– Quizá no hacía falta ser tan explícita en algunos detalles, cielo -dijo el abogado señor Miscosillas-. Has dejado a la pobre Ivet hecha una piltrafa.
Era cierto: conforme avanzaba su breve biografía, Ivet había ido abatiendo la cabeza hasta apoyar la frente en las rodillas. Sincopados sollozos sacudían su organismo y su silla. Al hacerse el silencio, levantó la cara y desde aquella postura algo forzada nos miró con ojos opacos.
– Soy una piltrafa, ésta es la verdad -dijo con voz ronca. Se enderezó, se restañó las lágrimas con el dorso de la mano y siguió diciendo-: El llamamiento de mi madre me brindó la oportunidad de dejar todo aquello y volver a Barcelona sin hacer patente a los ojos del mundo el fracaso de mis ambiciones. Volví dispuesta a regenerarme y empezar una nueva vida, pero no me pude desenganchar. Lo conseguía y recaía. Ahora estoy en fase de recaída. Cuando algo me angustia, me entra un mono de no te menees. Por este motivo no he encontrado un trabajo estable ni he podido hacerme cargo de mi padre, a quien hubimos de internar en una residencia para inválidos. Elegimos una en el extrarradio porque allí, lejos del escenario de sus truhanerías, estaba a salvo de las posibles represalias de Pardalot. Además, en el extrarradio las residencias son más baratas. Aun así, costaba un buen dinero, que Reinona debía aportar mes tras mes, sin contar con el que yo le pedía sin cesar para mi sustento y mis vicios. Mi presencia en Barcelona, lejos de aliviar su situación, la había agravado hasta extremos insostenibles.
– No digas eso, Ivet -dijo Reinona-. Sólo el hecho de tenerte aquí es un motivo continuo de alegría para mí y para tu pobre padre. En cuanto al dinero, me he ido arreglando. Al principio sin demasiadas dificultades. Luego las cosas se complicaron. Ni siquiera un pánfilo como mi marido habría dejado de advertir unos gastos injustificados tan cuantiosos como los que me obligaban a hacer un ex amante inválido y una hija colgada. Tuve que ingeniármelas para obtener dinero adicional por otros medios. Un día se me ocurrió vender una de mis joyas. Confiaba en que su desaparición pasara inadvertida, pero no fue así. La joya estaba asegurada, el robo fue denunciado, hubo una investigación y las sospechas recayeron sobre la pobre cocinera, cuya honradez acrisolada acabó brillando. Luego, para evitar la repetición de este desagradable incidente…
– Falsificó usted sus propias joyas -dije yo, ella movió la cabeza afirmativamente y yo continué, dirigiéndome a los demás-: Cada vez que la señora Reinona debía hacer frente a un gasto elevado o a un imprevisto, acudía a un orfebre poco escrupuloso y éste le hacía una copia de la joya que la señora Reinona se proponía vender. Es posible que el propio falsificador le comprara la pieza auténtica. En estos momentos la caja fuerte de la señora Reinona contiene una notable colección de chatarra, una de las cuales, concretamente un anillo de brillantes, me confió para que yo se lo guardara. Seguramente temía nuevas investigaciones a raíz del asesinato de Pardalot y no quería que alguien descubriese entre sus tesoros dos anillos idénticos, uno bueno y el otro de pega. Alguien debió advertir la maniobra, porque aquella misma noche vino la policía a detenerme por haber robado el anillo. En aquella ocasión me libré por los pelos, pero no así a la siguiente. Había devuelto el anillo a su dueña y se me llevaron preso. Y aún lo estaría si el abogado señor Miscosillas no hubiera ejercido sus buenos oficios. No movido por el altruismo sino porque Ivet Pardalot se lo pidió. Quería granjearse mi confianza por cualquier medio y tal vez utilizarme para concluir la ejecución de sus aviesos planes. Qué planes eran ésos y por qué les aplico el calificativo de aviesos lo sabrán ustedes si alguno de ustedes acude a la puerta a ver quién llama, porque a todas luces alguien más pretende sumarse a nuestro conciliábulo.
*
Todos los presentes menos él nos esforzamos por contener la risa cuando el abogado señor Miscosillas hubo de levantarse nuevamente del sofá para ir a abrir la puerta. Aproveché el intervalo para acercarme a Reinona, cuyo asiento era contiguo al mío, y preguntarle al oído si disponía de una llave de la puerta de entrada (del chalet; de aquel chalet) y, en caso contrario, cómo había entrado sin que nadie se la abriera o bien por dónde había entrado, a lo que ella, haciendo presión con su mano sobre mi rodilla respondió en un susurro:
– Todavía conservo una llave de la cocina. Agustín Taberner, alias el Gaucho, y yo nos veíamos de tapadillo en este chalet. No se lo digas a nadie, y menos a mi marido, que en este mismo instante hace su entrada en el salón.
