– No puedes irte así.
– ¿Y serás tú el que me lo impedirá, se puede saber? -dijo Peyssou en tono de desafío. Hablaba con voz débil y al mismo tiempo hacía un esfuerzo lastimoso para erguir sus anchas espaldas.
No contesté nada. Sentía en las ventanas de la nariz y en el fondo de la garganta un olor soso y dulzón que me repugnaba. Cuando los dos apliques de dos velas cada uno se hubieron apagado, alguien, quizá Thomas, había encendido el aplique siguiente, de tal modo que la parte de la bodega en la que estaba yo, cerca de la boca de agua, se encontraba sumida en gran parte en la oscuridad. Necesité un tiempo para comprender que el olor que me incomodaba provenía del cuerpo de Germán tendido, apenas visible, al lado de la puerta.
Me di cuenta que me había olvidado hasta de su existencia. Peyssou, cuyos ojos no abandonaban los míos, siempre con ese aire de odio y de súplica, siguió mi mirada y a la vista del cadáver se quedó un instante petrificado. Después desvió la mirada con un movimiento rápido y avergonzado como si hubiera decidido negar lo que acababa de ver. Ahora era el único entre nosotros que estaba vestido, y aunque el camino hacia la puerta estaba libre y yo fuese del todo incapaz de cerrárselo, no se movía.
Yo seguía repitiendo con una obstinación despojada de toda clase de energía:
– Vamos, Peyssou, no te puedes ir así.
Pero hice mal en hablar, porque Peyssou pareció apoyarse en mi frase para volver a encontrar un poco de impulso, e hizo, sin darnos del todo la espalda pero sin caminar tampoco para atrás, algunos pasos al sesgo, vacilantes y torpes, hacia el lado de la puerta.
En ese momento recibí socorro de donde menos lo esperaba. La Menou abrió los ojos y dijo en dialecto, lo mismo que si estuviera sentada en el castillete de entrada, en lugar de estar tendida, desnuda y lívida, en una bodega:
– Emanuel tiene razón, muchacho, no puedes irte así. Tienes que comer algo.
– No, no -dijo Peyssou, él también en dialecto-. Gracias de todos modos. No quiero. Gracias.
Pero se inmovilizó, ya metido en la trampa de las invitaciones campesinas, con su complicado ritual de rechazo y de aceptación.
– Pero sí, pero sí -dijo la Menou avanzando paso a paso en la ceremonia acostumbrada-, no te hará mal comer algo. Y a nosotros tampoco. Señor le Coultre -prosiguió en francés dirigiéndose a Thomas- ¿podría usted prestarme su cuchillito?
– Pero si te digo que no lo necesito -le dice Peyssou, a quien esas palabras le hacían un bien inmenso y que miraba a la Menou con una infantil gratitud, como si se prendiera de ella y del mundo familiar y tranquilizador que representaba.
– Pero sí, pero sí -dijo la Menou con la absoluta seguridad de que él iba a aceptar-. Vamos, tú -dice, empujando la cabeza de Momo de arriba de sus rodillas-, sal un poco para que me levante -y como Momo se colgaba de sus rodillas gimiendo- vamos, termínala, especie de tonto -prosigue en dialecto dándole en la mejilla una buena cachetada. De dónde sacaba esas reservas de fuerza no lo sé, porque cuando se levantó, desnuda, diminuta, y esquelética, me quedé una vez más estupefacto ante su frágil apariencia. Sin ninguna ayuda, sin embargo, deshizo el nudo de la cuerda de nylon de donde colgaba uno de los jamones suspendidos sobre nuestras cabezas, lo hizo bajar y lo desató, en tanto que Momo, con el rostro blanco y aterrorizado, la mirada lanzando unos grititos de llamada como si fuera un bebé. Cuando volvió hacia él y para quitarle el forro puso el jamón sobre el tonel encima de la cabeza de su hijo, éste dejó de lloriquear y se puso a chupar el dedo, como si de golpe hubiera regresado al estadio infantil.
Miraba a la Menou mientras cortaba con mucho trabajo lonjas bastante gruesas, del jamón apoyado en el tonel, con el mango mantenido con firmeza por su flaca mano. Con más exactitud, yo miraba su cuerpo. Como ya lo había previsto no usaba corpiño y en el lugar de los pechos tenía dos bolsillitos flácidos y arrugados. Debajo de su vientre ya estéril los huesos de su pelvis sobresalían, sus omóplatos también y sus nalgas, más flacas que las de una mona, tenían el grosor de un puño. Generalmente, cuando yo decía "la Menou" era un nombre cargado del afecto, de la estima y de la irritación que sellaban nuestras relaciones. Y hoy, viéndola desnuda por primera vez, me daba cuenta que "la Menou" era también un cuerpo, quizás el cuerpo de la única mujer que había sobrevivido, y comprobando su decrepitud sentía una infinita tristeza.
La Menou juntó las lonjas de jamón en su mano derecha como un abanico de cartas e hizo su distribución comenzando por mí y terminando con Momo. Éste se apoderó de su parte con un gritito salvaje y se la metió entera en la boca empujándola con los dedos. En seguida se puso escarlata y sin duda se hubiese sofocado si su madre, abriéndole a la fuerza las mandíbulas, no hubiera zambullido su mano menuda hasta el gaznate para desobstruirlo. Después de eso, con la ayuda del cuchillo de Thomas, cortó la lonja húmeda de baba en pedacitos y los llevó uno a uno a la boca de Momo, retándolo y pegándole cada vez que él le mordía los dedos.
