus ojos negros-. En verdad, te lo agradezco. Pero no puedo aceptar por dos razones: primero, están los decretos de Fulbert.

– ¿Los decretos?

– Y sí, figúrate: el señor promulga decretos, él solo, sin consultar a nadie. Y nos los lee desde el púlpito el domingo. Primer decreto (me lo sé de memoria): la propiedad privada es abolida en La Roque, y todos los bienes inmuebles, comercios, víveres y provisiones existentes en el perímetro de las murallas pertenecen a la parroquia de La Roque.

– ¡No es posible!

– ¡Espera! Eso no es todo. Segundo decreto: ningún larroqués tiene el derecho de ausentarse de La Roque sin autorización del consejo de la parroquia. Y ese consejo ¡que él ha nombrado!, está compuesto de Armand, de Gazel, de Fabrelâtre y de él mismo.

Me quedo estupefacto. La prudencia de que he dado muestras respecto de Fulbert me parece ahora muy superada. Además, demasiado he visto y bastante escuchado desde hace tres cuartos de hora como para estar convencido de que el régimen de Fulbert no encontraría más que unos pocos defensores si las cosas se estropearan con Malevil.

– Te imaginas -retoma Marcel- que el consejo de la parroquia no me dará nunca autorización para irme. Es demasiado útil, un zapatero. Sobre todo ahora.

Dije con violencia:

– Nos importa un cuerno Fulbert y sus decretos. ¡Vamos, Marcel, te mudamos y te embarcamos! Marcel sacudió la cabeza con tristeza.

– No. Y te voy a decir mi verdadera razón. No quiero plantar a la gente de aquí. Sí, ya sé; no son muy valientes. Pero de todos modos, si yo no estuviera aquí, sería aún peor. Yo y Pimont por lo menos con todo los frenamos un poco, a esos señores. Y no quiero abandonar a Pimont. Sería demasiado feo.

Y sigue:

– En cambio, si quieres llevar a Cati y Evelina, hazlo. Ya hace rato que Fulbert molesta a Cati para que vaya a cuidar de sus cosas en el castillo. ¡Me comprendes! Sin contar con Armand que le anda detrás.

Arranco mis pulgares de las manos de Evelina, la hago girar sobre sí misma y la tomo de los hombros.

– ¿Eres capaz de sujetar la lengua?

– Sí.

– Entonces, escucha, vas a hacer todo lo que te diga Cati, y ni una palabra. ¿Entendido?

– Sí -dice con la seriedad de una esposa dando su palabra.

Sus grandes ojos azules agrandados por las ojeras fijos en mí con solemnidad, me divierten y me conmueven, y tomando la precaución de inmovilizar sus dos brazos para que no se me prenda de nuevo, me agacho y la beso sobre las dos mejillas.

En ese momento; viniendo de la calle se oyen gritos, luego un ruido de corrida sobre el empedrado y aparece Cati, jadeante, en la piecita y me grita desde la puerta: -¡Venga rápido! ¡Armand va a pelearse con Colin!

Y desaparece en seguida. Salgo de la pieza a paso rápido, pero en el umbral, viendo que Marcel me sigue, me doy vuelta.

– Puesto que estás decidido a quedarte aquí -le digo en dialecto- harías mejor en no mezclarte en esto y cuidar de que la chiquita no se meta entre nuestras piernas.

Cuando llego a la carreta, Armand está en muy mala postura y vocifera. Jacquet y Thomas le han inmovilizado los dos brazos. (Thomas con una llave.) Y Colin delante de él, rojo como un gallito, blande sobre su cabeza un pedazo de caño de plomo.

– ¡Eh, basta, qué es lo que está pasando aquí! -digo en el tono más pacífico.

Dando la espalda a Colin, me pongo entre él y Armand.

– ¡Vamos, ustedes dos, suelten a Armand! Déjenlo explicarse.

Thomas y Jacquet lo liberan, en el fondo bastante contentos por mi intervención, porque hace un buen rato que han inmovilizado a Armand, y como Colin no se decide a aporrearlo, se encuentran en una posición delicada.

– Fue él -dice Armand muy aliviado él también, señalando a Colin-. Fue tu amigo el que me ha insultado.

