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Eduardo Mendoza

La aventura del tocador de señoras

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Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi local de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo. Pero aunque con esta súbita aparición dio comienzo la aventura que me propongo relatar a renglón seguido, no dispondría el lector de los datos necesarios para comprender bien sus entresijos si no los retrotrajese (al lector y el relato) a un momento anterior, e incluso a sucesos previos, y no expusiese del modo más sucinto un prolegómeno.

El momento anterior al que he aludido fue aquel en que vinieron a decirme que nuestro querido director, el doctor Sugrañes, el compasivo, el misericordioso, me convocaba sin demora a su despacho. Al que acudí con más extrañeza que miedo, ya que por aquellas fechas el doctor Sugrañes no se dejaba ver de nadie, y menos de mí, a quien no había dirigido una palabra ni un ademán ni una mirada en los últimos tres o cuatro años, es decir, desde que se dio por archivado mi caso o, por lo menos, desde que fue traspapelada primero y definitivamente perdida luego la carpeta que contenía la documentación de referencia, de resultas de lo cual cayó sobre mi persona física y jurídica un espeso silencio administrativo en el cual ni mi voz ni mis escritos ni mis actos habían logrado abrir la menor brecha. La causa de mi encierro había sido olvidada de antiguo y como no había argumento alguno que la pusiera en cuestión, salvo los míos, y como sea que mi pasado remoto, mi aspecto externo y algunos episodios aislados de mi vida reciente (dentro y fuera de los muros del establecimiento) no favorecían mi credibilidad, sino todo lo contrario, nada hacía prever que mis días en aquel honorable hospedaje fueran a concluir, salvo de modo harto macabro.

– Pase, pase, distinguido caballero, y sírvase tomar asiento. ¿A qué debo el honor de su visita? -fueron las palabras que acogieron mi silueta bajo el dintel.

El doctor Sugrañes, sobre quien el altísimo ha derramado sus dones a porfía, había rebasado de largo la edad de la jubilación y hacía mucho que se deslizaba por la ladera descendente de la vida haciendo slalom. Desmemoriado, sordo, cegato, lelo y flojo de remos, pero sin renunciar a una micra de su autoridad ni perder un ápice de su fiereza, continuaba aferrado a su cargo (agregando así a su pensión la paga íntegra, los pluses, los puntos, los trienios y otras gabelas) hasta tanto sus superiores, siempre enzarzados en asuntos de mayor gravedad, se percataran de ello.

En realidad, había transcurrido más de un lustro desde la última vez en que las otrora autoridades, hoy apodadas instituciones, se habían ocupado de nosotros. Creo recordar que fue una calurosa mañana de verano cuando el excelentísimo e ilustrísimo ayuntamiento, la celebérrima y dos veces preclara diputación provincial, las integérrimas y esforzadísimas consejerías de sanidad y bienestar social, el prudentísimo y garbosísimo arzobispado, la avispadísima y gentilísima audiencia territorial, la pulquérrima y divertidísima dirección general de prisiones, la famosísima y muy gallarda jefatura superior de policía, el prestigiosísimo y trascendidísimo departamento de rehabilitación de delincuentes y personas descarriadas y la fábrica de productos dietéticos El Miserere, que financiaba la expedición, enviaron a sus representantes a que nos vieran. Luego nos dijeron que les habíamos causado muy buena impresión. Bien es verdad que la víspera de la visita los más (por así decir) volubles de nosotros habían sido encerrados en las nuevas celdas insonorizadas y que los demás no pudimos hacer uso de las pancartas, manifiestos, pliegos y octavillas que traíamos bajo las batas, porque durante el trayecto los miembros de la comisión visitadora habían sido obsequiados por la empresa patrocinadora con unas galletas ricas en fibra y gérmenes y muy estimulantes del tracto intestinal, por lo que apenas el autocar se hubo detenido en el patio central y se abrieron las puertas automáticas, saltaron afuera sus ocupantes preguntando al unísono y con desafuero dónde estaban los servicios, a lo que nosotros, alineados desde hacía dos horas, bajo un sol de plomo, en las escaleras del edificio principal (o sea, el edificio antiguo) respondimos, como nos habían indicado, entonando a voz en cuello una canción que decía:

Tira la pedra,
on anirá?

Una semana más tarde nos leyeron en el refectorio, a la hora del postre, con la solemnidad debida, la carta que la comisión visitadora había cursado a nuestro querido director, el doctor Sugrañes. La carta elogiaba nuestra conducta, se hacía lenguas de la dirección y personal del centro y celebraba lo adecuado de las dependencias, para acabar recomendando que el erial que solíamos usar como campo de fútbol fuera convertido en un centro polideportivo más acorde con los tiempos, para lo cual, concluía diciendo la carta, en breve nos sería enviado el equipamiento necesario. Como primera providencia, aquella misma tarde nos quitaron la pelota. Como era una pelota hecha de trapos, alambre y barro cocido, nos abstuvimos de protestar, porque creíamos que en su lugar nos darían un balón de reglamento. Pero al cabo de unos días nos entregaron un envoltorio que contenía dos pelotas de golf y media docena de palos de distintas hechuras. De estos últimos se hizo buen uso, pues en menos de veinticuatro horas, que fue lo que tardaron en quitárnoslos, no quedó interno ni enfermero sin labio partido, hueso fracturado o diente roto. En cuanto a las pelotas, aún las hacíamos servir, pero a regañadientes y por falta de otra cosa, porque eran duras y pequeñas y como picadas de viruela, y cada dos por tres se perdían en los surcos del terreno y bajo la hojarasca, y con ellas no había quien pudiera regatear ni chutar ni rematar de cabeza, por más que pusiera en ello temperamento y maestría.

