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Recuerdo la cena muy bien, entre otras razones porque mucho me temo que algunas de las cosas que allí ocurrieron dan el tono exacto de lo que debieron de ser mis primeras semanas en Urbana. Los tres colegas que asistieron a ella tenían más o menos mi misma edad; eran dos hombres y una mujer. Los dos hombres dirigían una revista semestral titulada Línea Plural: uno era un venezolano llamado Felipe Vieri, un tipo muy leído, irónico, un poco altivo, que vestía con una pulcritud no exenta de amaneramiento; el otro se llamaba Frank Solaún y era un norteamericano de origen cubano, fornido y entusiasta, de sonrisa radiante y pelo alisado con gomina. En cuanto a la mujer, su nombre era Laura Burns y, según supe más tarde por el propio Borgheson, pertenecía a una opulenta y aristocrática familia de San Juan de Puerto Rico (su padre era propietario del primer periódico del país), pero lo que en ella más me llamó la atención aquella noche, aparte de su físico inequívoco de gringa -alta, sólida, rubia, muy pálida de piel-, fue su intimidante propensión al sarcasmo, a duras penas refrenada por el respeto que le inspiraba la presencia de Borgheson. Éste, por lo demás, impuso su jerarquía con suavidad a lo largo de la cena, encauzando sin esfuerzo la conversación hacia temas que pudieran ser de mi interés o de los que, según imaginaba o deseaba él, yo pudiera no sentirme excluido. Así que hablamos de mi viaje, de Urbana, de la universidad, del departamento; también hablamos de escritores y cineastas españoles, y pronto advertí que Borgheson y sus discípulos estaban más al día que yo de lo que ocurría en España, porque yo no había leído los libros ni había visto las películas de muchos de los cineastas y escritores que ellos mencionaban. Dudo que este hecho me humillara, porque por aquella época mí resentimiento de escritor inédito, ninguneado y prácticamente ágrafo me autorizaba a considerar pura cochambre todo cuanto se hacía en España -y arte puro todo cuanto no se hacía allí-, pero no descarto que explique en parte lo que ocurrió a la altura de los cafés. Para entonces Vieri y Solaún llevaban ya un rato hablando con devoción irrestricta del eme de Pedro Almodóvar; siempre solícito, Borgheson aprovechó una pausa de aquel dúo entusiasta para preguntarme qué opinión me merecían las películas del director manchego. Como a todo el mundo, creo que por entonces a mí también me gustaban las películas de Almodóvar, pero en aquel momento debí de sentir una necesidad inaplazable de hacerme el interesante o de dejar bien clara mi vocación cosmopolita marcando distancias con aquellas historias de monjas drogadictas, travestís castizos y asesinas de toreros, así que contesté:

– Francamente, me parecen una mariconada.

Una carcajada salvaje de Laura Burns saludó el dictamen, y la satisfacción que me produjo esa acogida de escándalo me impidió advertir el silencio glacial de los demás comensales, que Borgheson se apresuró a romper con un comentario de urgencia. La cena concluyó poco después sin más incidentes y, al salir del Courier Café, Vieri y Solaún propusieron tomar una copa. Borgheson y Laura Burns declinaron la propuesta; yo la acepté.

Mis nuevos amigos me llevaron a una discoteca llamada Chester Street, que se hallaba apropiadamente en Chester Street, junto a la estación del tren. Era un local enorme y oblongo, de paredes desnudas, con una barra a la derecha y frente a ella una pista de baile acribillada de luces estroboscópicas que a esa hora ya estaba atestada de gente. Apenas entramos, a Solaún le faltó tiempo para perderse entre la muchedumbre convulsa que inundaba la pista; por nuestra parte, Vieri y yo nos abrimos paso hasta la barra para pedir cubalibres y, mientras esperábamos que nos los sirvieran, empecé a hacerle a Vieri un comentario entre burlón y perplejo a cuenta del hecho de que en la discoteca sólo se veían hombres, pero antes de que pudiera terminar de hacerlo un muchacho me abordó y me dijo algo que no entendí o no acabé de entender. Inclinándome hacia él, le pedí que lo repitiera; lo repitió: me preguntaba si me apetecía que bailáramos juntos. A punto estuve de pedirle que lo repitiera otra vez, pero en lugar de hacer eso le miré: era muy]oven, muy rubio, parecía muy alegre, sonreía; le di las gracias y le dije que no quería bailar. El muchacho se encogió de hombros y, sin más explicaciones, se fue. Ya iba a contarle a Vieri lo que acababa de ocurrir cuando me abordó un tipo alto y fuerte, con bigote y botas camperas, y me hizo la misma o parecida pregunta que el muchacho; incrédulo, le di la misma o parecida respuesta, y sin siquiera volver a mirarme el tipo se rió silenciosamente y también se fue. Justo en aquel momento Vieri me alargó mi cubalibre, pero no le dije nada y ya ni siquiera tuve que leer la sorna resabiada y un poco vengativa que había en sus ojos para sentirme como Jack Lemmon y Tony Curtis llegando a Florida vestidos de coristas y para entender el silencio estupefacto que siguió a mí veredicto sobre las películas de Almodóvar. Mucho tiempo después Vieri me contó que, cuando a la mañana siguiente de aquella noche triunfal Frank Solaún le dijo a Laura Burns que me habían llevado a una fiesta gay en Chester Street, el grito de Laura resonó como un anatema por los pasillos del departamento: «¡Pero si es tan español que debe de tener el cerebro en forma de botijo, con pitorro y todo!».

