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– Trabajar. Una amiga que estuvo una semana entera todo pagado me contó que en América se aprecia y se recompensa la iniciativa privada, al revés que aquí. Créeme, si no lo haces, te volverás idiota. Y si aceptas mi propuesta y te vienes conmigo, idiota y gordo.

Purines tenía razón: a pesar de que la peluquería iba mejor (en términos comparativos) gracias al nuevo secador eléctrico y que las fiestas hacían prever un fuerte o al menos un débil incremento (estacional) del trabajo, el entusiasmo de antaño parecía haberme abandonado. Me propuse darme un tiempo para reflexionar y no tomar ninguna decisión hasta fin de año.

*

Una tarde, poco después de la escena descrita en los párrafos anteriores, entró en la peluquería un extraño individuo. Su enmarañada melena y su espesa barba habrían hecho de él un magnífico cliente si el andar cubierto de harapos y descalzo y el ir por las calles pidiendo limosna no hubieran sido índice de escaso poder adquisitivo por su parte. Era el día de los inocentes y arrastraba una estela de llufas. Le dije que no podía darle nada y que si hubiera podido darle algo tampoco se lo habría dado para no fomentar la mendicidad, y respondió él muy dignamente:

– Caballero, yo no soy un mendigo. Si pido limosna es por pura necesidad. Mi verdadero oficio es estrella de la pantalla. Soy Robert Taylor. Por desgracia, hay un loco llamado Cañuto que se cree que soy yo y tiene liadas a las grandes productoras de Hollywood.

Al decir esto apartó la corriente de aire las greñas de su rostro y lo reconocí al punto.

– ¡Cañuto, cuánto tiempo sin saber de ti! -exclamé echándole los brazos al cuello y retirándolos de inmediato-. La última vez que nos vimos fue en una autopista, el mismo día que nos echaron del manicomio, ¿recuerdas? Yo te hacía incrustado en el macadam. ¿Qué ha sido de tu vida?

– Ya ves -repuso Cañuto encogiéndose de hombros-. Como Robert Taylor no me puedo quejar. Pero como Cañuto las paso magras. ¿Y tú?

– Aquí, haciendo de peluquero -dije-. La empresa es de mi cuñado, pero la llevo yo.

– Jolín -dijo Cañuto-, a esto lo llamo yo prosperar.

– Y que lo digas. ¿No has vuelto a robar bancos?

– No, chico -suspiró Cañuto-, con los adelantos de la tecnología las cosas se han puesto complicadísimas. Que si detectores, que si alarmas, que si cristales blindados, que si circuitos de televisión… Están acabando con el oficio.

– Bah, no hagas caso -repuse-. Toda esa tecnología es una chapuza, te lo digo yo. Cuanta más tecnología, más sencillo debe de ser dar el golpe. Todo consiste en encontrarle las vueltas. ¿Tienes prisa?

– No mucha.

– Pues siéntate aquí -le dije- y déjame hacer.

Le lavé el pelo, se lo corté, le afeité, le hice la permanente (con el secador nuevo) y cuando lo tuve hecho un dandi, me puse la bufanda y, aunque todavía faltaban dos horas largas para la del cierre, nos dirigimos de bracete, bajo el llamativo resplandor de los adornos navideños, a la pizzería, donde me proponía obsequiarle con una cena digna de un rajá y, de paso, hablarle de ciertos proyectos que desde hacía unos días me rondaban la cabeza o por la cabeza, porque ya llevaba invertidos en la peluquería ilusión, tiempo y esfuerzos sobrados y si finalmente me decidía a imprimir a mi vida un sesgo nuevo, y quién sabe si a cambiar también de residencia, las habilidades de Cañuto podían resultarme de mucha utilidad.

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