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– No -repliqué con firmeza.

– Iremos costeando hasta el Estartit.

– Déjalo estar -dijo ella-. Es tonto y cabezota.

Me dolió oírle pronunciar estas opiniones vejatorias, porque yo me jactaba para mis adentros de haberle causado una buena impresión. Pero no dije nada.

– Vaya -dijo el enmascarado-, ¿y ahora qué hacemos, nena?

Al oír lo cual, se volvió el chófer a nosotros y exclamó:

– ¡Oiga, a mí no me llame usted nena, porque no se lo consiento!

– ¡Si no me refería a usted, hombre! Ocúpese de conducir y no se meta donde no le llaman -repuso el enmascarado, y dirigiéndose a mí, añadió en voz baja-: Estos negros malolientes son de lo más susceptibles; se creen que todo el tiempo estamos hablando de ellos en términos despreciativos.

Luego, alzando de nuevo la voz, añadió:

– En cuanto a lo nuestro, ¿qué más le puedo decir para hacerle cambiar de idea? Nuestra decepción es grande. ¡Teníamos tantas esperanzas puestas en usted! No crea que nos ha sido fácil encontrarle. Llevamos mucho tiempo haciendo indagaciones. Hemos removido cielo y tierra hasta dar con usted, en quien concurren las características más idóneas para este tipo de trabajo por la fama de que goza en el barrio, por el modo ejemplar con que está labrándose un futuro al frente de su magnífica peluquería, y, por supuesto, por las peculiaridades de su pasado…

– ¿Mi pasado? -exclamé.

– Fue ella -respondió el enmascarado señalando a la chica con el cañón de la pistola- quien pensó que un hombre con sus antecedentes no desdeñaría una proposición… Usted ya me entiende.

La miré y ella me guiñó el ojo. Con aquello no había contado yo: me tenían atrapado. Pues si algún lector ignora todavía cuál fue o ha sido mi trayectoria vital y tal vez sea la verdadera naturaleza de mi ser, aclararé que en mi infancia, adolescencia y juventud fui lo que podríamos llamar, y de hecho se llama, un facineroso. El destino me hizo nacer y crecer en un medio donde no se concedía al trabajo honrado, la castidad, la templanza, la integridad moral, las buenas maneras y otras cualidades encomiables el valor que tienen, ni yo supe vérselo por mi propia cuenta, ni aprendí a fingirlas hasta que fue tarde. De buena fe, convencido de que tal era el proceder habitual de las gentes, cometí innumerables fechorías. Luego, cuando las personas encargadas de velar por la salvaguardia de la virtud, el sosiego de la vida, el amparo de las buenas costumbres y la armonía entre los hombres (la bofia) fijó en mí su atención y ejercitó sus métodos conmigo, siendo yo la más débil de ambas partes, hube de prestar algún servicio a la comunidad (soplón) que no me granjeó la inclinación de nadie y sí la animadversión de muchos. Finalmente, cuando me llegó la hora de comparecer ante la justicia y rendir cuentas de mis acciones, cuanto se hubiera podido alegar a mi favor era tan endeble y su posible incidencia en el fallo tan escasa, que mi abogado se limitó a enviar al tribunal una postal desde Menorca. Con todo, mi propio testimonio, lo bien fundamentado de mis exposiciones, el sincero arrepentimiento de que di muestras, el trato respetuoso, incluso cordial, para con el magistrado, el fiscal y los testigos, y en términos generales lo razonable de mi comportamiento durante las dos semanas que duró la vista, debieron de hacer mella en el ánimo de la judicatura, porque no fui condenado, como temía, a pena de prisión, sino sólo a seguir un tratamiento psicológico, conducente a mi pronta reinserción en el seno de la sociedad, en un establecimiento correctivo de los llamados por el vulgo manicomio. Allí, sin embargo, las cosas no anduvieron de la mejor manera: leves roces con el personal auxiliar especializado (matones) y algún malentendido con el doctor Sugrañes, que en su calidad de director del centro debía determinar, a la luz de sus conocimientos (y el correspondiente soborno), el momento de mi curación y la restitución de mi libertad, hicieron que mi estancia allí se prolongara de semana en semana y luego de mes en mes y finalmente de año en año, hasta que un buen día, perdida ya por mí toda esperanza de volver a ver el mundo exterior y sus honrados y cuerdos pobladores, sucedieron los hechos que se narran en el arranque de este libro. Fácilmente comprenderá el lector que aún los recuerde (dichos hechos), a la vista del largo pero fructífero camino hacia la regeneración por mí seguido desde entonces, cuan poco deseaba, cuánto temía, verme a pique de perder una situación sobre cuya solidez en el fondo nunca había abrigado una total certeza. ¿Acaso?, me preguntaba, ¿no perderé, de salir mis secretos a la luz, el respeto de mis conciudadanos, y éstos, con sobrada razón, con lógico recelo, no rehusarán (acaso) poner en mis manos criminales sus cabellos? Por otra parte, ¿qué podía perder accediendo a la moderada petición de aquellas personas necesitadas de una ayuda que, todo sea dicho, estaban dispuestos a retribuir en metálico y quién sabe si también en muy apetitosas especies?

