Pero todo esto no son al fin y al cabo más que conjeturas: es razonable imaginar que, durante mucho tiempo tras su vuelta de Vietnam, Rodney pensara o sintiera lo anterior; no es imposible imaginar que pensara o sintiera todo lo contrario. Los hechos, sin embargo, son los hechos; me ciño a ellos. En los primeros meses que pasó en Estados Unidos Rodney apenas salió de su casa (ni de la casa familiar de Rantoul ni de la que compartió con Julia en Minneapolis), y cuando empezó a hacerlo fue sólo para enzarzarse en discusiones que más de una vez degeneraron en peleas casi siempre provocadas por su irreprimible tendencia a interpretar cualquier comentario sobre Vietnam o sobre su estancia en Vietnam, por intrascendente o anodino que fuese, como una agresión personal. Perdió a sus amigos de Chicago y también a los de Rantoul, y cortó cualquier vínculo con los antiguos compañeros de Vietnam, tal vez porque, de forma voluntaria o involuntaria, deseaba ocultar su condición de ex combatiente, lo cual explicaría el hecho de que durante mucho tiempo se negara en redondo a acudir en busca de ayuda o compañía a los locales de la Asociación de Veteranos. Pese al empeño sin descanso de Julia, a poco de casados su matrimonio ya se había degradado de forma irreversible. En cuanto a su familia, sólo se relacionaba con su madre, mientras que durante muchos años evitó la compañía y la conversación de su padre.
Bebía y fumaba mucho, whisky, cerveza, tabaco y marihuana, y a menudo caía en depresiones que lo sumían en una postración de semanas o meses y le obligaban a atiborrarse de pastillas. Nunca volvió a salir a cazar o a pescar. Nunca volvió a hablar de su hermano Bob. Vivía en un estado de desasosiego continuo. Durante casi año y medio padeció un insomnio de hierro, y sólo conseguía vencerlo cuando iba al cine con Julia, que le cogía de la mano y lo sentía poco a poco abandonarse en la oscuridad rumorosa de la sala y finalmente sumergirse en el sueño como en las profundidades de un lago. De día no se sentaba nunca dando la espalda a una ventana, y le obsesionaba que todas las persianas de la casa permaneciesen cerradas. Se pasaba las noches desahogando, su inquietud por los pasillos y, antes de meterse por fin en la cama para nada, iniciaba un ritual infalible que consistía en inspeccionar todas y cada una de las puertas y ventanas de la casa, en verificar que no había obstáculo alguno que entorpeciera su huida y que cuanto necesitaba para defenderse estuviera a mano, así como en ensayar mentalmente el modus operandi adecuado para el caso inverosímil de que se produjese una emergencia. Con el tiempo consiguió conciliar el sueño en su propia cama, pero las pesadillas lo sobresaltaban a menudo, y un crujido inofensivo en el jardín bastaba para despertarlo y para que saliera de estampida a averiguar lo que lo había provocado. Al divorciarse de Julia volvió a casa de sus padres, y en los años que siguieron cruzó varias veces el país de punta a punta: de repente un día hacía las maletas, cargaba el coche y se marchaba sin previo aviso y sin un destino concreto, y al cabo de uno o dos o tres o cuatro meses volvía a la casa familiar sin dar la menor explicación, como si hubiera salido de paseo por el barrio. Sobrevivió a dos intentos de suicidio, a raíz del segundo de los cuales acabó aceptando que lo ingresaran en los servicios médicos de la Asociación de Veteranos de Chicago. No tardó mucho tiempo en ponerse a buscar un trabajo, pero sí en encontrarlo, porque, aunque en su condición de ex combatiente gozaba de ciertas prerrogativas, durante mucho tiempo consideró humillante acogerse a ellas, y cada vez que acudía a una entrevista laboral regresaba a casa presa de una furia incontrolable, convencido de que sus empleadores pasaban a mirarlo como a un monstruo de dos cabezas en cuanto descubrían que era un veterano de guerra. El primero de los empleos que consiguió fue un trabajo cómodo y no mal remunerado en la administración de una fábrica de conservas, pero apenas le duró unos meses, más