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Barras y estrellas

Han transcurrido ya dieciséis años desde aquella tarde de primavera que pasé en Rantoul, pero, quizá porque durante todo este tiempo he sabido que tarde o temprano tendría que contarla, que no podría dejar de contarla, todavía recuerdo con exactitud la historia que a lo largo de aquellas horas me contó el padre de Rodney. Guardo un recuerdo mucho más impreciso, en cambio, de las circunstancias que las rodearon.

Llegué a Rantoul poco después del mediodía y encontré sin dificultad la casa. En cuanto llamé al timbre, el padre de Rodney me abrió y me hizo pasar al salón, una estancia amplia, acogedora y bien iluminada, con una chimenea y un sofá de cuero y dos sillones de Ore]as en un extremo, y en el otro, junto a la ventana que daba a Belle Avenue, una mesa de roble rodeada de sillas, con las paredes forradas hasta el techo de libros perfectamente alineados y el suelo cubierto por gruesas alfombras de colores vinosos que silenciaban los pasos. La verdad es que, después de nuestra inesperada conversación telefónica, yo casi había previsto que desde el principio el padre de Rodney haría gala de una cordialidad que no auguraba nuestro primer encuentro, pero lo que de ningún modo podía haber previsto es que el hombre menoscabado e intimidante que, en bata y zapatillas, me había despachado sin muchas contemplaciones apenas unos meses atrás me recibiera ahora vestido con una elegante sobriedad más propia de un maduro patricio de Boston que de un médico rural jubilado del Medio Oeste, convertido en apariencia en uno de esos falsos ancianos que pugnan por exhibir, bajo la certidumbre ingrata de sus muchos años, la vitalidad y la prestancia de quien no se ha resignado aún a gozar tan sólo de las migajas de la vejez. Sin embargo, a medida que fue desgranando la historia que yo había ido a escuchar, esa fachada mentirosa empezó a desmoronarse y a mostrar desperfectos, manchas de humedad y grietas sin fondo, y hacia la mitad de su relato el padre de Rodney ya había dejado de hablar con la energía exuberante del inicio -cuando lo hacía como poseído por una urgencia largamente aplazada, o más bien como si en el hecho de hablar y de que yo le escuchara le fuese la vida, mirándome con insistencia a los ojos igual que si buscase en ellos una imposible confirmación a su relato-, porque para aquel momento ya no vibraba en sus palabras m el mas mínimo ímpetu vital, sino tan sólo la memoria ponzoñosa e inflexible de un hombre carcomido por los remordimientos y devastado por la desdicha, y la luz de ceniza que entraba por la ventana envolviendo el salón en sombras le había borrado del rostro toda huella de su juventud remota, dejando apenas un anticipo de calavera. Recuerdo que en algún momento empecé a escuchar un repiqueteo de lluvia sobre el tejado del porche, un repiqueteo que casi enseguida se trocó en un alborozado chaparrón de primavera que nos obligó a encender una lámpara de pie porque para entonces ya era casi de noche y llevábamos muchas horas sentados frente a frente, hundidos en los dos sillones de orejas, él hablando y yo escuchando, con el cenicero rebosante de colillas y en la mesa una cafetera y dos tazas de café vacías y un montón de cartas manoseadas que llevaban matasellos del ejército norteamericano, cartas procedentes de Saigón y de Danang y de Xuan Loc y de Quang Nai, de lugares diversos de la península de Batagan, cartas que abarcaban un periodo de más de dos años y llevaban la firma de sus dos hijos, de Rodney y también de Bob, pero sobre todo de Rodney. Eran muy numerosas, y estaban ordenadas cronológicamente y guardadas en tres portafolios de cartón negro con cierre de goma, cada uno de los cuales llevaba pegada una etiqueta donde se leían, escritos a mano, el nombre de Rodney y el de Bob, la palabra Vietnam y la fecha de la primera y la última carta contenidas en él. El padre de Rodney parecía sabérselas de memoria, o por lo menos haberlas leído