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Cuanto antes, mejor -respondió el enmascarado-. Si le parece bien, esta misma noche.

– Me parece bien -dije yo-. No perdamos más tiempo y díganme qué debo hacer.

Al oír estas resueltas palabras sonrió la nena, suspiró el enmascarado bajo su caperuzón y hasta el chófer masculló: ¡Arbucias!, lo que confirmó mi suposición de ser en efecto un inmigrante. A renglón seguido, tras el solazado interludio, siguió el enmascarado diciendo:

– El asunto no tiene complicación. Como la nena ya debe de haberle dicho, se trata de sustraer unos documentos. Estos documentos se encuentran en una carpeta de color azul que está en el cajón derecho de la mesa de despacho del jefe, también llamado Executive Director en el organigrama de la empresa. Por supuesto, para acceder a dicha mesa es preciso entrar en el edificio de la empresa. Eso tampoco ofrece complicación. En el edificio no hay nadie por las noches, y menos un sábado cuando hace la calor, salvo el guardia de seguridad que se encuentra en una garita del vestíbulo. El guardia de seguridad dispone de un circuito cerrado de televisión para controlar desde su puesto todos los despachos del edificio. Un programa preestablecido hace que los despachos vayan apareciendo en el monitor del guardia de seguridad con una frecuencia y en un orden invariables. Una lucecita roja que se enciende cuando empieza a funcionar la cámara de televisión le permitirá eludir este burdo sistema de detección. También hay una alarma que se desconecta mediante una combinación de cinco dígitos. En este papel encontrará dicha combinación. Memorice la combinación pero no pierda el papel, por si se le olvida. En este otro papel figura un croquis del edificio que le permitirá orientarse. Las puertas de los despachos permanecen abiertas para que las mujeres de la limpieza puedan pasar el mocho. La puerta del despacho del jefe, donde está la mesa y la carpeta azul, es la única que debería estar cerrada por razones de seguridad, pero he dispuesto las cosas de modo que esta noche no lo esté. Lo demás corre de su cuenta. ¿Alguna pregunta?

– ¿Cómo entraré en el edificio si hay un guardia en la puerta?

– Por la puerta del garaje -respondió el enmascarado-. Se acciona por mediación de un dispositivo que emite ultrasonidos. Del garaje arranca una escalera auxiliar que permite acceder directamente a todos los pisos del edificio.

– ¿Hay perros? -volví a preguntar.

– No -masculló secamente-. Y deje ya de hacer preguntas, caramba. Ofreces trabajo a un charnego y lo primero que hace es poner pegas.

– ¿Y la pasta?

– Contra entrega de los documentos -dijo el enmascarado.

*

El chófer detuvo el coche en una calle recoleta, arbolada y solitaria de la Bonanova, bajo una farola que como todas las de este opulento y distinguido barrio se caracterizaba por tener fundidas las bombillas. Apagó el motor del coche y nos quedamos los cuatro en penumbra y en silencio, si bien no por mucho tiempo.

– Es aquí -dijo el enmascarado señalando un moderno edificio de cristal ahumado y algún otro material-. ¿Recuerda las instrucciones?

Respondí afirmativamente mientras trataba de reconocer el terreno. Distraído por las instrucciones que me habían ido dando durante el trayecto, no me había fijado bien en el camino que acabábamos de recorrer, pero advertí que nos hallábamos en la calle del Proctólogo Zambomba, frente al número 10. La tranquilidad de la calle contrastaba con el fragor procedente de la Vía Augusta, cuya existencia se hacía patente al doblar la esquina. Guardé estos datos en la memoria por si más adelante había de regresar al lugar del crimen.