o menos como los que le siguieron. Más tarde intentó dar clases de lengua en colegios de Rantoul o de los alrededores de Rantoul, e intentó también reanudar sus estudios matriculándose en un máster de filosofía en la Nortwestern University. Todo fue inútil. Cuando Rodney regresó de Vietnam convertido en una sombra derribada del muchacho brillante, trabajador y juicioso que había sido, su padre confió en que el tiempo acabaría devolviéndole su naturaleza perdida, pero desde su retorno habían transcurrido ocho años y Rodney seguía sumergido en una bruma impenetrable, convertido en un fantasma ambulante o un zombi: en Rantoul se pasaba los días enteros tumbado en la cama, leyendo novelas y fumando marihuana y viendo viejas películas en la televisión, y cuando salía de casa era sólo para conducir durante horas por carreteras que no llevaban a ninguna parte o para beber a solas en los bares de la ciudad. Era como si viviese herméticamente encerrado en una burbuja de acero, pero lo extraño (o lo que su padre juzgaba extraño) es que no parecía vivir esa situación de desamparo y de absoluta soledad como una condena, sino como el fruto jubiloso de un cálculo preciso, como el antídoto ideal contra su desorbitada desconfianza en los demás y su no menos desorbitada desconfianza en sí mismo. Así que en algún momento los padres de Rod-ney acabaron aceptando, con una resignación no desprovista de alivio, que Vietnam había transformado para siempre a su hijo y que éste nunca volvería a ser el que había sido.
De repente todo cambió. Año y medio antes de que Rodney empezara a dar clases en Urbana, su madre murió de un cáncer de estómago. La agonía fue larga, pero no penosa, y Rodney la sobrellevó sin sobresaltos ni dramatismo, renunciando de un día para otro a sus hábitos de ocio indefinido para atender a la moribunda, quien durante todos aquellos años de convalecencia de la guerra había sido su único y silencioso asidero moral; por lo demás, la tarde en que la enterraron nadie le vio derramar una sola lágrima por ella. No obstante, días más tarde, de regreso de una visita de trabajo, el padre de Rodney se encontró con su hijo acodado a la mesa de la cocina, iluminado por el sol brillante del mediodía que entraba por la ventana y llorando a lágrima viva. No recordaba haber visto llorar a Rodney desde que era un niño, pero no dijo nada: dejó sus cosas en el vestíbulo, volvió a la cocina, preparó dos infusiones de manzanilla, le sirvió una a su hijo y se sirvió la otra, se sentó a la mesa, le cogió una mano, grande, áspera y venosa, y permaneció largo rato junto a él, en silencio, tomándose su manzanilla y también la de Rodney, sin dejar de sujetarle la mano, oyéndole llorar como si durante todos aquellos años hubiera acumulado una reserva inagotable de lágrimas y su llanto no fuera a extinguirse nunca. Hacía mucho tiempo que padre e hijo convivían en la misma casa sin apenas dirigirse la palabra, pero al atardecer Rodney empezó a hablar, y fue sólo entonces cuando su padre tuvo un atisbo deslumbrante del vértigo de remordimientos en el que había vivido su hijo durante todos aquellos años, porque comprendió que Rodney no sólo se sentía culpable de la muerte de su hermano y de su madre y de la de un número indefinido de personas, sino también de no haber tenido el coraje de obedecer a su conciencia y haberse plegado a la orden de ir a la guerra, de haber abandonado allí a sus compañeros, de haber presenciado el horror sin atenuantes de Vietnam y haber sobrevivido a él. La conversación terminó de madrugada, y al otro día, cuando despertaron, Rodney le pidió el coche a su padre y se fue a Chicago. El viaje se repitió la semana siguiente y también la otra, y pronto las visitas de Rodney a la capital se convirtieron en una rutina semanal. Al principio iba y venía en la misma jornada, saliendo muy de mañana y volviendo por la noche, pero con el tiempo empezó a ausentarse de Rantoul dos y hasta tres días. Para no malograr ¡a mejora que en la relación con su hijo había introducido la