Lo miro. Ha engordado, Armand, desde la última vez que nos vimos. Es el único en La Roque. Es alto, más alto todavía que Peyssou. Sus anchas espaldas y su cuello poderoso anuncian mucha fuerza. Y con la reputación que tenía, bastaba, antes de la bomba, con que llegara a un baile para que el baile se vaciara.

Por otra parte, a fuerza de vaciar los bailes, no encontró muchacha con quien casarse, por más que en el castillo le paguen por mes, casa, calefacción y luz gratis. Y he aquí que, a falta de esposa, ha tenido que contentarse en el burgo con las viejas cacerolas y con sopas demasiado cocinadas, lo que ha acabado de amargarlo. Es cierto que con sus ojos pálidos, sus cejas y pestañas del todo blancas, su nariz aplastada, su mentón prognato y sus granos, no es muy atractivo. Pero en fin, esa no es la cuestión. El hombre más feo encuentra siempre con quien casarse. Lo que desagrada en Armand, además de su brutalidad, es que no le gusta trabajar. Le gusta únicamente infundir miedo. Y fastidia que se dé aires de administrador y de guardamonte, no siendo ni lo uno ni lo otro. Por lo demás se ha compuesto un uniforme paramilitar que acaba por alienarle todas las simpatías: un viejo quepis, una chaqueta de terciopelo negro con botones dorados, una bombacha de montar, negra también, y botas. Y la escopeta. No nos olvidemos de la escopeta. Aunque la caza esté vedada.

– ¿Te ha insultado? -digo yo-. ¿Qué te dijo?

– Dijo: me jodes -dice Armand con resentimiento-. Me jodes, tú y tu decreto.

– ¿Has dicho eso? -digo girando sobre mí mismo y aprovechando que le doy la espalda a Armand para guiñar el ojo a Colin.

– Sí -dice Colin todavía rojo-. Lo he dicho y lo…

Lo interrumpo.

– ¡Especie de mal educado, no tienes vergüenza! -digo bien fuerte en dialecto-. Vas a retirar eso en seguida, que no hemos venido aquí para ser groseros con la gente.

– Bueno, está bien, lo retiro -dice Colin entrando por fin en el juego-. Por otro lado -sigue-, me ha llamado "pequeño boludo".

– ¿Has dicho eso? -digo dándome vuelta hacia Armand y mirándolo a la cara con severidad.

– Me puso furioso -dijo Armand.

– Bueno, vamos, vamos, exageras. Porque pequeño boludo es mucho peor que "me jodes". Y después de todo, acá nosotros somos los invitados del cura de La Roque. Con todo, Armand, no hay que exagerar. Les traemos una vaca, la mitad de un ternero, dos hogazas y un kilo de manteca, y nos tratas de pequeños boludos.

– Fue a él al que traté de pequeño boludo -dice Armand.

– Nosotros o él, es igual. Vamos, Armand, haces como él, lo retiras.

– Si eso te da un gusto -dice Armand de muy mala gana.

– ¡Bravo! -digo, sintiendo que quizá sería imprudente llevar más lejos mis exigencias-. ¡Y bueno, ya está! Ahora que ya se han arreglado, y que se puede hablar con calma, ¿de qué se trata? ¿Qué es eso, ese decreto?

Armand me lo explica, lo que me da tiempo para preparar mi respuesta.

– Y tú, con seguridad -digo a Armand cuando ha terminado-, has querido aplicar el decreto de tu cura, impidiendo a Colin mudar su negocio. Dado que su negocio, según el decreto, pertenece ahora a la parroquia.

– Así es -dice Armand.

– Y bien, muchacho, no te culpo. No has hecho más que tu deber.

Armand me mira con sorpresa y no sin desconfianza, con sus pestañas blancas parpadeando sobre sus ojos pálidos. Sigo:

– Solamente, ves, Armand, hay una dificultad. Es que en Malevil hemos promulgado también un decreto. Y de acuerdo con ese decreto, todos los bienes que eran propiedad de los habitantes de Malevil, pertenecen ahora al castillo de Malevil, sea donde sea que esos bienes se encuentren. El negocio de Colin en La Roque pertenece ahora a Malevil. Me imagino que no irás a decir lo contrario -digo a Colin con severidad.

– No digo lo contrario -dice Colin.

– A mi entender -prosigo-, es un caso especial. El decreto de tu cura no es aplicable, puesto que Colin no es larroqués, sino malevilés.

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