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Así terminó de contar su historia el padre de Rodney. Ninguno de los dos tenía nada más que añadir, pero todavía me quedé un rato con él, y durante un tiempo indefinido, que no sabría si computar en minutos o en horas, permanecimos sentados frente a frente, manteniendo un simulacro desmayado de conversación, como si ambos compartiéramos un secreto infamante o la autoría de un delito, o como si buscáramos excusas para que yo no tuviera que enfrentarme a solas al camino de vuelta a Urbana y él a la soledad primaveral de aquel caserón sin nadie, y cuando por fin me decidí a marcharme, ya de madrugada, tuve la certeza de que siempre recordaría la historia que me había contado el padre de Rodney y de que yo ya no era el mismo que aquella tarde, muchas horas atrás, había llegado a Rantoul. «Es usted demasiado joven para pensar en tener hijos», me dijo el padre de Rodney cuando nos despedíamos, y no lo he olvidado. «No los tenga, porque se arrepentirá; aunque si no los tiene también se arrepentirá. Así es la vida: haga lo que haga, se arrepentirá. Pero déjeme que le diga una cosa: todas las historias de amor son insensatas, porque el amor es una enfermedad; pero tener un hijo es arriesgarse a una historia de amor tan insensata que sólo la muerte es capaz de interrumpirla.»

Eso me dijo el padre de Rodney, y no lo he olvidado.

Por lo demás, nunca volví a verle.

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