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– Escucha, Jacquet. Hay algo que es necesario que comprendas. Es en El Estanque donde se viola, se golpea a la gente y se roba el caballo al vecino. En Malevil, no se hace nada por el estilo.

¡Con qué cara recibe esta reprimenda! Y yo, no debo estar muy dotado para hacer la moral. Lo que quiere decir, supongo, que no soy un sádico: la vergüenza del otro no me produce placer.

Corto en seco.

– ¿A tu caballo, cómo lo llamas?

– Malabar.

– Bueno. Vas a enganchar a Malabar al remolque. Hoy no vamos a poder mudar más que una parte. Volveremos mañana con Malabar, y además, con Amaranta enganchada en nuestro remolque. Haremos tantos viajes como sea necesario.

Jacquet, camino en seguida hacia la puerta, contento de hacer algo. De bastante mala gana, me parece, Thomas gira sobre sus talones para acompañarlo. Lo llamo.

– No vale la pena, Thomas. ¡Te imaginas si se va a escapar ahora!

Thomas vuelve sobre sus pasos, contento de no verse privado de la vista de Miette. Se vuelve a engolfar de nuevo. Encuentro bastante idiota su aire fascinado, olvidándome que yo mismo, hace un rato, debí tener el mismo. En cuanto a Miette, sus ojos magníficos no dejan los míos, o más exactamente mis labios de los que parece seguir, cuando hablo, todos los movimientos.

Insisto. Me preocupa que todo quede claro.

– Miette, hay algo que quiero decirte. En Malevil, nadie te forzará a hacer lo que tú no quieras.

Y como no contesta, sigo:

– ¿Has comprendido?

– Pero, seguro que ha comprendido -dice la Falvina.

Digo con impaciencia:

– Pero déjala hablar, Falvina.

La Falvina se da vuelta hacia mí:

– No puede responderte. Es muda.

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