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Quien no ha tenido como yo el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio tal vez ignore esta gran verdad: que todos los allí encerrados perciben claramente la locura de los demás, pero ninguno la propia. Teniendo esto en cuenta y aprovechando el silencio fatigado que siguió a la negativa del abogado señor Miscosillas a revelar el fundamento racional de sus actos (de espionaje), repasé los sucesos que habían precedido y seguido al crimen y la intervención de cada personaje en ellos, y una vez aclaradas por este método mis ideas, decidí poner las deducciones en conocimiento de los demás para que finalmente resplandeciera la verdad y nos pudiéramos ir a casa.

Antes de hablar, con todo, pasé revista a la situación presente (entonces) y a las posibles consecuencias de mis palabras, pues no es lo mismo revelar la verdad a quien puede sentirse molesto por ella que revelársela a quien además tiene una pistola. Por el momento sólo había dos pistolas a la vista, a saber, la Beretta 89 de Santi y el viejo revólver Remington calibre 44 de Ivet Pardalot, pero yo calculaba que allí mismo, entre las cuatro paredes del salón, debía de haber por lo menos otras dos. En vista de lo cual y para tranquilizar los ánimos, empecé diciendo lo agradable que me resultaba la compañía de todos los presentes y agradeciéndoles de antemano su paciencia y su ecuanimidad. Nada de cuanto yo dijera, dije, debía causarles desazón, pues aunque al final de mi alocución alguien pudiera encontrarse con una irrefutable acusación de asesinato sobre sus espaldas, mis razonamientos y conclusiones tenían una finalidad puramente aclaratoria, didáctica y en último término festiva y en modo alguno se proponían enturbiar la atmósfera distendida y cordial que allí reinaba. Asimismo, añadí, aquella noche, poco antes de desplazarme a Castelldefels, donde a la sazón nos encontrábamos, había dejado escritas aquellas mismas conclusiones en manos seguras con instrucción de entregárselas a la policía y a la prensa en caso de accidente. Y dicho esto, pasé a trazar un esbozo de la situación general, ordenando los acontecimientos según su aparición en la cronología y poniendo en su lugar cada persona y cosa, con lo que el relato siguió más o menos el siguiente derrotero:

Varias empresas sucesivas, en realidad la misma empresa, habían sido fundadas a partir de la década de los setenta (en España) por tres socios: Manuel Pardalot, hoy difunto; el señor alcalde, hoy alcalde; y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Desde el principio el señor alcalde había estado representado por el abogado señor Miscosillas. Las empresas habían realizado algunas operaciones (quizá todas) de dudosa legalidad, de la que quedaba algún rastro documental, no del todo inofensivo desde el punto de vista legal, y sumamente nocivo desde el punto de vista político, en especial para el señor alcalde.

Como donde las dan las toman, la empresa o empresas, a su vez, habían sido objeto de fraude por parte de uno de sus socios, Agustín Taberner, alias el Gaucho. No contento con esto, Agustín Taberner, alias el Gaucho, se había enredado con la novia de Pardalot, Reinona, a espaldas de éste. El enredo había resultado en embarazo (por no tomar precauciones) y Reinona se había ido a Londres a abortar. Finalmente no había abortado, se había quedado a vivir en Londres y había dado a luz a una niña llamada Ivet. Despechado, pero todavía ignorante de la doble deslealtad de su socio, Pardalot se había casado con otra y engendrado una niña a la que también había puesto por nombre Ivet. Las dos niñas salieron a sus padres: la hija de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho, guapa y atolondrada; la otra, inteligente, trabajadora, ambiciosa y un poco bicho.

Pasaron los años. Reinona regresó a Barcelona, metió a Ivet en un internado y, para asegurar la manutención de su hija y la propia, contrajo matrimonio con Arderiu, a quien ocultó la existencia de la niña y a quien dijo ser estéril para ahorrarse nuevas complicaciones. Habiendo elegido Reinona para su hija el internado de más empaque de la ciudad, no era raro que allí fuera también a parar la hija de Pardalot. El matrimonio de éste había resultado en fiasco y para evitarle escenas a la niña o para quitársela de en medio, la metieron interna. Las dos niñas, casi coetáneas y sin saber lo que de común había en sus respectivos antecedentes, entablaron una estrecha amistad que las diferentes circunstancias de cada una pronto habían de truncar. Al salir del internado, sin previo acuerdo ni conocimiento mutuo, las dos se fueron a los Estados Unidos de América, la una a Nueva York, la otra, a una universidad de nombre impronunciable. Como ya sabemos, a una le fue bien y a la otra, mal. También a este lado del océano para Agustín Taberner, alias el Gaucho, pintaban bastos. Había contraído una enfermedad degenerativa irreversible y su desfalco había sido descubierto. Por razones fáciles de comprender, sus socios se abstuvieron de litigar ante la justicia ordinaria: lo expulsaron de la empresa y le rompieron las piernas. Reinona lo recogió. Con el producto de la venta de una de sus joyas alquiló un piso de la calle Bailén y lo instaló a él en él. Luego hizo venir a Ivet de América para que lo cuidara. A él. Pero Ivet no estaba en condiciones de cuidar, sino de ser cuidada. Las cosas iban manga por hombro en casa del Gaucho.

– Todo esto -dijo Ivet Pardalot- ya lo sabíamos. Nosotros mismos nos lo acabamos de contar.

