– De Malevil -digo con tono seco-. De Malevil, puesto que tendría que oficiar en Malevil.
No hace caso de mi interrupción. Prefiere volver a un terreno más sólido.
– Noto -prosigue con tono serio- que no has venido a confesarte. ¿Acaso eres hostil, por principio, a la confesión?
¡La trampa de la herejía, de nuevo!
– Pero de ningún modo -digo con énfasis-. Más bien es porque personalmente la confesión no me ayuda.
– ¿No te ayuda? -exclama con un aire de escándalo admirablemente representado.
– No.
Como sigo callado, sigue con tono más suave:
– Explícate, por favor.
– Y bueno, aun cuando me sean absueltos mis pecados, continúo reprochándomelos.
Por otra parte, es verdad. Es verdad que tengo ese tipo de conciencia desgraciada que se resiste a los lavados. Todavía recuerdo el hecho preciso, hace quince años, que me hizo palpar la inutilidad, en lo que a mí concierne, de la confesión. Una acción muy cruel, aunque infantil, de la que el remordimiento persiste, apenas atenuado, veinte años más tarde.
Mientras pienso así, oigo a Fulbert recitar frases de su profesión. Las recita, me parece, con mucho ardor. Cuando un laico se pone a imitar a los sacerdotes es más sacerdote que todos los sacerdotes del mundo.
Fulbert ha debido darse cuenta de que no lo escuchaba más que a medias, porque se interrumpe abruptamente.
– Total -dice- no te quieres confesar.
– No.
– En ese caso, no sé si podré admitirte a comulgar como lo deseas.
– ¿Por qué?
– No ignoras -dice con un pequeño latigazo en su voz dulce- que hay que estar en estado de gracia para recibir la comunión.
– Ah, vamos -digo- me parece que ahí, exageras un poco. No pocos sacerdotes en Francia, antes del día del acontecimiento, vinculaban ya la comunión con la confesión.
– ¡Y estaban en un error! -dice Fulbert con tono cortante.
Sus labios se fruncen, sus ojos relampaguean. Estoy impresionado. Este impostor es también, cosa extraña, un fanático. Un integrista de estilo fascistoide.
Interpreta mal mi silencio y sigue empujando el carro.
– No me pidas lo imposible, Emanuel. ¿Cómo podría darte la comunión, si no estás en estado de gracia?
– Y bueno, en ese caso -digo mirándolo en los ojos- vamos a pedir a Dios que tenga a bien ponernos en él. A mí, después de todos estos años en que he vivido alejado de los sacramentos y a ti, después de la noche que acabas de pasar en Malevil.
Es el golpe más fuerte que le puedo dar sin llegar a una abierta ruptura. Pero Fulbert debe tener un colosal aplomo, porque no rechista, no dice nada. Hasta parece que no hubiera entendido. En un sentido, ese silencio lo acusa, porque debería, si quisiera aparecer inocente, pedirme explicaciones sobre lo que quiero significar con su "noche en Malevil".
– Rezaremos, Emanuel -dice al cabo de un momento con voz profunda-. Siempre tenemos necesidad de rezar. Y yo rezaré muy especialmente para que aceptes recibir en Malevil al padre que voy a enviarte.
– Eso no depende únicamente de mí -digo con vivacidad-, sino de todos nosotros. Las decisiones son tomadas por mayoría de votos, y cuando estoy en minoría, lo acepto.
– Lo sé, lo sé -dice poniéndose de pie. Y mirando su reloj, agrega:- es tiempo de que piense en mi misa.
Me levanto también y le informo de la contrapartida que pedimos para dar una vaca a La Roque. Cuando menciono las escopetas, lanza una ojeada a la panoplia de armas que Meyssonnier ha instalado en mi pieza, parece asombrado de encontrarla vacía, pero no dice nada. En cambio, pone mala cara cuando le hablo de los caballos.
– ¡Dos! -dice con un sobresalto-. ¡Dos! ¡Me parece demasiado! No te debes imaginar, Emanuel, que no me intereso en los caballos. En realidad, le he pedido a Armand que me dé lecciones.
Conozco muy bien a Armand. Es el hombre que mete mano en todos los asuntos del castillo. Pero tiene más manos para recibir propinas que para trabajar. Además, es solapado y brutal. Y sé de qué manera monta. En el castillo tienen tres castrados y dos yeguas, pero los Lormiaux (y Armand cuando ellos no estaban) no montaban más que los castrados. Le tenían miedo a las yeguas, y sé muy bien por qué.
– Los dos que tengo en vista -digo-, son las yeguas. Nadie pudo montarlas jamás. Por otra parte, yo le había desaconsejado a Lormiaux que las comprara. Armand te lo debe haber dicho. Sin embargo, si quieres guardártelas, guárdatelas, es asunto tuyo.
– Vaya -dice Fulbert- ¿darte las dos? ¿Por una sola vaca? ¿Y además las escopetas? Encuentro que las condiciones son un poco duras.
Digo con una nada de sequedad.
– No son las mías, son las de Malevil. Han sido estipuladas por unanimidad de votos ayer a la noche y no puedo cambiarlas en nada. Si no te convienen, abandonemos la transacción.
Esta falsa ruptura de tratante de caballos lo impresiona y lo hace vacilar. Por su cara, ya sé que va a ceder. No quiere volver a La Roque con las manos vacías. Pero mira de nuevo su reloj, se disculpa y sale de mi habitación con paso rápido.