Yo miraba vagamente esta escena, sin sonreír y sin sentir asco. Desde el momento en que tuve el jamón en mano, la saliva había inundado mi boca, y sosteniendo la lonja con las dos manos, me puse a desgarrarla con los dientes con apenas un poco menos de glotonería que Momo. Era muy salada y comer toda esa sal al mismo tiempo que el cerdo al cual se incorporaba me dio una sensación de increíble bienestar. Observé que mis compañeros, incluso Peyssou, comían con la misma voracidad, alejándose un poco unos de otros y lanzando a su alrededor miradas casi hurañas como si tuvieran miedo de que los demás les quitaran su parte.
Terminé mucho antes que los otros, y buscando con la mirada el estante de las botellas llenas, comprobé que estaba vacío. No fui pues el único en calmar mi sed, lo que me alegró, porque comenzaba a sentir remordimientos por haber usado la tina tanto tiempo. Tomé dos botellas vacías, me dirigí hacia la embotelladora, las llené y distribuyendo nuevamente los vasos, y esta vez sin prestar la más mínima atención al que había manipulado Momo, serví vino a la ronda. Mientras bebían como habían comido, sin decir una palabra, mis compañeros tenían fijos sus ojos hundidos y parpadeantes sobre el jamón que reposaba de plano sobre el tonel contra el cual la Menou se había apoyado para cortarlo. Ésta comprendió las miradas pero no se dejó enternecer. Cuando hubo terminado su vaso, envolvió de nuevo el jamón con gestos de una inflexible precisión y lo volvió a poner en su lugar, fuera de alcance, encima de nuestras cabezas. Con excepción de Peyssou, todavía estábamos desnudos, y de pie, silenciosos, a medias encorvados por la fatiga, con los ojos fijos con avidez en la carne colgada de la bóveda oscura, no éramos demasiado diferentes de los homínidos que habían vivido, no lejos de Malevil, en la gruta de los mamuts de los Rhunes, en los tiempos en que el hombre apenas se diferenciaba del primate.
Las rodillas y las palmas de las manos todavía me dolían, pero las fuerzas y la conciencia volvían ambas a mi cuerpo y observaba hasta qué punto hablábamos poco y con qué cuidado evitábamos comentar el acontecimiento. En el mismo instante, y por primera vez, me sentí un poco molesto de estar desnudo. La Menou debió sentir lo mismo, porque dijo a media voz con aire de desaprobación.
– ¡Y cómo estoy, con todo!
Había hablado en francés, lenguaje de los sentimientos oficiales y corteses. Empezó en seguida a vestirse, imitada por todos, y prosiguió en dialecto, en voz alta y con un tono completamente distinto: -y no tan bien hecha como para tentar al mundo.
Mientras me volvía a poner la ropa, miraba de reojo a Colin y a Meyssonnier, y lo menos que podía, a Peyssou. La cara de Meyssonnier estaba estirada a lo largo, hundida y lampiña, y sus ojos pestañeaban sin parar. La de Colin tenía aún su sonrisa en góndola, pero extrañamente artificial y fija, y sin ninguna relación con la angustia que se podía leer en sus ojos. En cuanto a Peyssou, que ya no tenía razón para quedarse, habiendo bebido y comido, no tenía cara de irse y yo evitaba con cuidado parecer como que lo miraba, para no volverlo a poner en movimiento. Sus gruesos labios temblaban, sus anchas mejillas estaban recorridas de tics, y con los brazos colgando, las rodillas ligeramente dobladas, parecía vacío de toda voluntad y de toda esperanza. Notaba que dirigía frecuentes miradas a la Menou, como si esperara de ella que le dictara lo que tenía que hacer.
Me acerqué a Thomas. Lo veía bastante mal, dado que esta parte de la bodega estaba a oscuras.
– ¿En tu opinión -dije en voz baja- es peligroso salir?
– Si quieres decir desde el punto de vista de la temperatura, no. Ha bajado.
– ¿Hay otro punto de vista?
– Por supuesto. Las lluvias.
Lo miré. No había pensado en las lluvias. También noté que Thomas no tenía ninguna duda sobre la naturaleza del acontecimiento.
– ¿Entonces, es mejor esperar?
Thomas se encogió de hombros. Su rostro estaba sin vida y sin voz, taciturno.
– Las lluvias, puede haberlas dentro de un mes, dos meses, tres meses…
– ¿Entonces?
– Si me permites ir a buscar el contador Geiger de tu tío en tu armario, sabremos a qué atenernos. Al menos por el momento.
– ¡Pero te vas a exponer!
Su cara se quedó tan inmóvil como un bloque de piedra.
– Sabes -dijo con la misma voz opaca y mecánica- de todos modos nuestras posibilidades de supervivencia son muy limitadas. Ni flora, ni fauna, esto no puede durar mucho.
– Más bajo -dije al observar que, sin atreverse a acercarse, los compañeros parecían prestar oído.
Sin una palabra, saqué de mi bolsillo la llave del armario y se la tendí. Luego, Thomas, con lentitud, se puso el impermeable y su casco de motociclista, sus gruesos anteojos herméticos y sus guantes. Así equipado, tenía un aspecto bastante pavoroso, dado que su impermeable y su casco eran negros.
– ¿Es una protección? -dije yo con voz apagada, tocándolo con la mano.
Sus ojos detrás de los anteojos siguieron taciturnos, pero una ligera mueca desfiguró sus rasgos extáticos.
– Digamos que de todas maneras es mejor que estar con el cuerpo al aire.
Después que se fue, Meyssonnier se acercó a mí.
– ¿Qué va a hacer? -dijo en voz baja.
– Medir la radiactividad.
Meyssonnier me miró con sus ojos hundidos. Sus labios temblaban.
– ¿Piensa que es una bomba?