decenas de veces, y durante aquella tarde me leyó algunos fragmentos. El hecho no me sorprendió; lo que sí me sorprendió -lo que me dejó literalmente boquiabierto- fue que al final de mi visita me obligara a quedarme con ellas. «Yo ya no las quiero para nada», me dijo antes de despedirnos, entregándome los tres portafolios. «Por favor, quédeselas usted y haga con ellas lo que le parezca.» Era a todas luces un ruego absurdo, pero precisamente porque era absurdo no pude o no supe negarme a él. O quizá, después de todo, no era tan absurdo. Lo cierto es que durante estos dieciséis años no he dejado de intentar explicármelo: he pensado que me confió las cartas de sus hijos porque era consciente de que no le quedaba mucho tiempo de vida y no deseaba que fueran a parar a manos de alguien que desconociera su significado y pudiera acabar deshaciéndose de ellas sin más; he pensado que me confió las cartas porque hacerlo equivalía a un intento simbólico y sin esperanza de emanciparse para siempre de la historia de desastre que encerraban y de la que al traspasármelas me hacía depositario o incluso responsable, o porque al hacerlo quería obligarme a compartir con él el fardo de su culpa. He pensado todas esas cosas y también muchas otras, pero por supuesto aún no sé con certeza por qué me confió esas cartas y ya no lo sabré nunca; quizá ni él mismo lo supiera. Da igual: el hecho es que me las confió y que ahora las tengo ante mí, mientras escribo. Durante estos dieciséis años las he leído muchas veces. Las de Bob son escasas y concisas, distraídamente amables, como si la guerra absorbiera por entero su energía y su inteligencia y convirtiera en banal o ilusorio cuanto era ajeno a ella; las de Rodney, en cambio, son frecuentes y caudalosas, y en su hechura se advierte una evolución que es sin duda un espejo de la evolución que experimentó el propio Rodney durante los años que pasó en Vietnam: al principio cuidadosas y matizadas, atentas a no permitir que la realidad se transparente en ellas más que a través de una sofisticada retórica de la reticencia, hecha de silencios, alusiones, metáforas y sobrentendidos, y al final torrenciales y desaforadas, a menudo lindantes con el delirio, igual que si el torbellino incontenible de la guerra hubiera roto un dique de contención por cuyas grietas se hubiese desbordado una avalancha insensata de clarividencia.

Lo que sigue a continuación es la historia de Rodney, o al menos su historia tal como me la contó aquella tarde su padre y yo la recuerdo, y tal como aparece también en sus cartas y en las cartas de Bob. No hay discrepancias fundamentales entre esas dos fuentes, y aunque he verificado algunos nombres, algunos lugares y algunas fechas, ignoro qué partes de esta historia responden a la verdad de la historia y qué partes hay que atribuir a la imaginación, a la mala memoria o a la mala conciencia de los narradores: lo que cuento es sólo lo que ellos contaron (y lo que yo deduje o imaginé a partir de lo que ellos contaron), no lo que ocurrió realmente. Importa añadir que a mis veinticinco años, cuando aquella tarde escuché de labios de su padre la historia de Rodney, yo lo ignoraba todo o casi todo de la guerra de Vietnam, que por entonces no era para mí (lo sospecho) más que un confuso rumor de fondo en los telediarios de mi adolescencia y una fastidiosa obsesión de ciertos cineastas de Hollywood, y también que, por más que llevara ya casi un año viviendo en Estados Unidos, yo ni siquiera podía imaginar que, aunque oficialmente hubiera terminado hacía más de una década, en el ánimo de muchos norteamericanos estaba todavía tan viva como el 29 de mayo de 1973, día en que, después de la muerte de casi sesenta mil compatriotas -muchachos que rondaban los veinte años en su inmensa mayoría- y de haber arrasado por completo el país invadido, lanzando sobre él diez veces más bombas que sobre toda Europa a lo largo de la segunda guerra mundial, el ejército estadounidense salió por fin de Vietnam.