Una vez solo, me decido, como decía mi madre, a "ponerme lindo" para la misa. (¡Ah, las sesiones de rizado con mis hermanas, para la confección de unos lindos rulos!) Me saco las botas y mi pantalón de montar y me pongo, cito a la Menou, "mi completo de entierros". Es verdad que en el campo, en estos tiempos, había cinco funerales por un casamiento. Aun antes de la bomba, esta región estaba en tren de morir.
Estoy contento, sin estarlo del todo. El balance es muy positivo. He desbaratado las presiones y las maniobras de Fulbert, no me he confesado y sin embargo estoy seguro de que no me negará la comunión, ni a los demás tampoco. Quiere decir que en Malevil he impedido vincular la comunión a un interrogatorio del tipo inquisitorial como ha debido hacerlo en La Roque. He cercenado lo que se hubiera vuelto en manos tan poco escrupulosas un poder temible, y he conseguido eso sin que Fulbert pueda hacerme pasar en La Roque como un impío o un herético.
El trueque de la vaca es uno de los más importantes elementos para inscribir en mi crédito. Mas aún por los caballos que por las escopetas. Porque esas dos yeguas, Fulbert me las va a dar, estoy seguro. Por más inteligente que sea es un habitante de la ciudad, no tiene el instinto campesino. No se da cuenta que al recibir de él las dos yeguas, poseo al mismo tiempo que el único padrillo, todas las yeguas del lugar. No se da cuenta que una vez sus tres castrados muertos de su bella muerte, dependerá de mí para su remonta, y que además me concede el monopolio de la cría hípica en tiempos en que el caballo representa una fuerza de trabajo muy importante y también una fuerza militar. Se ha, pues, debilitado. Yo me he reforzado mucho. Desde ese punto de vista, a mi entender, no tengo ya miedo a nada. Salvo la traición. Y dado el hombre, no la descarto a priori. Me acuerdo del brillo de odio en sus ojos cuando hice alusión a su impostura y a su noche con Miette. Porque me vi obligado a jugar mis cartas, a descubrirme, a contestar a su chantaje con un contrachantaje. Conozco ese género de hombre: no me lo perdonará jamás.
Cuando acabo de anudar mi corbata, Thomas entra como una ráfaga. Su cara no tiene ya ni la menor huella de su acostumbrada calma. Está rojo y agitado. Sin una palabra, pasa detrás de mí, abre su ropero y toma su impermeable, su casco de motociclista, sus anteojos herméticos, sus guantes y el contador Geiger.
– ¿Y adónde te vas?
– El barómetro baja. Me parece que va a llover.
– ¡Imposible! -digo lanzando una ojeada hacia la ventana. Me dirijo a ella y la abro de par en par. El cielo, gris esta semana, se ha oscurecido mucho y sobre todo hay en el aire esa inmovilidad y esa espera que siempre preceden a la lluvia. Sin embargo, todos los días después de la bomba, hemos hecho tantas promesas para que venga que no llego a creerlo. Me doy vuelta y miro a Thomas.
– ¿Y para qué todos esos pertrechos?
– Para verificar si la lluvia no es radiactiva.
Lo miro y cuando por fin me vuelve la voz, ya no la reconozco, de tal modo ha perdido su timbre.
– ¿Puede serlo? ¿Tanto tiempo después del día J?
– Pero por supuesto. Si hay cenizas radiactivas en la estratosfera, la lluvia va a arrastrarlas. Y eso sería una catástrofe, imagínate. El agua de nuestra toma de agua se contaminaría, el trigo que has sembrado también, y nosotros mismos si nos exponemos a la lluvia. El resultado, es la muerte, dentro de algunos meses, o algunos años. La muerte a pedacitos.
Lo miro, los labios secos. No me había dado cuenta de eso. Como todos en Malevil, deseaba la lluvia para que hiciera renacer la tierra. No pensé que podía, al contrario, dos meses más tarde, terminar la obra de la bomba.
Esta muerte lenta de retardo es abominable. En este instante, estoy transido de miedo. No creo en el diablo, pero si creyera, ¿cómo no pensar que el hombre es satánico?
– Tendríamos que reunimos todos -sigue Thomas con fiebre-. Y sobre todo, recomendar a la gente que no salga cuando empiece a llover.
– ¡Pero ya están reunidos en la sala grande para la misa!
– ¡Y bueno, vamos, rápido, antes de que empiece!
No es momento para la ironía y es apenas que me roza la idea de que, después de todo, Thomas va a asistir a la misa. Sale, lo oigo y en la escalera del primer piso, me doy cuenta que me he olvidado de Peyssou en la pieza al lado de la mía, con las escopetas. Subo solo a buscarlo, en dos palabras le explico la situación, y bajamos de cuatro en cuatro. En la planta baja, al atravesar el depósito llamo a Meyssonnier, pero no lo veo por ninguna parte, Thomas ha debido ya prevenirlo y llevárselo. Atravesamos el patio a todo lo que damos, llegamos a la gran sala, la puerta está abierta, entramos y Peyssou la cierra de un golpe detrás de mí.
Veo del primer vistazo que todo el mundo está ahí, pero en mi enloquecimiento, cuento y recuento, encuentro once personas ¡una de más!, y cuento por segunda vez antes de comprender que el onceno es Fulbert.
Thomas ya les ha avisado. Me miran, pálidos, sin una palabra. Fulbert está blanco, según lo que puedo distinguir de sus rasgos, porque está de espaldas a los dos ajimeces, nuestras sillas haciéndole frente, en dos filas, del otro lado de la mesa conventual. No sé quién tuvo la idea de encuadrar su pequeño altar portátil con dos enormes velones sacados de los apliques de la bodega, pero es más bien una buena idea, porque afuera oscurece de minuto en minuto y no deja pasar más que una luz macilenta de fin del mundo.