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Con la prontitud y entereza de un político avezado, el señor alcalde fue el primero en reaccionar ante aquella inesperada aparición.

– Habrá que ir a por más sillas -dijo.

El abogado señor Miscosillas advirtió que él no iba. Los demás también tenían piernas, agregó, si bien algunos no podían valerse de ellas, como Santi, y en otros, como Ivet o yo, no se podía confiar, dada nuestra condición de prisioneros. Al final acabó convenciéndose a sí mismo de lo irracional de su postura y salió de la habitación con paso decidido y regresó con una silla bastante sucia, le sacudió el polvo con su pañuelo y se la ofreció a Reinona, que (me había olvidado de consignarlo) era quien había interrumpido con su llegada nuestro indelicado debate sobre su propio carácter, historial, proceder e intenciones. Venía, como siempre, muy bien peinada y compuesta, con una falda de tabla y camisa de manga larga a rayas con pañuelo de seda atado al cuello. Complementaban este acertado conjunto un bolso de piel granate, a juego con los zapatos, y una cara de loca que hacía olvidar todo lo descrito hasta el momento.

– ¿No ha venido tu marido? -le preguntó el señor alcalde por decir algo, porque ella, aunque abría y cerraba la boca, como si quisiera hablar, no emitía sonido alguno.

– Su marido no sabe nada de esto -dije yo en su nombre- y haremos bien en no contárselo. Este asunto al señor Arderiu no le concierne, al menos de un modo directo.

– ¿Le sirvo un whisky con hielo, señora Arderiu? -le preguntó el abogado señor Miscosillas-. Señora Arderiu…, señora Arderiu, decía si le sirvo un whisky con hielo. Quizá en el estado de shock en que se encuentra…

Reinona se había sentado en la silla traída por el solícito letrado y nos miraba por turno, primero a Ivet Pardalot, luego a Santi, luego al abogado señor Miscosillas y al señor alcalde, sentados ambos de nuevo mano a mano en el sofá, y por último a Ivet y a mí, que completábamos el círculo siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Sin esperar respuesta, el abogado señor Miscosillas fue a la cocina, regresó con un vaso limpio, sirvió un whisky con hielo y se lo ofreció a Reinona. Ésta bebió un sorbo largo, hizo un ruido con la lengua entre los dientes y a renglón seguido, algo repuesta del telele en que la había sumido el torbellino de sus emociones, se aclaró y dijo:

– Lo amé con ciega pasión, pero estaba escrito que aquella pasión había de traernos la desgracia.

– Me parece que no se refiere a su marido, ¿eh, Horacio? -preguntó el señor alcalde a su compañero de sofá.

– No, señor alcalde -dijo ella adelantando su respuesta a la del otro-. Mi marido es un buen hombre al que respeto como se merece, y nada de guiños a mis espaldas, que os estoy viendo. Nada influye en mi respeto el hecho de que no me casara con él por amor, sino por dinero. No me importa confesarlo. Por otra parte, el dinero no era para mí. No soy codiciosa. Lo necesitaba y él lo tenía. Eso es todo.

– Lo necesitaba para la niña, ¿verdad? -le pregunté con la intención de ayudarla a progresar en la narración de sus cuitas.

– Sí -dijo.

– ¿Qué niña? -preguntó el señor alcalde.

– La de la foto que guarda en un cajón del tocador -dije yo.

– La que tuvo con el hombre que amaba, señor alcalde -aclaró el abogado señor Miscosillas-. Tendría usted que recibir menos visitas oficiales e ir un poco más al cine. Reinona tuvo una hija natural de resultas de un mal paso.

– ¿Con el difunto Pardalot? -preguntó el señor alcalde.

– No, hombre, con el otro. El hombre a quien amaba en secreto.

– ¿Y a esto le llamas tú un mal paso, Horacio?

– Lo decía para que usted lo entendiera, señor alcalde.

– Yo también agradecería una aclaración -dijo Santi-, porque se me va la olla.

Tomé yo la palabra y recogí el hilo del relato.