Cuento esta efeméride porque fue la última vez que los representantes del erario público se dignaron ocuparse de nosotros. Luego, al compás del aumento de los precios, nos fue siendo recortado el presupuesto, y el centro, para asombro de quienes no creíamos que se pudiera caer más bajo, inició un proceso acelerado de deterioro. La comida empeoró tanto que se podía ver a los estreptococos correr por la mesa huyendo de ella; los muebles se rompieron, la ropa se hizo andrajos, las cañerías se obturaron, las bombillas se fundieron y hasta el televisor, otrora orgullo del centro, empezó por perder el color, la nitidez y el sonido, y acabó emitiendo programas anteriores a 1966. A los internos que se movían poco era frecuente encontrarlos empaquetados en telarañas, como si fueran crisálidas. El polvo y la basura cegaban puertas y ventanas. Y sobre esta dinámica involución, como un astro rey, refulgía la idiotizada omnisciencia del doctor Sugrañes, a cuya puerta acababa yo de tocar en el momento en que interrumpió esta remembranza mi relato.

– Siempre a sus cumplidas órdenes de usted -fue mi respuesta.

– Tenga la bondad de tomar asiento, como si estuviera usted en su casa -replicó él señalando una butaca de cuyo astroso cojín hube de desalojar un gato muerto.

De su amabilidad deduje que no sabía quién era yo ni el motivo de mi presencia allí. Pero me equivocaba, como es habitual en mí. El doctor Sugrañes abrió un cartapacio que ocupaba buena parte de la mesa y extrajo con prosopopeya e hizo como que leía un documento consistente, según pude ver, en una sola hoja en blanco por ambas caras.

– Es su expediente -aclaró con voz meliflua-. De él se desprende, como no podía ser menos, que su conducta ha sido ejemplar desde su reciente ingreso en el centro hasta el día de hoy. Obediente con los mandos, cortés con los compañeros, afable con las visitas, celoso en el cumplimiento de los quehaceres cotidianos, modélico en la observancia de las prácticas piadosas. Excelente, excelente. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de usted, mi querido amigo. Le consideraría poco menos que un hijo mío si no lo considerase también poco menos que un padre para mí. Y este papelote, ¿qué es? Ah, sí, su expediente, en efecto -carraspeó, tosió, hizo variaciones con unas flemas y prosiguió diciendo-: En consideración a cuanto antecede y en virtud de las facultades consustanciales a mi cargo, he decidido darle a usted el alta, efectiva desde este mismo instante e incluso con efectos retroactivos si procediere. Puede irse. No me dé las gracias. Y si algún periodista le pregunta por la recalificación del terreno, diga que no sabe nada, pero que en su opinión, si todos los pacientes se han curado el mismo día y han evacuado el local, no hay razón alguna para que la inmobiliaria Sugrañes, S.A. no edifique un centro comercial y seis bloques de viviendas donde antes hubo un manicomio. ¿Me has entendido, escoria?

– Me parece que sí.

El doctor Sugrañes recuperó su armonioso talante, abrió de nuevo el cartapacio y sacó un pliego impreso, que me tendió junto con un bolígrafo.

– Es el certificado acreditativo de su curación. Rellene usted mismo los blancos: nombre, edad, causas de la enfermedad, tratamiento recibido. Lo de costumbre. Podría hacerlo yo mismo, pero ya sabe: letra de médico… Y al pie, firme también usted en mi nombre. Un garabato servirá. Donde hay confianza… Y ahora, cumplimentados los trámites, si tiene a bien acompañarme, le mostraré la salida. No pierda tiempo recogiendo sus efectos personales, yo mismo se los haré llegar por servicio postal urgente.

A empellones recorrimos los pasillos y el jardín. La verja estaba abierta. El doctor Sugrañes me ayudó a franquearla y al levantarme del suelo vi aquélla cerrarse con estrépito.

– No trate de volver a entrar: por su bien hemos electrificado las rejas -me dijo desde dentro-. Tenga, un poco de dinero para los primeros gastos. Ya me lo devolverá cuando haya hecho fortuna. Tiene toda la vida por delante. Y también por detrás. Ay, quién pudiera volver a ser joven.

Traté de improvisar una frase con la que corresponder a sus buenos deseos, pero el ruido de las apisonadoras, las excavadoras y los dinamiteros hicieron inútil el esfuerzo. Por lo demás, el doctor Sugrañes ya había escupido en mi sombra, dado media vuelta y emprendido el camino de regreso. Algo aturdido me quedé contemplando el recinto donde había echado a perros lo mejor de mi existencia. Mal podía considerarlo un segundo hogar, pues nunca tuve un primero, ni durante los muchos años que pasé allí dejaron de rechinarme los dientes un minuto. Por nada del mundo habría vuelto a franquear motu proprio aquella malhadada verja. No fue el acre olor a pajaritos fritos, demostrativo de no haber sido vana la advertencia del doctor Sugrañes, lo que me hizo alejarme de allí a buen paso. Si sentí algo parecido a un nudo en la garganta, un temblor en las rodillas y el encogimiento de algunos órganos internos (y uno externo) no fue por sentimentalismo. Siempre soñé con verme libre. Pero ahora, cuando al fin y del modo más brusco e inesperado lo conseguía, me asaltaba la zozobra de saber que el mundo al que habría de enfrentarme había cambiado mucho durante mi larga ausencia, y yo también.

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