Rodney había nacido hacía cuarenta y un años en Rantoul. Su padre procedía de Houlton, en el estado de Maine, al noreste del país, muy cerca de la frontera canadiense. Había estudiado en Augusta, adonde su familia se había trasladado a raíz de que su abuelo se arruinara en la crisis económica del 29, y luego en Nueva York. Después de licenciarse en la Facultad de Medicina de Columbia, en el año 43 se alistó como soldado raso en el ejército, y durante los dos años siguientes peleó en el norte de África, en Francia y Alemania. No era un hombre religioso (o no lo fue hasta muy avanzada su vida), pero había sido educado en ese estricto sentido de la justicia y la probidad ética que parece patrimonio de las familias protestantes, y sentía una íntima satisfacción por haber tomado parte en la guerra, porque estaba convencido de haber luchado por el triunfo de la libertad y de que, gracias a su sacrificio y al de muchos otros jóvenes norteamericanos como él, Estados Unidos había salvado al mundo de la inicua abyección del fascismo; también estaba convencido de que, al haberse erigido por la fuerza de las armas en garante de la libertad, su país no podía rehuir, por molicie o por cobardía, el compromiso moral que había contraído con el resto del mundo, abandonando en manos del terror, la injusticia o la esclavitud a quienes solicitaran su ayuda para librarse de la opresión. Regresó de Europa en el 45. Ese mismo año empezó a ejercer la medicina en hospitales públicos del Medio Oeste, primero en Saint Paul, Minnesota, y luego en Oak Park, un suburbio de Chicago, hasta que, por razones que él no quiso explicarme y yo no quise indagar (pero que, según insinuó o deduje, sin duda guardaban alguna relación con su idealismo o su candidez y con su absoluta decepción del funcionamiento de la medicina pública), arraigó definitivamente en Rantoul, lo que no deja de ser curioso y hasta enigmático, porque es imposible imaginar un destino menos brillante para un médico joven, cosmopolita y ambicioso como él. Allí, en Rantoul, se casó con una muchacha de familia muy humilde a quien había conocido en Chicago; allí, aquel mismo año, nació Rodney; Bob lo hizo al año siguiente. Desde el principio Rodney y Bob fueron dos niños minuciosamente opuestos; el paso del tiempo no hizo sino acentuar esa oposición. Los dos habían heredado la fortaleza física y la energía de hierro del padre, pero sólo Bob se sentía a gusto con ellas y era capaz de sacarles partido, mientras que para Rodney parecían constituir poco menos que un desdichado accidente de su naturaleza, una circunstancia personal con la que era preciso lidiar con la misma naturalidad o resignación con que se lidia con una enfermedad congénita. De niño Rodney era extrovertido hasta la ingenuidad, vehemente, espontáneo y afectuoso, y este carácter sin recovecos, sumado a su afición a la lectura y a su brillantez en los estudios, lo convirtió en el favorito indisimulado de su padre. Por el contrario -y acaso para rentabílizar la mala conciencia que la abierta predilección por Rodney le causaba a su progenitor-, Bob desarrolló en sus relaciones con la familia un talante reservado y defensivo, a menudo tiránico, pródigo en cálculos, salvedades y cautelas, que al principio tal vez fuera únicamente una forma de reclamar la atención que le era negada, pero que de manera insidiosa derivó en una estrategia destinada a ocultar las deficiencias personales e intelectuales que, con razón o sin ella, hacían que se sintiese inferior a su hermano, lo que con el tiempo acabó convirtiéndole en uno de esos benjamines de libro que, porque hace» constante acopio de las triquiñuelas familiares que dilapida el primogénito, siempre parecen mucho más maduros que éste, y a menudo lo son. No obstante, estas descompensaciones y disimilitudes nunca se tradujeron en hostilidad entre los dos hermanos, porque Bob estaba demasiado ocupado acumulando rencor contra su padre como para sentirlo además contra Rodney, y porque Rodney, que no tenía el