– Son las doce y veintitrés -prosiguió el enmascarado-. Dispone de veinticinco minutos para llevar a cabo la maniobra. Emplear más en ella sería un riesgo, por no decir un lujo. Veintitrés y veinticinco hacen cuarenta y ocho. A esta hora precisa, o sea, a las doce y cuarenta y ocho en punto, le estaremos esperando en este mismo sitio. Sincronicemos nuestros relojes.

En esta operación perdimos bastante tiempo, porque hubo que adaptar todos los relojes, incluso el del coche, a los caprichos del mío, que un moro mal afeitado me había vendido por diez duros en un andén del metro y que no poseía la virtud de la regularidad. Finalmente la chica suspiró y dijo:

– Los hombres valientes me vuelven loca, pero vete ya.

Animado por esta declaración, me apeé y el coche se puso en marcha y desapareció de mi vista al doblar la primera esquina. Mucho piropo, pero a la hora de la verdad siempre me dejan solo.

Con paso tranquilo rodeé el edificio. La entrada principal estaba situada en la confluencia de la calle donde habíamos estacionado y la Vía Augusta, y consistía en una puerta de cristal en la que figuraba grabado al ácido el nombre de la razón social: El Caco Español, S.L, y a través del cual podía verse el espacioso vestíbulo, la garita del guardia de seguridad y al propio guardia de seguridad, un individuo uniformado, al menos de cintura para arriba, quedando el resto oculto por el mostrador, y dedicado a la sazón a la lectura de un libro bastante grueso, de tapas amarillas. De cuando en cuando levantaba los ojos del libro y los fijaba en un monitor de televisión. Acabé de dar la vuelta al edificio y llegué a la entrada del garaje, situada en una callejuela lateral y protegida del exterior por una verja primero y una compuerta después. Esto no debía ser ni fue obstáculo para quien disponía (era mi caso) del correspondiente pulsador. Accioné, pues, el pulsador y se deslizó la verja horizontalmente por su riel y la compuerta por el suyo verticalmente. Una vez dentro, volví a presionar el pulsador y las puertas recobraron su (falsa apariencia de) regularidad. El lugar donde me hallaba estaba por completo a oscuras y olía a la mezcla de humedad, carburante y sobaco de gorila que caracteriza a los garajes cerrados y a veces también a los abiertos. Ni faltaba en el suelo de aquél una espesa capa de aceite y lubricante en la que resbalaron mis elegantes mocasines. Di en tierra y me deslicé, ora decúbito lateral, ora supino, ora prono, hasta chocar con la pared del fondo. No quise ni pensar cómo se me habría puesto el traje verde jaspeado, mezcla de fibra y viscosa, que casualmente y a falta de otro llevaba aquel día. Era increíble que un edificio tan ostentoso y emblemático tuviera así de puerco el suelo del garaje, pensé mientras me desplazaba procurando no volver a resbalar y buscando a tientas la puerta de acceso a la escalera señalada en un croquis donde todo parecía más sencillo y más a mano que sobre el terreno. Di con ella y la abrí girando el pomo. Dentro seguía estando oscuro como boca de lobo, pero con la puntera de los mocasines palpé el arranque de unos escalones, lo que me confirmó que estaba en el buen camino. Inicié el ascenso. Los peldaños eran o simulaban ser de metal y a cada paso sonaban como si yo pesara seis toneladas (no paso de los sesenta y cuatro kilos) y no anduviera con el máximo sigilo. Entre el ruido y la oscuridad me hice un lío y al cabo de un rato me di cuenta de que no sabía en qué piso estaba. Habría encendido una cerilla, pero tal como llevaba el traje de pringado me exponía a convertirme en una antorcha humana. Volví a bajar y emprendí de nuevo la ascensión procurando contabilizar rellanos y descansillos. Cuando calculé haber llegado al cuarto piso y hube dado con su correspondiente puerta, la abrí y entré. Hasta el momento no había tropezado con ningún obstáculo, porque siendo aquella escalera salida de emergencia, todo estaba dispuesto para la diligente evacuación del edificio. Así daba gusto trabajar.

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