– Siendo ya novia de Pardalot, Reinona se enamoró de Agustín Taberner, alias el Gaucho y mantuvo con él una relación sentimental a espaldas del entonces su novio, hoy difunto Pardalot, mientras el difunto ultimaba los preparativos de su boda.

– ¡Vaya cara! -exclamó Santi.

– Estoy con Santi -dijo el señor alcalde-. ¿Por qué no le dijiste la verdad a Pardalot? Estas cosas pasan, él lo habría entendido. Yo mismo entendería que mi mujer se enamorara del teniente de alcalde, pongo por caso.

– El propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, le pidió que no dijera nada -intervino Ivet Pardalot-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, había estado engañando y robando a sus socios desde el principio y temía que se descubriera el pastel si, por causa de Reinona, Pardalot perdía la confianza que tenía depositada en él. La estafa no era moco de pavo. Si Pardalot hubiese querido vengarse de la doble traición del Gaucho, lo habría podido enchironar por una buena temporada.

– ¿Pruebas documentales? -preguntó Santi.

– No hay otras, guapo -respondió Ivet Pardalot.

– Agustín me prometió arreglar los asuntos internos de la empresa a escondidas de sus socios -dijo Reinona-. Luego, con las manos limpias, le contaríamos a Pardalot lo nuestro y nos casaríamos. Le hice caso y disimulé.

– ¿Y habrías llegado a casarte con Pardalot para encubrir un desfalco? -preguntó Ivet.

– No lo sé. Ahora quiero pensar que no lo habría hecho, pero entonces, en pleno jaleo, no sé qué habría sido capaz de hacer por amor o por desvarío. Sea como sea, el azar decidió por mí, porque descubrí que estaba embarazada de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Por supuesto, decidí abortar. En aquellos años todavía había que hacerlo en Londres, así que me inventé una excusa para no despertar las sospechas de Pardalot ni de nuestras respectivas familias y me fui yo sólita a Londres. Llegué un martes lluvioso y frío de noviembre.

La luz de los faroles brillaba día y noche. Aquella lúgubre climatología se acomodaba a mi estado de ánimo. Incapaz de permanecer encerrada en la habitación del hotel salí a pasear. Me compré un impermeable en Selfridges y vagué sin rumbo en la neblina. Sin saber cómo me encontré acodada en el pretil del puente de Waterloo. A gran distancia bajo mis pies discurría el agua negramente. No sé si habría llegado a saltar pero durante unos minutos eternos consideré la posibilidad de hacerlo. Entonces se me acercaron dos jóvenes estrafalarios con unas pellizas afganas hediondas y me dijeron que se había acabado la guerra de Vietnam. Lo acababan de decir por la radio. Allí mismo nos fumamos un porro entre los tres y ellos se fueron dejándome de nuevo sola en el puente. Comprendí que aquel suceso trascendental acababa de marcar el final de mi juventud, que aquél había sido mi último porro y que a partir de entonces tendría que afrontar la vida sin idealismo ni quimeras. Gracias a Ho Chi-Minh había madurado de golpe. A la mañana siguiente, en vez de acudir a la clínica, me puse a buscar un alojamiento barato. Cuando lo hube encontrado, escribí una carta a Pardalot en la que le pedía perdón sin explicarle el motivo de mi deserción, y otra a Agustín Taberner, alias el Gaucho, diciéndole que no volveríamos a vernos. Un conocido franqueó y echó las cartas en París para borrar cualquier pista de mi paradero. Con ayuda de otros españoles establecidos en Londres conseguí sobrevivir con trabajos esporádicos. Tuve una niña y le puse de nombre Ivet. Cuando ella creció un poco pensé que mi hija se merecía una vida y una educación mejores que las que yo habría podido proporcionarle con mis magros ingresos. Yo era feliz allí, pero consideré mi deber regresar a Barcelona. Una vez en Barcelona, metí a Ivet en un internado de monjas y me casé con Arderiu para hacer frente a los gastos de manutención de la nena. Vagamente razonaba que al cabo de unos años, cuando Ivet ya no me necesitara, podría recuperar mi independencia. Un grave error. Todas mis decisiones acabaron resultando otros tantos errores.

– Yo nunca te reproché nada, mamá -dijo Ivet-. Yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

– Sí, claro, dos santas -dijo Ivet Pardalot-. Y mientras tanto, mi padre en Babia.