Me gustaría creer que durante mis primeros días en Urbana este tipo de meteduras de pata no fue tan frecuente como me temo, pero no puedo asegurarlo; lo que sí puedo asegurar es que me habitué a mi nueva vida con mucha más rapidez de lo que auguraban. Es verdad que era una vida cómoda. Mi casa -un apartamento de dos habitaciones, con cocina y baño- se hallaba a cinco minutos a pie del Foreign Languages Building, el edificio que albergaba el departamento de español, en el 703 de West Oregon, entre Busey y Coler, en una zona de callecitas íntimas, estrechas y arboladas. Como me había prometido Marcelo Cuartero, ganaba dinero suficiente para vivir sin estrecheces y mis obligaciones como profesor de español y estudiante de doctorado me dejaban casi todas las tardes y todas las noches libres, además de unos fines de semana larguísimos que incluían los viernes, de manera que disponía de mucho tiempo para leer y escribir, y de una biblioteca inabarcable donde aprovisionarme de libros. Pronto la curiosidad por lo que tenía delante sustituyó a la nostalgia por lo que había dejado atrás. Asiduamente escribía a mi familia y mis amigos -sobre todo a Marcos-, pero ya no me sentía solo; de hecho, muy pronto descubrí que, si uno se lo proponía, nada era más fácil que hacer amigos en Urbana. Como todas las ciudades universitarias, aquélla era un lugar aséptico y falaz, un microclima humano huérfano de pobres y ancianos en el que cada año aterrizaba y del que cada año despegaba hacia el mundo real una población compuesta por jóvenes de paso procedentes de todo el planeta; sumado a la evidencia un tanto angustiante de que ni en la ciudad ni en vanos centenares de kilómetros a la redonda había más distracción que la de trabajar, esta circunstancia facilitaba sobremanera la vida social, y es un hecho que, en contraste con la quietud estudiosa del resto de la semana, desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche Urbana se convertía en un bullicioso hervidero de fiestas privadas que nadie parecía querer perderse y a las que todo el mundo parecía estar invitado. Pero a Rodney Falk no lo conocí en ninguna de aquellas fiestas particulares y multitudinarias, sino en el despacho que compartimos durante un semestre en la planta cuarta del Foreign Languages Building. Nunca sabré si me asignaron ese despacho por azar o porque nadie quería compartirlo con Rodney (me inclino antes por lo segundo que por lo primero), pero lo que sí sé es que, si no me lo hubiesen asignado, lo más probable es que Rodney y yo nunca hubiésemos trabado amistad y todo hubiese sido distinto y mi vida no sería como es y el recuerdo de Rodney se hubiera borrado de mi memoria como al cabo de los años se ha borrado el de casi toda la gente que conocí en Urbana. O quizá no tanto, quizá exagero. Al fin y al cabo es verdad que, sin que ni mucho menos se lo propusiera, Rodney no pasaba inadvertido en medio de la rigurosa uniformidad que imperaba en el departamento y que todo el mundo acataba sin rechistar, como si se tratase de una norma tácita pero palpable de profilaxis intelectual paradójicamente destinada a instigar la competencia entre los miembros de aquella comunidad orgullosa de su estricta observancia meritocrática. Rodney contravenía esa norma porque era bastante mayor que los demás ayudantes de español, casi ninguno de los cuales superábamos los treinta años, pero también porque jamás asistía a las reuniones, cócteles y encuentros convocados por el departamento, lo que todo el mundo achacaba, según comprobé enseguida, a su índole reservada y excéntrica, por no decir arisca, contribuyendo a aureolarle de una leyenda denigratoria que incluía el privilegio de haber obtenido su empleo de profesor de español gracias a su condición de veterano de la guerra de Vietnam. Recuerdo que en una recepción ofrecida por el departamento a los nuevos ayudantes, la víspera del día en que daban comienzo las clases, alguien comentó su ausencia consabida, lo que provocó de inmediato, entre el conciliábulo de colegas que me rodeaba, una catarata de conjeturas salvajes acerca de qué es lo que Rodney debía de enseñar a sus alumnos, porque nadie le había oído nunca hablar español.

– ¡Carajo! -zanjó entonces Laura Burns, que acababa de sumarse al corro-. A mí lo que me preocupa no es que Rodney no sepa una mierda de español, sino que cualquier día de éstos aparezca por aquí con un Ka-láshnikov y nos quite a todos de en medio.

Aún no había olvidado este comentario, que fue acogido con una carcajada unánime, cuando al otro día conocí finalmente a Rodney. Aquella mañana, la primera del curso, llegué muy temprano al departamento, y al abrir la puerta del despacho lo primero que vi fue a Rodney sentado a su mesa, leyendo; lo segundo fue que alzaba la vista del libro, que me miraba, que sin mediar palabra se levantaba. Hubo un instante irracional de pánico provocado por el recuerdo del exabrupto de Laura Burns (que de golpe de]ó de parecerme un exabrupto y también de parecerme divertido) y por el tamaño de aquel hombrón con fama de desequilibrado que avanzaba hacia mí; pero no eché a correr: con aprensión estreché la mano que me alargaba, traté de sonreír.

– Me llamo Rodney Falk -dijo, mirándome a los o)os con desconcertante intensidad y haciendo un ruido que sonó como un taconazo marcial-. ¿Y tú?

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