muerte de su mujer, el padre de Rodney no hacía averiguaciones, limitándose a prestarle el coche y a preguntarle cuándo tenía previsto volver, Pero una tarde, de regreso de uno de esos viajes, Rodney se lo contó: le contó que iba cada semana a Chicago a la sede de la Asociación de Veteranos de Vietnam -la misma en la que tiempo atrás había sido ingresado en dos ocasiones y tratado a base de inyecciones de Largactil-, donde recibía la ayuda de un psiquiatra especializado en trastornos provocados por la guerra y donde se reunía con otros veteranos con quienes colaboraba en la organización de actos públicos, manifestaciones y conferencias, así como en la confección de una revista en la que durante varios años publicó artículos sobre cine y literatura y furibundos alegatos contra la frivolidad culpable de la clase política de su país y su sometimiento servil a los dictados de las grandes corporaciones económicas. La noticia no sorprendió al padre de Rodney, quien para entonces ya hacía tiempo que había advertido el cambio que en pocos meses había experimentado su hijo; y no sólo en relación a él: Rodney había abandonado el consumo de alcohol y marihuana, había empezado a compartir el gobierno de la casa, a desterrar sus hábitos de excéntrico y a recuperar a algunos de sus amigos de siempre. Poco a poco esa transformación se volvió más sólida y más visible, porque Rodney no tardó en aceptar un trabajo como contable en un restaurante de Urbana, en empezar a colaborar como voluntario con un pequeño sindicato independiente y en frecuentar el local que los Veteranos de las Guerras Extranjeras tenían en la ciudad. Era como si con la muerte de su madre la vida entera de Rodney hubiera hecho crisis: como si, gracias a sus viales a Chicago y a la ayuda de la Asociación de Veteranos, hubiera empezado a resquebrajarse la burbuja en la que llevaba más de quince años asfixiándose y estuviera venciendo la vergüenza de ser un antiguo combatiente de Vietnam o encontrando alguna forma de orgullo en el hecho de ser un superviviente de aquella guerra fantasmagórica. De manera que, para cuando consiguió su empleo de profesor de español en Urbana, Rodney llevaba una vida tan ordenada y laboriosa que nada autorizaba a sospechar que no hubiera dejado definitivamente atrás las secuelas interminables de su paso por Vietnam.
Pero no las había dejado atrás. El padre de Rodney lo supo una noche de las navidades de 1988, pocos meses antes de que me contara la historia de su hijo en su casa de Rantoul, apenas unos días después de que Rodney y yo nos despidiéramos a la puerta de Treno's con la promesa finalmente frustrada de que volveríamos a vernos en cuanto yo regresara de mi viaje por el Medio Oeste en compañía de Barbara, Gudrun y Rodrigo Ginés. Aquella tarde un hombre había llamado por teléfono a su casa preguntando por su hijo. Rodney estaba fuera, así que su padre quiso saber quién le llamaba. «Tommy Birban», dijo el hombre. El padre de Rodney no había oído nunca ese apellido, pero el hecho no le extrañó, porque desde que Rodney había roto el encierro de su burbuja no era infrecuente que llamaran desconocidos a su casa. El hombre dijo que era amigo de Rodney, prometió que volvería a llamarlo al cabo de un rato y dejó un número de teléfono por si Rodney quería adelantarse y llamarlo antes a él. Cuando Rodney llegó a casa esa noche, su padre le dio el recado y le tendió un papel con el número de teléfono de su amigo; la reacción de su hijo le extrañó: un poco pálido, cogiendo el papel que le tendía le preguntó si estaba seguro de que ése era el nombre del desconocido y, aunque él le aseguró que sí, se lo hizo repetir varias veces, para cerciorarse de que no se había equivocado. «¿Pasa algo?», preguntó el padre de Rodney. Rodney no contestó o contestó con un gesto entre disuasorio y despectivo. Pero más tarde, mientras cenaban, volvió a sonar el teléfono, y antes de que su padre pudiera levantarse para cogerlo Rodney lo atajó en seco con un grito. Los dos hombres se quedaron mirándose: fue