Así era, efectivamente. Arderiu, el marido de Reinona, tras repartir sonrisas a derecha e izquierda abrió el paraguas y dijo:
– Buenas noches a todos. He venido a ver qué hacía Reinona. Reinona es mi mujer. Yo soy Arderiu, el marido de Reinona, la cual, esta misma noche, después de cenar en casa y en mi compañía, como tenemos por costumbre hacer cuando no hacemos otra cosa, se ha dirigido a mí y me ha anunciado, con absoluta naturalidad y sin rodeos, que se iba con una amiga o varias amigas, he olvidado el detalle, a un concierto de Renato Carosone. A mí me pareció bien y así se lo di a entender sin rodeos: nunca he puesto pisapapeles a las aficiones de mi mujer. Luego, sin embargo, me quedé pensando y caí en la cuenta de que hacía unos cuantos años que Renato Carosone no actuaba en Barcelona. Cuarenta años o así. El detalle no me habría escamado si desde hace unos días no hubiera advertido en Reinona un estado de gran excitación. Excitación nerviosa, quiero decir. Se pasaba las horas sentada en un sillón, hosca, callada, a veces con arrugas en la frente, a veces con lágrimas en las mejillas, a veces incluso con lágrimas en la frente a causa de las contorsiones. En fin, un caso claro de paroxismo. Pensé, pues, si lo del concierto no sería una excusa y en realidad no estaría tramando algo funesto, como una fiesta sorpresa para mi cumpleaños o Dios sabe qué. Bien, me gusta hablar sin rodeos, así que decidí preguntar al servicio doméstico sin rodeos adonde había ido mi mujer. El servicio doméstico siempre sabe estas cosas. Bien, Raimundita me dijo que su novio le había contado aquella misma tarde no sé qué del secuestro de un paralítico y de un chalet en Castelldefels. Bien, al concluir ella este sucinto relato, até cabos. Bien, bien, bien. Por si ustedes no lo saben, Reinona tuvo un romance hace muchos años con un ex socio del difunto Pardalot. Luego él se quedó paralítico de las piernas y condenado al paroxismo. Y atando estos cabos con otros cabos deduje que aquel paralítico y el paralítico secuestrado debían de ser el mismo paralítico. Y por el mismo procedimiento deductivo deduje que el chalet de Castelldefels sería este chalet. Por si ustedes no lo saben, este chalet había pertenecido al padre del difunto Pardalot y el difunto Pardalot y unos cuantos amigos lo utilizaban en sus años mozos para venir con ligues y organizar pitotes y francachelas. Yo mismo había venido algunas veces y me había encontrado aquí con el difunto Pardalot y con el señor alcalde, antes de ser señor alcalde, en pleno pitote o en plena francachela, según los días, pero siempre en estado de auténtico paroxismo. También solía venir a este chalet un tipo muy simpático, llamado Agustín Taberner, alias el Boludo, o algo por el estilo, buen bailarín. Luego supe, que Reinona había tenido un romance con este tal Agustín Taberner, o como se llamase, y que él o ella, no recuerdo el detalle, se habían quedado paralíticos. Por esto he venido.
Dicho lo cual, cerró el paraguas y me dirigió su mejor sonrisa y me dijo:
– Buenas noches. Soy Arderiu, el marido de Reinona, y su cara me resulta familiar, pero no sé si tengo el gusto de conocerle.
Le recordé nuestros encuentros anteriores, el primero en su propia casa, con motivo de la recepción para recaudar fondos con destino a la campaña electoral del señor alcalde, y el segundo en mi modesto apartamento, adonde él mismo había acudido y en donde había acabado durmiendo detrás de una cortina.
– Ah, sí, disculpe -dijo él-, tengo muy mala memoria. De tres cosas que hago recuerdo una y olvido dos, y la que recuerdo no sé a cuál de las tres corresponde. ¿Y estas dos señoritas tan gentiles? -añadió dirigiéndose a Ivet y a Ivet Pardalot al mismo tiempo-. ¡Qué guapas y qué distinguidas y qué bien se conservan! Nadie diría que son madre e hija.
– No somos madre e hija, zoquete -dijo Ivet Pardalot-. A ésta no la conoces de nada y a mí, desde que nací. Soy Ivet Pardalot, y para más inri hace poco pasamos un fin de semana juntos en un relais cháteau cerca de Saint-Paul-de-Vence.
– Ah, sí, ya me acuerdo, cómo no, cómo no -exclamó Arderiu golpeándose la frente con el puño del paraguas-, un fin de semana delicioso y verdaderamente inolvidable. ¿También dormí detrás de una cortina?
– Dejémonos de historias frívolas -propuse yo- y volvamos a lo que estábamos diciendo. ¿Quién mató al difunto Pardalot?
– Yo no, señoras y señores -se apresuró a decir Arderiu.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -repliqué-. Con su mala memoria podría haberlo matado y haber olvidado luego el incidente.
– Oh, esto es absurdo -dijo Arderiu dirigiéndose a toda la concurrencia y muy en especial a su paraguas-. El difunto Pardalot y yo éramos amigos. Es más, últimamente habíamos trabajado juntos en la financiación ilegal de la campaña del señor alcalde.
– Uf, éstas no son cosas que yo deba oír -masculló el señor alcalde.
– No omitamos sin embargo el hecho -añadí yo- de que el difunto Pardalot también mantenía una estrecha relación de amistad con su esposa, señor Arderiu, como usted mismo tuvo a bien decirme cuando honró con su visita mi casa y mi cortina. Y aunque reitera usted el talante liberal de sus relaciones matrimoniales y manifiesta absoluto desinterés por las actividades de su esposa, lo cierto es que cada vez que ella da un paso, a los cinco minutos aparece usted, especialmente si ella no le ha dicho adonde iba o ha intentado colarle una bola. Y no es menos cierto que sin ella habérselo revelado, según ella misma me ha dicho, conoce usted muchos detalles del pasado de su esposa. E incluso es posible que sepa también quién es esta señorita a la que usted finge no conocer ni de vista ni de nombre.
– ¿A Ivet? -dijo Arderiu-. Es cierto, no la conozco, jamás la había visto y nunca había oído su nombre hasta que yo mismo lo he pronunciado.