– Y yo también -gruñó el señor alcalde-. Víctima de un estafador por interpósita persona. ¿Tú sabías algo de esto, Horacio?

– Sí, señor alcalde -respondió el abogado señor Miscosillas-, pero cuando lo descubrimos usted ya ocupaba la alcaldía y temimos que un disgusto de esta envergadura pudiera alterar la fama universal y el sólido equilibrio mental de que usted goza. Por lo demás, decírselo no habría servido de nada: Agustín Taberner, alias el Gaucho, estaba arruinado y gravemente enfermo. Nos limitamos a encargar que le rompieran las piernas para darle un escarmiento formal y le notificamos que poseíamos documentos altamente perniciosos para él. Le dijimos que en cuanto se nos antojase podíamos enviarlo a la cárcel a perpetuidad, y él lo debió de entender, porque se esfumó sin dejar rastro.

– Amenazado, enfermo y apaleado, Agustín Taberner, alias el Gaucho, inició un proceso inexorable de decadencia -explicó Reinona-. En otro momento y en posesión de sus cualidades físicas, Agustín Taberner, alias el Gaucho, habría podido emigrar, reinstalarse en otro país, emprender nuevas aventuras. Y yo me habría ido con él. Pero su enfermedad se lo impidió. De resultas de la paliza quedó paralizado de cintura para abajo, ¡él, que tanto partido le había sacado a aquella mitad del cuerpo! Un caso triste de ver. Para entonces, Ivet había acabado sus estudios y se había ido a Nueva York a perfeccionar el inglés, ampliar sus horizontes culturales y encontrar un trabajo a la altura de sus méritos. Con su inteligencia y su palmito no tardó en recibir ofertas interesantísimas. A los pocos meses de llegar ya había triunfado como modelo de lencería fina. Las principales agencias se la disputaban. A mí se me partía el corazón pensando que iba a truncar una carrera tan brillante, pero las circunstancias no me daban otra opción. Le escribí una larga carta contándole quién era su verdadero padre, cosa que hasta entonces le había ocultado, y pidiéndole que regresara a cuidarlo. Y ella, que tiene un corazón de oro, hizo las maletas y se plantó en Barcelona sin una queja, sin un reproche.

– Bravo: hija modelo y por si fuera poco, modelo de ropa interior -exclamó Ivet Pardalot con sarcasmo-, ¡admirable fábula! Lástima que no contenga una sílaba de verdad. Escuchen. Estando yo en Amherst, Massachusetts, cayó en mis manos un horrible catálogo de venta por correo. Alguien lo había dejado tirado en un banco del parque. En un anuncio descolorido de culottes de felpa para la tercera edad reconocí a Ivet. Intrigada, hice mis averiguaciones. En Nueva York, Ivet había probado fortuna en el mundo de la publicidad. En vano: una cosa es ser mona en Llavaneras y otra salir en la portada de Vanity Fair. Por una que lo consigue, diez mil fracasan. Quizá cien mil. El caso de Ivet era uno más, un simple dato estadístico. Desengañada, sin carácter y sin recursos, había caído en malas compañías: drogas, bulimia, prostitución encubierta. Debería haberla compadecido, pero la noticia me hizo bastante gracia. En el colegio yo había soñado con ser modelo, mi vulgaridad me había librado de morder el anzuelo, y ahora, por fea, estaba en Amherst, Massachusetts, haciendo un doctorado en Business Administration. En cambio Ivet, por guapa, se hundía en el lodo. ¿Debía sentir pena por ella? Quia. Yo no había buscado la venganza, pero si la fatalidad me la traía a domicilio, ¿por qué me había de resistir? ¿Obré mal? ¿Debería haber corrido en ayuda de mi pobre condiscípula? ¿A santo de qué? No le debía nada ni tenía ganas de cargar con una yonqui. Me limité a observar a distancia su patético peregrinaje. Un día me dijeron que había regresado a Barcelona. Al cabo de un año, obtenido el título, yo también regresé para incorporarme como directiva en la empresa de mi padre. Como la cigarra y la hormiga.

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