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– No me gusta la primavera -replicó secamente, como si yo tuviera alguna responsabilidad en el cíclico alternarse de las estaciones-. Me invade una languidez invencible y rematadamente ñoña. Pero el verano es peor, porque me trae recuerdos tristes. De niña todos los veranos me enviaban a Suiza, a un internado de señoritas finas. Allí me pudría. Cuando volvía a Barcelona, me metían en otro internado, también de señoritas, pero no tan finas. Catalanas. Por eso tampoco me gusta el otoño.

Su rostro se ensombreció. Pareció como si tuviera ganas de llorar, por lo que me abstuve de preguntarle qué pensaba del invierno. Al cabo de unos segundos se rehizo, me miró con ojos de súplica y dijo:

– Antes de contarte nada, debo advertirte que el favor que te voy a pedir comporta un ligerísimo riesgo. Y también que roza los límites de lo legal. Si alguna de estas cosas te asusta, dímelo antes de hablar. Entonces me iré y no volveremos a vernos.

La aclaración no me sorprendió. Una mujer así a un tipo como yo sólo puede proponerle una contravención.

– Cuénteme de qué se trata -le dije.

*

Cruzó y descruzó las piernas como había adquirido la costumbre de hacer en mi presencia y yo traté de mirar hacia otro lado para entender bien lo que se proponía contarme y no perderme en digresiones.

– En realidad -empezó diciendo- no soy yo quien necesita de tu ayuda, sino mi padre. Habría venido él en persona a pedírtela, pero tenía una agenda muy apretada. También pensamos que yo resulto más convincente. Mi padre se llama Pardalot, Manuel Pardalot.

Quizá te suene su apellido: es un importante hombre de negocios. Lo importante no es él, sino sus negocios. Por razones que no hacen al caso, los negocios de papá han atraído últimamente la atención de la judicatura. Por supuesto, se trata de un error de apreciación, pero para poner de manifiesto este error convendría que desaparecieran ciertos documentos. En la actualidad los documentos en cuestión se encuentran depositados en una oficina. El resto salta a la vista: se trata de entrar en la oficina, sustraer los documentos, salir y dármelos. A cambio, un millón de pesetas en billetes pequeños, usados, no correlativos.

– La oferta es buena para alguien cuya existencia discurra en las afueras de la ley -dije-, pero tal no es mi caso. Déme una razón, aparte del dinero, por la que yo deba interesarme en un asunto de esta índole.

– Búscala tú mismo -respondió- y, cuando la hayas encontrado, me la dices. No soy desagradecida.

Al decir esto me dirigió una sonrisa tan artificial que permitía ser interpretada de las más sugerentes maneras. Reflexioné unos instantes, o quizá un solo instante, procurando evitar cualquier atisbo de su provocadora configuración, y luego dije:

– Lo siento. Soy un hombre honrado, un ciudadano ejemplar, y ni siquiera argumentos tan convincentes como los que usted esgrime, muestra e insinúa lograrán apartarme del recto caminar. No cuente conmigo, salvo en lo que atañe a la discreción. Tendré nuestro encuentro por no habido. Buenas tardes.

Regresé a la peluquería y me puse a rellenar dos frascos de champú suave (para cabello seco y delicado) con sulfato de amoniaco hasta que hube de dejarlo porque, sumido en cabalas que no me llevaban a ninguna parte, se me salía el líquido del embudo con el consiguiente despilfarro. No obstante, mi decisión me seguía pareciendo la más acertada cuando al cabo de un rato entré en la pizzería, ocupé mi acostumbrado taburete, me anudé la servilleta al cuello y pedí cinco pizzas de atún, anchoa, jamón, huevo, pimiento, champiñones, tomate, parmesano y mayonesa. La señora Margarita me miró sorprendida.

– Es que hoy -le expliqué- estoy desganado.

– ¿Mal de amores? -preguntó en son de chanza la señora Margarita.

Yo me limité a suspirar y a mirar hacia otro lado. La familia que regentaba la pizzería, compuesta por la señora Margarita, el señor Calzone y su hijito Cuatroquesos, eran a mis ojos el paradigma de la felicidad, un ideal al que yo no creía poder aspirar, pero cuya visión me colmaba a la vez de alborozo y melancolía. A lo largo de los últimos años me había convertido en su mejor cliente y ellos correspondían a mi asiduidad con su simpatía y su cariño. En la pizzería sentía, siquiera de modo vicario, el calor del hogar que jamás conocí. La contemplación de la señora Margarita lavando los calcetines de su marido en el fregadero del restaurante, o de los pañales sucios del bebé entre la masa de la pizza, me hacía soñar con una existencia sin sobresaltos, a la que en el fondo siempre aspiré, pero cuya consecución la vida, la suerte o mis propios errores habían puesto fuera de mi alcance.

De camino a mi asqueroso cubículo tuve que hacer un alto por los retortijones (quizá causados por el orégano, que es un poderoso carminativo) y sentarme en el bordillo de la acera. Un chucho roñoso se situó en la parte posterior de mi chaqueta y levantó la pata. Ahuyentarlo a pedradas no mejoró mi desazón. Así estaba cuando se detuvo un coche delante de mí, se abrió la portezuela y oí una voz conocida decirme:

– Eh, tú, sube.

