Por fortuna el pasillo en el que desemboqué estaba sutilmente iluminado por la fría luz de las farolas de la Vía Augusta a través del vidrio ahumado de la fachada, lo que me permitió leer en el papel de las instrucciones (no confundir con el croquis del edificio) los números correspondientes a la combinación correcta (1-1-1-1-1) y apretar los botones del tablero situado sobre el dintel de la puerta antes de que sonara la alarma. Una vez hecho esto y procurando hurtar el cuerpo a la cámara de televisión colgada de un pivote que allí había y que, a juzgar por la ausencia de luz roja, en aquel momento debía estar registrando lo que ocurría en otro sitio, fui recorriendo sucesivos pasillos, antesalas y despachos hasta llegar a una sala de juntas. Sobre la mesa se alineaban cartapacios de cuero, bolígrafos, posavasos y unos rótulos donde se podía leer: Assistant Manager, Área de Expansión y Recursos, División de Sinergética y otras imponentes credenciales. Al fondo estaba la puerta del despacho del director. Hacia ella encaminé mis sigilosos pasos.
La puerta estaba cerrada. Por fortuna la cerradura era de máxima seguridad, que son las que cuestan menos de abrir. Siempre llevaba en el bolsillo dos horquillas, un peine y unas tijeras, por si había de ejercer mi profesión de peluquero en una emergencia. Con este material y mi habilidad, en pocos segundos estuve dentro.
El despacho estaba a oscuras, con las persianas bajadas. El ruido procedente del exterior me indicó que la ventana debía de dar a la fachada principal y, por consiguiente, a la Vía Augusta. La penumbra no impedía apreciar la suntuosidad del mobiliario. En una fotografía noblemente enmarcada se veía un caballero distinguido vestido de frac estrechar con efusión la mano de otra persona que le estaba imponiendo una medalla. Se les veía contentos. Seguramente había más cosas que me habría gustado contemplar, pero no podía perder tiempo. Consulté el reloj, que con el sobo de la sincronización se había parado de modo irreversible, y procedí a ejecutar la última parte de mi misión. Abrí el cajón de la derecha. Allí estaba la carpeta azul, rebosante de papeles. Debajo de la carpeta azul había otras carpetas, pero llevadas una a una junto a la ventana demostraron no ser ninguna de ellas de color azul, de manera que las volví a colocar en su sitio. Al hacer esto se quedó la carpeta azul al fondo del cajón y hube de llevarlas todas nuevamente a la zona iluminada para distinguirla de las demás carpetas. Los minutos iban pasando con la fluidez que les es propia. Individualizada sin duda la carpeta azul, la puse a un lado, cerré el cajón, saqué del bolsillo trasero del pantalón una especie de crustáceo que otrora había sido un pañuelo y con él borré las huellas dactilares que había dejado y que la grasa inmunda del garaje hacía por demás patentes, cogí la carpeta azul y salí de allí.
La carpeta tenía las gomas rotas y me vi obligado a abrazarla para que no salieran volando los documentos por el pasillo, por lo que me costaba bastante caminar y aún más orientarme. Tardé un rato en dar con la puerta de la escalera de emergencia, y descendiendo por ella, por más que puse cuidado, no pude evitar que se me cayera rodando un par de veces la maldita carpeta. A oscuras tuve que recoger los documentos y volverlos a meter allí sin orden ninguno. Por culpa de estos percances, gané finalmente la calle en estado de total confusión y hube de dar dos vueltas a la manzana para encontrar el lugar de la cita, adonde llegué sudando de mala manera.
Allí no había coche ni nada parecido. Esperé un rato con la carpeta en los brazos, tratando de poner orden en los documentos que por causa de mi torpeza asomaban entre las tapas y de eliminar con saliva y el vigoroso frotamiento de la manga las manchas de grasa, hasta que se detuvo junto a mí un taxi, se abrió la ventanilla del usuario y asomaron por ella la cara, cuello y extremidades superiores de la chica de siempre.
– Disculpe -dije acercándome a ella- los desperfectos y, en la medida en que le pueda afectar, la sudadera, pero he resbalado en el garaje y este mamotreto se las trae. Quizá encuentre los papeles un poco desordenados pero a oscuras…
– Bah, no importa, no importa -atajó ella mis excusas-, lo esencial es que hayas salido indemne de la prueba y conseguido la carpeta. Más lo segundo que lo primero. Anda, dámela, ¿a qué esperas? No es hora ni situación para pelar la pava.
– ¿Y el enmascarado? -pregunté.
– Ha preferido no venir, por razones de prudencia elemental. Ruega le disculpes.
Le entregué la carpeta, ella la cogió con fuerza, la colocó sobre su regazo y empezó a cerrar la ventanilla.
– Oiga -alcancé a gritar-, ¿y mi remuneración?
– Mañana, mañana -respondió una voz incierta, que quedó flotando en el lugar donde segundos antes había estado el taxi.
Perseguirle habría sido inútil, de modo que me quedé donde estaba, solo y progresivamente invadido por la ingrata sensación de haber sido víctima de un engaño
burdo y algo peor: merecido. Por lucirme delante de aquella chica que ahora no habría dudado en calificar de pérfida, había cometido el más imperdonable de los lapsos morales: no cobrar por adelantado. Gracias a este sistema me había quedado sin el dinero y sin la chica. En un gesto de aflicción levanté los ojos al cielo y, no hallando allí cosa alguna que mereciera la pena mirar, los bajé de nuevo al suelo y eché a andar por la Vía Augusta hasta dar con una parada de autobús y sumarme a la cola de parias que esperaban el nocturno.