menor motivo de animadversión contra Bob y que era consciente de necesitar la habilidad física y la sagacidad vital de su hermano mucho más de lo que su hermano necesitaba su afecto o su inteligencia, sabía proporcionarle constantes motivos de desagravio en sus juegos compartidos, en su compartida afición a la caza, a la pesca y al béisbol, en sus salidas y amistades compartidas. De tal modo que, por uno de esos equilibrios inestables sobre los que se fundan las amistades más sólidas y duraderas, la disparidad entre Rodney y Bob acabó constituyendo la mejor garantía de una complicidad fraternal que nada parecía capaz de quebrantar. Ni siquiera lo hizo la guerra. A mediados de 1967 Bob se alistó como voluntario en el cuerpo de Marines, y algunos meses más tarde llegó a Saigón integrado en la Primera División de Infantería. La decisión de enrolarse fue inesperada para todos, y el padre de Rodney no descartaba que se explicase por dos razones distintas pero complementarias: su incapacidad de afrontar con éxito las exigencias de la carrera de medicina que, menos por vocación que por orgullo -para demostrarse a sí mismo que podía estar a la altura de su padre-, había empezado a estudiar el año anterior, y el afán insaciable de recabar la admiración de su familia mediante aquel inopinado acto de arrojo. De ser así -y a juicio del padre de Rodney nada autorizaba a pensar que no lo fuera-, la decisión de Bob había sido acertada, porque, apenas tuvo noticia de ella, su padre no pudo evitar sentirse secretamente orgulloso de él: como tantos otros norteamericanos, por entonces el padre de Rodney consideraba que la de Víetnam era una guerra justa, y que con aquella impetuosa decisión su hijo no estaba haciendo otra cosa que continuar en el sudeste asiático el trabajo que él había iniciado en Europa veinticuatro años atrás, librando a un país lejano e indefenso de la ignominia del comunismo. Quizá porque lo conocía mejor que sus padres, la decisión de Bob no sorprendió a Rodney, pero le horrorizó y, dado que fue el único miembro de la familia en conocerla antes de que la hubiera tomado, hizo todo cuanto estuvo en su mano para disuadirle de su propósito y, cuando ya lo hubo llevado a cabo, para que la revocara. No lo consiguió. Por aquella época Rodney cursaba en Chicago, con la velada pero firme oposición inicial de su padre, estudios de filosofía y literatura, y su opinión acerca de la guerra difería por completo de la de su hermano y su padre, quien atribuía la postura de su primogénito a la influencia de la atmósfera disoluta y antibelicista que, como en tantos otros campus universitarios a lo largo y ancho de Estados Unidos, se respiraba en el de la North western University. Lo cierto, sin embargo, es que, para cuando Bob se incorporó al ejército, Rodney ya tenía una idea bastante clara de lo que ocurría tanto en Vietnam del Sur como en Vietnam del Norte: no sólo seguía puntualmente las vicisitudes de la guerra a través de la prensa norteamericana y francesa, sino que, además de una historia completa de Vietnam, había leído todo cuanto al respecto había caído en sus manos, incluidos los análisis de Mary McCarthy, Philippe Devillers yjean Laucouture y los libros de Morrison Salisbury y Staughton Lynd y Tom Hayden, y había llegado a la conclusión, mucho menos impulsiva o más razonada que la de muchos de sus compañeros de aulas, de que las motivaciones declaradas de la intervención de su país en Vietnam eran falsas o espurias, su finalidad confusa y a fin de cuentas injusta, y sus métodos de una brutalidad atrozmente desproporcionada. Así que Rodney empezó a participar muy pronto en todo tipo de actividades contra la guerra, durante una de las cuales conoció a Julia Flores, una mexicana de Oaxaca, estudiante de matemáticas en Northwestern, alegre y desinhibida, que lo integró de lleno en el movimiento pacifista y lo inició en el amor, en la marihuana y en su rudimentario español empedrado de tacos.

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