– Pues haber aprovechado para ir a hacer pis, señorita Ivet -repliqué-, porque lo que viene ahora es nuevo y con sustancia. En efecto -proseguí dirigiéndome al común de los allí reunidos-, el regreso de la señorita Ivet Pardalot de los Estados Unidos y su incorporación a la plantilla de la empresa de su padre, el difunto Pardalot, trastocaron aquel nuevo y precario statu quo. No era ni es la señorita Ivet Pardalot persona dispuesta a vivir a la sombra de nadie. Tan pronto se hubo aclimatado, puso en marcha un plan para apoderarse de la empresa. Para ello hizo reformar los estatutos y se subrogó a sí misma en el lugar de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Luego…

– Con permiso -arguyó la interesada-, esta parte del relato es fruto de tu imaginación, por no decir de tu arbitrariedad. Tú no puedes saber cuáles eran mis intenciones.

– Las supongo -respondí-, y no creo andar errado. Usted quería imprimir a un negocio obsoleto, a un residuo de otra era, el dinamismo que le habían inculcado en ultramar. De otro modo, ¿por qué se hizo amante de un pichafría como el abogado señor Miscosillas?

– Oiga, buen hombre, a mí no me moteje -saltó el abogado señor Miscosillas-. En primer lugar, no le tolero que se inmiscuya en nuestra intimidad. En segundo lugar, usted nunca me ha visto en el arte de templar ni en la suerte de poner varas.

– No he tenido ocasión -dije-. Lo que afirmo me lo contó la propia señorita Ivet Pardalot la noche que me llevó a su casa, después de sacarme usted del calabozo. En aquella ocasión, estando ella y yo a solas, en la cama o, para ser exactos, sobre la cama, se quejó de su poquedad, se mofó de sus ínfulas y estableció comparaciones desventajosas entre usted y cierta verdura hervida. Luego me mostró un vídeo…

Al oír estas acusaciones, el abogado señor Miscosillas palideció, levantó medio cuerpo del sofá, abrió la boca de par en par y dejó que un reguero de baba le colgara del labio inferior como un badajo. Luego señaló a Ivet Pardalot con un dedo tembloroso y dirigiéndose al resto de la concurrencia, balbució:

– No hagan caso a los infundios de esta rabona. Por lo general, cumplo con creces, y si alguna vez no he merecido el cum laude, no ha sido culpa mía, sino de ella. Es inepta, desabrida, apática, tropezosa, chabacana, sandia, inverecunda, repolluda y cerdosa. Ayuntarse con ella es como abrazar a Sancho Panza. En cuanto al vídeo, lo grabamos por broma una tarde lluviosa de domingo para hacer reír a nuestros nietos en un futuro lejano. He dicho.

Se sentó el abogado señor Miscosillas después de haber absuelto con tan florido verbo posiciones y pidió a su vecino de sofá un pañuelo o, en su defecto, otra octavilla de propaganda electoral con que enjugar los salivazos que la elocuencia había sembrado en sus solapas. En nada, sin embargo, se había alterado el sereno continente de la señorita Ivet Pardalot, ni durante la deposición de su amante ni cuando a renglón seguido dijo a éste:

– Puedes estar orgulloso: te has dejado engañar bien tontamente por un miserable peluquero. Nunca mencioné tu nombre en su presencia ni le hablé de lo nuestro ni menos aún le mostré el vídeo. Él ha dado un palo en el aire y tú, por fatuidad, te has puesto en evidencia. No importa. Agradezco tu sinceridad, celebro conocer tu opinión sobre mis gracias y me reservo el derecho de responder a tus piropos cuando lo estime oportuno. Tú, sigue hablando.

El aludido era yo y no me hice de rogar.

– De su acoplamiento con el abogado señor Miscosillas obtuvo la señorita Ivet Pardalot valiosa información de la que al punto se dispuso a servirse. Pero dejemos esto de lado un instante y recojamos un cabo suelto. La señorita Ivet Pardalot no había olvidado a la otra Ivet. Sabía que ésta había regresado a Barcelona, aunque no el motivo de su regreso, y no le costó averiguar su paradero ni las incertidumbres de su malvivir. Por otra parte y simultáneamente, la señorita Ivet Pardalot también había seguido la pista de Reinona, a la que culpaba, no sin razón, del crónico abatimiento de Pardalot y del desamparo y la amargura en que de resultas de ellos se vio sumida su propia infancia. Al igual que había hecho con el abogado señor Miscosillas, pero de un modo más esporádico, sedujo a Arderiu, al que se llevó, como acabamos de oír, a un discreto refugio de fin de semana allende el Pirineo.

– ¿Cómo podía haberme resistido? -se justificó Arderiu-. Ella me juró que no le interesaba yo, sino mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3.600 centímetros cúbicos. Con todo, la liaison no pasó de una simple tesitura. Alocada, lo confieso, pero tesitura al fin y al cabo.

– Sea como sea -proseguí-, la señorita Ivet Pardalot obtuvo de esta fuente datos frescos y cruciales acerca de Reinona. Tal vez que el infortunio de su padre se debía a la traición de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Tal vez el secreto de la paternidad y la maternidad de Ivet. En resumen, que entre el abogado señor Miscosillas, Arderiu, su padre, de cuya confianza gozaba, y Santi, a quien pagó, sedujo o pagó y sedujo, consiguió hacerse con los hilos necesarios para tejer su inicua trama. Y ahora presten mucha atención porque nos acercamos a la noche del crimen.

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