Digo, con una voz que espero sea lo suficientemente fuerte como para que llegue más allá de la gran puerta ojival detrás de Fulbert:
– Me doy cuenta que les debo una explicación. Los cuatro guardias armados que ustedes ven a mi lado son bravos muchachos reclutados a la fuerza por Vilmain. Dos de ellos se pasaron a mi bando antes del combate y los otros dos entraron a mi servicio en seguida después. Estos cuatro son los únicos sobrevivientes de la banda. Vilmain, a la hora actual, ocupa dos metros cuadrados como mucho del territorio de Malevil.
Hay una algarabía estupefacta que domina la voz de Marcel.
– ¿Quieres decir que está muerto?
– Es eso lo que quiero decir. Juan Feyrac está muerto. Vilmain está muerto. Y con la excepción de estos cuatro que se han convertido en nuestros amigos, todos los otros han sido muertos.
En el mismo instante, la gran puerta ojival del fondo de la capilla se abre a medias, y uno por uno, Meyssonnier, Thomas, Peyssou y Jacquet penetran en la capilla, con el arma en la mano. Digo penetran, no es una irrupción. El movimiento es calmo y aun lento. No siendo por sus fusiles, podrían pasar como pacíficos. Avanzan algunos pasos por el corredor central y al punto con la mano les hago señas de pararse. Mis guardias, que por otra señal se han puesto de pie y se han reunido en torno de mí, tampoco avanzan. Hay un momento de estupor, luego la concurrencia se pone a aullar amenazas de muerte contra Fulbert. Sólo los dos grupos armados que, a cada extremo cierran el corredor central, se callan.
Todo sucede en un cuarto de segundo. Al chirrido que hace la puerta ojival, Fulbert gira sobre sí mismo, su última ilusión desaparece. Cuando de nuevo se da vuelta de mi lado con el rostro convulso, me ve con mis guardias cerrar la red adonde está preso. Sus nervios no pueden soportar una caída tal después de toda la esperanza con que lo había nutrido. Y cede. No tiene otro pensamiento que el de huir, huir físicamente, de la gente que lo acorrala. Concibe el proyecto pánico de escapar por la puerta lateral atravesando por una de las filas de la derecha. Y en su ceguera, se precipita por la que está ocupada por Marcel, Judith y las dos viudas. Marcel ni siquiera le da un puñetazo. Lo rechaza con el plano de la mano, pero eso sin contar con la fuerza de su brazo y Fulbert es proyectado con violencia al suelo en el corredor central. Un estruendo salvaje estalla. La multitud brota de todas las filas tirando al suelo las sillas y Fulbert desaparece bajo una jauría de furiosos aglutinados a su alrededor. Lo oigo gritar dos veces. Veo en la otra punta del corredor la cara asqueada y horrorizada de Peyssou y con sus ojos fijos en los míos para preguntarme si debe intervenir. Le hago que no con la cabeza.
La justicia popular no es agradable de ver, pero en este caso, me parece justa. Y no voy hacer el gesto, hipócritamente, de detenerla o de lamentarla, cuando he hecho todo lo posible para ponerla en movimiento.
Cuando los gritos de los larroquenses se apaciguan, sé muy bien que no tienen entre sus manos más que un cuerpo inerte. Espero. Y poco a poco, veo el racimo deshacerse alrededor de Fulbert. La gente se separa, vuelven a sus lugares, ponen las sillas en pie, unos todavía rojos y sin aliento, otros, me parece, bastante avergonzados, con los ojos bajos, con aire abatido. Unos y otros hablan en pequeños grupos. No escucho lo que dicen. Miro el cuerpo abandonado en medio del corredor central. Hago señas a mis compañeros de acercarse. Avanzan y al avanzar, contornean el cuerpo sin mirarlo. Sólo Thomas se detiene para examinar a Fulbert.
No hablamos, aunque los nuevos se hayan alejado por discreción. Cuando Thomas, que se ha arrodillado, se levanta, y viene hacia mí, doy dos pasos hacia él para separarme del grupo.
– ¿Muerto? -digo en voz baja.
Él inclina la cabeza.
– Y bueno -digo en el mismo tono-. Debes estar contento, conseguiste lo que querías.
Me mira largamente. Y en su mirada, hay esa mezcla de amor y antipatía que siempre me ha testimoniado.
– Tú también -dice con tono breve.
Subo de nuevo los escalones del coro. Me doy vuelta hacia la sala y reclamo silencio, y digo:
– Burg y Jeannet irán a llevar el cuerpo de Fulbert a su cuarto. El señor Gazel hará el favor de acompañarlo para velarlo. En cuanto a nosotros, les propongo que reanudemos nuestra Asamblea dentro de diez minutos. Juntos tenemos que tomar decisiones que interesan a La Roque y a Malevil.
La algazara al principio es ahogada, pero se intensifica desde que Burg y Jeannet se llevan a Fulbert, como si con él se borrara el acto colectivo que le quitó la vida. Pido a mis compañeros que se las arreglen para alejar de mí con gentileza a las personas que quisieran rodearme. Tengo por delante dos o tres conversaciones urgentes que piden un cierto secreto.
Bajo los escalones y me dirijo hacia el grupo opositor, el único que demostró valor en la prueba y en el triunfo, dignidad, porque ninguno de ellos tomó parte en el linchamiento, ni el mismo Marcel. Después del golpe que rechazó a Fulbert, ni se ha movido de su fila, lo mismo que Judith, las dos viudas y los dos cultivadores de los que me entero que uno se llama Faujanet y el otro Delpeyrou. Son los medrosos los que han matado a Fulbert.