entonces cuando el padre de Rodney supo que algo andaba mal. El teléfono siguió sonando, hasta que por fin se calló. «A lo mejor era otra persona», dijo el padre de Rodney. Rodney no dijo nada. «Va a volver a llamar, ¿verdad?», preguntó el padre de Rodney tras un silencio. Ahora Rodney asintió. «No quiero hablar con él», dijo. «Dile que no estoy. O mejor dile que estoy de viaje y que no sabes cuándo voy a volver. Sí: dile eso.» Aquella noche el padre de Rodney no arriesgó ninguna otra pregunta, porque sabía que su hijo no la iba a contestar, y se pasó todo el día siguiente aguardando la llamada de Tornmy Birban. Por supuesto, la llamada llegó, y el padre de Rodney descolgó enseguida el teléfono e hizo lo que su hijo le había pedido que hiciese. «Ayer no me dijo que Rodney estaba fuera», alegó Tommy Birban, suspicaz. «Ya no me acuerdo de lo que le dije ayer», contestó él. Luego improvisó: «Pero es mejor que no vuelva a llamar. Rodney se ha marchado y no sé dónde está ni cuándo va a volver». Ya estaba a punto de colgar cuando al otro lado del teléfono la voz de Tommy Birban dejó de sonar amenazadora y sonó implorante, como un sollozo perfectamente articulado: «Es usted el padre de Rodney, ¿verdad?». No tuvo tiempo de contestar. «Sé que Rodney está viviendo con usted, me lo dijeron en la Asociación de Veteranos de Chicago, ellos me dieron su teléfono. Quiero pedirle un favor. Si me lo concede le prometo que no volveré a llamar, pero tiene que concedérmelo. Hágame el favor de decirle a Rodney que no voy a pedirle nada, ni siquiera que nos veamos. Lo único que quiero es hablar un rato con él, dígale que quiero hablar un rato con él, dígale que necesito hablar con él. Eso es todo. Pero dígaselo, por favor. ¿Se lo dirá?» E! padre de Rodney no supo negarse a cumplir el encargo, pero el hecho de que su hijo lo recibiera sin inmutarse ni hacer el menor comentario le permitió engañarse con la ilusión de que aquel episodio que ni podía ni quería entender había concluido sin mayores consecuencias. Previsiblemente, algunos días después Tommy Birban volvió a llamar. Para entonces Rodney ya no contestaba nunca el teléfono, así que rué su padre quien se puso. Tommy Birban y él discutieron unos segundos, violentamente, y ya estaba a punto de colgar cuando su hijo le pidió que le entregara el teléfono; no sin alguna vacilación, ni sin advertirle con la mirada que aún estaba a tiempo de evitar el error, se lo entregó. Los dos antiguos amigos hablaron durante largo rato, pero él se prohibió escuchar la conversación, de la que apenas cazó algunos retazos inconexos. Esa noche Rodney no pudo conciliar el sueño, y al día siguiente Tommy Bírban volvió a llamar y los dos volvieron a conversar por espacio de variasjioras. Este ritual ominoso se repitió durante más de una semana, y al amanecer del día de Año Nuevo el padre de Rodney oyó ruido en la planta baja, se levantó, salió al porche y vio a su hijo cargando el último bulto en el maletero del Buick. La escena no le sorprendió; en realidad, casi la esperaba. Rodney cerró el maletero y subió las escaleras del porche. «Me voy», dijo. «Iba a subir a despedirme.» Su padre supo que mentía, pero asintió. Miró la calle nevada, el cielo casi blanco, la luz gris; miró a su hijo, alto y destruido frente a él, y sintió que el mundo era un lugar vacío, sólo habitado por ellos dos. A punto estuvo de decírselo. «¿Adonde vas?», estuvo a punto de decirle. «¿No sabes que el mundo es un lugar vacío?» Pero no se lo dijo. Lo que le dijo fue: «¿No es hora ya de que olvides todo eso?». «Yo ya lo he olvidado, papá», contestó Rodney. «Es todo eso lo que no me ha olvidado a mí.» «Y eso fue lo último que le oí decir», concluyó el padre de Rodney, hundido en su sillón de orejas, tan exhausto como si no hubiera dedicado aquella tarde interminable en su casa de Rantoul a reconstruir para mí la historia de su hijo, sino a tratar en vano de escalar una montaña impracticable cargado con un equipaje inútil. «Luego nos dimos un abrazo y se marchó. El resto ya lo sabe usted.»