Sin pensarlo dos veces salté al interior del coche. La portezuela se cerró y partió el coche rumbo a lo desconocido. Sólo entonces caí en la cuenta de que en el interior del coche no sólo íbamos ella y yo, cosa, por otra parte, de la que debería haberme percatado antes, ya que me había llamado desde el asiento posterior de un cochazo que yo no vacilaría en calificar de haiga si el uso de este añejo vocablo no pusiera de manifiesto mi avanzada edad. Bien es verdad que de sus ocupantes sólo ella se había hecho visible desde el exterior, al bajar el cristal ahumado de su ventanilla, mientras las demás permanecían cerradas, brindando a los ocupantes del coche un anonimato que constituía, al menos para mí, presunción en contrario, porque si yo algún día llegara a tener un coche como aquél no me escondería, antes bien, procuraría que todo el mundo me viera, e incluso iría echando besos a los viandantes, como hacen el Santo Padre y otras personas que no tienen nada de que avergonzarse. Todo lo cual no impedía que en aquel momento me encontrara yo entre desconocidos de cuyas intenciones nada sabía, salvo que estaban a punto de llevarlas a la práctica pistola en mano, por cuanto me apuntaban con una.

– Levántese de la esterilla y tome asiento -dijo una extraña voz.

Ella se desplazó del asiento trasero que venía ocupando al traspontín y me ofreció aquél y de nuevo la visión que había dado origen a mis aventuras, del análisis de la cual me sustrajo al cabo de un rato el resto de la compañía, compuesta por el chófer y un individuo que a la sazón se sentaba a mi lado y sostenía una pistola Heckler amp; Koch P7. El chófer era un tipo alto y fornido, con facciones de negro y color de negro, de lo que deduje que debía de ser un negro, salvo que fuera pintado y las facciones respondieran a otra causa, pues llevaba unas gafas de altísima graduación, cosa que no suelen llevar los negros, y menos cuando han de conducir. El individuo que iba a mi lado, de estatura normal y algo obeso, parecía ser el mandamás de la banda, al menos en aquel momento, y sin duda persona importante y conocida, porque ocultaba su rostro bajo un pasamontañas sobre el que llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta la nariz y una barba postiza sujeta a la nuca con un cordel. También hablaba con voz fingida o alterada, tal vez para que yo no pudiera reconocer la suya por haberla oído en alguna tertulia radiofónica. Digo lo de la voz porque fue este individuo, en su condición de mandamás, quien tomó la palabra cuando al cabo de un largo silencio salimos del denso tráfico de la ciudad y nos metimos en un atasco definitivo.

– Disculpe usted -empezó diciendo, pues sus maneras eran en extremo refinadas- que hayamos recurrido a métodos ligeramente irregulares, aunque no infrecuentes, para obtener su valiosa cooperación. No me refiero a los contactos verbales que ha mantenido en dos ocasiones con la señorita aquí presente, de carácter estrictamente voluntario, sino a los que ahora está manteniendo conmigo. Por supuesto, no le retenemos en contra de su voluntad. Cuando le apetezca, puede usted apearse, si bien yo de usted no lo haría. Por el contrario, yo de usted escucharía lo que me dijera la persona que fuera a mi lado, o sea, yo.

Como al decir estas gentiles palabras apoyaba el cañón de la pistola Heckler amp; Koch P7 en mi cabeza, manifesté por señas haberme hecho la debida composición de lugar y él prosiguió diciendo:

– En realidad no le pedimos que cometa un robo. Yo soy el dueño de esta empresa y mi hija, aquí presente, su heredera. El robo es aparente. Por supuesto, si algo ocurriera, nosotros responderíamos por usted. Pero la operación es sólo una falsa operación. No del todo correcta, pero tampoco ilegal. Vivimos en la era de la imagen, y yo quiero dar una buena imagen, ¿es esto algo malo?

Respondí que no y que precisamente yo, en mi condición de peluquero, me esforzaba a diario para mejorar la de mi distinguida clientela. Por desgracia, este tema no pareció despertar su interés, pues no me dejó seguir.

– Habríamos preferido -dijo- llegar con usted a un acuerdo basado en el entendimiento mutuo. Esto, por desgracia, no ha sido posible, pese a la generosa oferta que le ha hecho hace un rato esta señorita, oferta que usted ha rechazado alegando estúpidas razones éticas. A juzgar por su actitud, por sus modales y sobre todo por su forma de vestir, usted debe de ser de los que aún se empeñan vanamente en distinguir entre el bien y el mal. A menos, claro está, que se proponga subir el monto de la retribución, lo cual sería inviable dadas nuestras limitaciones presupuestarias. Un millón es mucho dinero y nosotros sólo somos ricos. Esto para usted no significa nada, ya lo sé. Usted y los suyos se ríen de estas cosas. Incluso con sarcasmo. Es natural: un proletario, haga lo que haga, nunca corre el riesgo de dejar de serlo. En cambio un rico, al menor descuido, se encuentra en el más absoluto desamparo. Pero vayamos a lo concreto: mi nombre, como usted ya sabe, es Pardalot, Manuel Pardalot. Soy dueño y gerente de una empresa denominada El Caco Español, S.L. De esta empresa son los documentos que usted debe sustraer. Como ya se le ha dicho, el robo es aparente. Esto debería bastarle para alejar de su conciencia cualquier escrúpulo de orden moral o de otro orden. En realidad, se trata de una operación contable, no del todo correcta, lo admito, pero tampoco ilegal. En resumen, un millón y la posibilidad de hacer el vermut en nuestro yate. Es mi última palabra.

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