Inés Pimont y María Lanouaille me abrazan, Marcel tiene pequeñas lágrimas redondas que corren por su cara tan curtida como su cuero. Y Judith, más hombruna que nunca, ne palpa el brazo diciéndome:
– Señor Comte, usted ha estado magnífico. Vestido todo de blanco parecía salir del vitral para abatir al dragón.
Mientras habla, me tritura el bíceps derecho con su mano fuerte; observaré de ahí en adelante, que no puede hablar con un hombre todavía en edad de agradarle (lo que, teniendo en cuenta la suya, supone una amplia elección) sin palparle los miembros superiores. Recuerdo que ella se me presentó por primera vez como "soltera" y al agradecerle, me pregunto si, después del día del acontecimiento ha seguido insensible a las espaldas hercúleas de Marcel, y Marcel, indiferente ante su fuerte encanto. Hablo sin ironía, porque verdaderamente tiene encanto.
– Escuchen -les digo, bajando la voz y llevándolos aparte, lo mismo que a Faujanet y Delpeyrou al cual le estrecho largamente la mano-, tenemos realmente poco tiempo. Tienen que organizarse. No pueden dejar que esos ex chupamedias de Fulbert dirijan La Roque. Van a proponer la elección de un consejo municipal. Pongan acto continuo sus seis nombres sobre un pedazo de papel y presenten en seguida su lista. Nadie se atreverá a oponerse a ustedes.
– No pongan mi nombre -dice Inés Pimont.
– Ni el mío -dice enseguida María Lanouaille.
– ¿Y por qué?
– Habría muchas mujeres y eso les molestaría. Pero la señora Médard, sí. La señora Médard es profesora.
– Llámeme Judith, pequeña -dice Judith poniéndole la mano sobre el hombro. -A las mujeres también las palpa.
– ¿Cómo se le ocurre que me voy a atrever? -dice Inés enrojeciendo.
La miro. Encuentro agradable esa fina piel de rubia que se colorea.
– ¿Y el alcalde? -dice Marcel-. La única de nosotros que sabe hablar aquí, es Judith. No es para ofenderla -dice mirándola con una tierna admiración- pero a una alcaldesa, ellos no lo aceptarán nunca. Sobre todo -agrega, mezclando el "tú" con el "usted" (lo que lo hace enrojecer)-, sobre todo que tú tampoco hablas el dialecto.
– Les voy a preguntar algo -digo yo en seguida-. ¿Aceptarían ustedes como alcalde a alguno de Malevil?
– ¿Tú? -dice al punto Marcel con esperanzas.
– No, yo no. Yo pensaba en alguien como Meyssonnier.
Veo con el rabo del ojo que Inés Pimont está un poco decepcionada. Tal vez esperaba algún otro nombre.
– Bueno -dice Marcel-, es serio, honesto…
Yo agrego:
– Y tiene conocimientos militares que pueden serles muy útiles para organizar su defensa.
– Yo lo conozco -dice Faujanet.
– Yo también -dice Delpeyrou.
No hablarán más. Miro sus caras francas, cuadradas, curtidas. Ese "yo lo conozco" no implica ninguna reserva.
– Con todo -dice Marcel.
– ¿Por qué, "con todo"?
– Bueno, es un comunista.
– Vamos, sea serio, Marcel -dice Judith-. ¿Qué es un comunista sin el partido comunista?
Ella habla con una voz muy articulada de profe que, si yo tuviera con ella vínculos cotidianos, me atacaría un poco los nervios, pero que parece impresionar mucho a Marcel.
– Es verdad -dice, sacudiendo su cabeza calva-. Es verdad, pero de todos modos no tendría que haber una dictadura acá, ya la hemos probado bastante, a la dictadura.
Yo digo secamente:
– No es el estilo de Meyssonnier. Absolutamente para nada. Hasta es una injuria el suponerlo.
– No hay ofensa -dice Marcel.
– Y te olvidas que ahora vamos a tener los fusiles -dice Faujanet.
Miro a Faujanet. Tiene una cara rigurosamente cuadrada, del color de la tierra cocida. Los hombros también son cuadrados. Nada sonso, el muchacho. Admiro que haya expuesto el problema de los fusiles suponiéndolo resuelto.
– Yo supongo -dije- que la primera decisión del consejo municipal va a ser armar a los larroquenses.
– Así vamos bien -dice Marcel.
Cambiamos miradas. Hemos llegado a un acuerdo. Y Judith ha demostrado, cosa que me sorprende, mucho tacto. Ha intervenido muy poco.
– Bueno -digo yo, con una rápida sonrisa- no me queda otra cosa ahora que convencer a Meyssonnier.
Los dejo, me alejo, luego volviendo sobre mis pasos, le hago señas a María Lanouaille para que me venga a hablar. Lo que hace en seguida. Es una morenita, treinta y cinco años, redonda, y firme. Y allí, mientras levanta su cabeza hacia mí, esperando que le revele mis propósitos, siento un poderoso, un violento deseo de tomarla en mis brazos. Como nunca he flirteado con ella ni concretado nada, no sé a qué atribuir este súbito impulso, si no a la sed de reposo del guerrero. Pero reposo está mal dicho. Hay ocupaciones más descansadas. El amor es también una lucha, pero que debe parecer a mi profundo instinto más positiva que ésta en que estoy sumergido, puesto que da la vida en lugar de sacarla.
Mientras tanto, hasta reprimo el deseo, como lo hubiera hecho la gran palpadora, de apretar su redondo y bonito bíceps, que es sin embargo muy tentador, ya que su vestido no tiene mangas.
– María -digo con voz un poco ahogada-. Tú conoces a Meyssonnier, es un hombre simple. No va a querer vivir en el castillo. Tú tienes una casa grande. ¿No quisieras tomarlo en tu casa?
Me mira con la boca abierta. Que no haya dicho "no" en seguida me da coraje.