– ¿Ves como eres tonto? -dijo Ivet Pardalot cuando el letrado hubo concluido su exposición-. Una mosquita muerta como la pobre Ivet, seguramente asesorada por esta eminencia de la peluquería, te ha estado paseando por toda Barcelona para ganar tiempo y permitir que su cómplice intentara sin éxito el rescate de Agustín Taberner, alias el Gaucho.
– Sí, y con una excusa inverosímil -dijo el señor alcalde-, porque en Barcelona la circulación es muy fluida a todas horas y en toda la red viaria.
– Y mientras tú te emborrachabas -continuó Ivet Pardalot señalando con dedo desdeñoso al abogado señor Miscosillas-, Ivet iba siguiendo tus pasos y riéndose de ti.
Ivet reconoció haber obrado del modo descrito, risa incluida, y de esta manera, en pos del abogado señor Miscosillas, haber llegado a Castelldefels. Pero ahora, una vez allí (en Castelldefels) comprendía su error, pues en aquel chalet (de Castelldefels) sólo había gente buena y honrada y amiga de su padre.
– Siento mucho desengañarla, señorita Ivet -intervino en aquel punto Santi para decir-, pero por lo que llevo visto, no todos los aquí presentes son amigos de su padre de usted ni de usted. Algunos sí lo son. Otros, en cambio, se la tienen jurada. La cuestión es saber quién pertenece a un grupo y quién a otro, y quién, al proclamar sus lealtades, dice la verdad o miente. Si le sirve de consuelo, yo me encuentro en una situación muy parecida. Claro que yo tengo una Beretta 89 Gold Standard calibre 22.
– Yo te lo puedo explicar todo o casi todo -dije-, si estas personas me lo permiten y tú me prestas crédito. Lo haré como mejor sepa, pero no respondo de la claridad ni de la brevedad.
Asintió ella, nadie se opuso y yo hice un breve resumen de lo hasta aquí ya dicho. Llegado a este punto, proseguí diciendo:
– Los tres amigos objeto del presente relato constituyeron una sociedad. Uno de ellos ambicionaba hacer carrera política y juzgó prudente que su nombre no figurara en los papeles. Un joven licenciado en derecho le hizo de testaferro. Las cosas fueron bien. Todos prosperaron. Pero al principio hubo que correr ciertos albures y el nombre de quien no debía aparecer debió de aparecer en alguna operación poco clara. Poca importancia tendría este hecho hoy en día si el individuo en cuestión no hubiera prosperado también en el terreno de la política.
– ¡Cómo! -exclamó el señor alcalde-, ¿un político prevaricador? Espléndido. Lo utilizaré en mi campaña. ¿Quién es?
– Usted mismo, señor alcalde.
– Oh -dijo el señor alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír.
– Entonces no escuche, porque vienen más -dije yo reanudando mi exposición-. Pero antes permítanme introducir en el relato un nuevo personaje y hacer un breve interludio sentimental.
Traté de aclararme la voz sin incurrir en excesivas expectoraciones y continué:
– Había una vez una mujer joven, hermosa, inteligente, poseedora, en fin, de todas las gracias. Estas mujeres suelen pertenecer a familias venidas a menos o directamente pobres. Pardalot la conoció y se enamoró de ella. Se hicieron novios. Cuando estaban a punto de casarse, ella rompió el compromiso y desapareció. Pardalot nunca se repuso de esta deserción. Se casó con otra, tuvo una hija. Se divorció, se volvió a casar varias veces. Seguramente se habría seguido casando si no lo hubieran asesinado. Pero no lo mataron por esta razón.
»La mujer que le había roto el corazón -seguí diciendo- regresó a Barcelona al cabo de unos años y contrajo matrimonio con Arderiu, individuo rico y un poco vacuo. Pardalot y ella por fuerza habían de reencontrarse en la vorágine de la vida social y cultural de nuestra ciudad, tan intensa como variada. El tiempo había serenado sus ánimos y entre ambos se renovó su antigua relación, sin reproches ni rencores.
– ¿Y por qué no se divorciaron de sus respectivos cónyuges y se casaron entre sí? -interrumpió el abogado señor Miscosillas para preguntar-. Yo se lo habría arreglado divinamente, con escándalo o sin escándalo, según tarifa.
– No fantasees -dijo Ivet Pardalot-. En esta segunda etapa de su relación no hubo entre ellos lo que estás pensando. Tampoco lo había habido antes. Reinona es y fue siempre una mujer fría, calculadora, acostumbrada a utilizar sus encantos, si alguno tiene, para doblegar la voluntad de los hombres sin dar nada a cambio. En la retorcida mentalidad de su generación esto era posible porque los hombres tenían en tan bajo concepto a las mujeres, que siempre les pagaban para llevárselas al huerto, y ellas se tenían a sí mismas en tan poco, que cobraban encantadas y luego se lo daban a un chulo. La vida era un baile de chachas y turutas. Hoy, por fortuna, las cosas han cambiado. Yo misma, las pocas veces que he tratado de servirme de mi atractivo físico he acabado haciendo virguerías y no me han dado ni las gracias. Además, ¿por qué había de casarse Reinona con mi padre? Nunca lo quiso, ni al principio, cuando fueron novios formales, ni después. Reinona nunca quiso a nadie.
– Esto no es cierto -dijo desde la puerta del salón una voz ronca que nos hizo dar a todos un respingo-, y aquí estoy yo para demostrarlo.