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El álgebra de los muertos

El viaje por Estados Unidos duró dos semanas durante las cuales recorrí el país de costa a costa, dominado al principio por un estado de ánimo al menos contradictorio: por una parte estaba expectante, deseoso no sólo de volver a Urbana, de volver a ver a Rodney, sino también -lo que quizá equivalía a lo mismo- de emerger por un tiempo de la suciedad del subsuelo y aligerarme del peso de un pasado que no existía o podía fingir que no existía en el lugar de arribada; pero, por otra parte, también sentía una aprensión acuciante porque por vez primera en casi un año iba a salir del estado de hibernación con el que había tratado de preservarme de la realidad e ignoraba cuál iba a ser mi reacción cuando volviera a exponerme a ella en carne viva. Así que, aunque pronto advertí que no me había desacostumbrado del todo a la intemperie, durante los primeros días tuve la sensación de andar un poco a ciegas, como quien después de un largo encierro a oscuras tarda un tiempo en habituarse a la luz. Salí de España un sábado y sólo al cabo de siete días llegué a Urbana, pero apenas pisé Estados Unidos empecé a tener noticias de la gente de Urbana. La primera escala del viaje fue la Universidad de Virginia, con sede en Charlottesviíle. Mi anfitrión, el profesor Victor T. Davies, un renombrado especialista en la literatura de la Ilustración, fue a buscarme al aeropuerto de Dulles, en Washington, y durante las dos horas de trayecto hasta la universidad hablamos de algunos conocidos comunes; entre ellos apareció Laura Burns. Hacía años que yo no tenía noticias de Laura, como no las tenía de ninguno de los amigos de Urbana, pero Davies mantenía frecuentes contactos con ella desde que había publicado una edición crítica (excelente, precisó) de Los eruditos a la viólela, la obra de Cadalso; según me contó Davies, Laura se había divorciado hacía varios años de su segundo marido y ahora impartía clases en la Universidad de Saint Louis, a menos de tres horas en coche de Urbana.

– Si hubiera sabido que erais amigos le hubiera dicho que ibas a venir -se lamentó Davies.

Al llegar a Charlottesviíle le pedí el número de teléfono de Laura y esa misma noche la llamé desde mi habitación en el Colonnade Club, un suntuoso pabellón dieciochesco destinado al alojamiento de los visitantes oficiales de la universidad. A Laura la llamada la llenó de un júbilo exagerado y casi contagioso y, superado el primer momento de estupor y tras un rápido intercambio de informaciones, acordamos que ella se pondría en contacto con John Borgheson, que ahora era el jefe del departamento y había organizado mi estancia en Urbana, y que en cualquier caso nos veríamos allí el sábado siguiente.

La segunda ciudad que visité fue Nueva York, donde debía pronunciar una conferencia en el Barnard College, una institución adscrita a la Universidad de Columbia. La misma noche de mi llegada, después de la conferencia, mí anfitriona, una profesora española llamada Mercedes Esteban, me invitó a cenar en compañía de otros dos colegas a un restaurante mexicano de la calle 43; allí, sentado a una mesa, nos aguardaba Felipe Vieri. Al parecer, Esteban y él se habían conocido cuando ambos enseñaban en la Universidad de Nueva York y desde entonces mantenían una buena amistad; había sido ella quien le había hecho saber de mi visita, y entre los dos habían organizado aquel reencuentro inesperado. Hacía muchos años que Vieri y yo habíamos dejado de escribirnos y que, aparte de alguna noticia dispersa cazada aquí y allá (desde luego a Vieri también le habían llegado los ecos del éxito de mi novela), lo ignorábamos todo el uno del otro, pero durante la cena mi amigo hizo cuanto pudo para rellenar ese hueco. Supe así que Vieri seguía enseñando en la Universidad de Nueva York, que seguía viviendo en Greenwich Village, que había publicado alguna novela y varios libros de ensayo, uno de los cuales versaba sobre el cine de Almodóvar; por mi parte le mentí igual que había hecho en la carta inútil que le había mandado a Rodney, igual que les había mentido a Davies y a Laura: le hablé de Gabriel y de Paula como si estuvieran vivos y de mi vida feliz de exitoso escritor provinciano. Pero de lo que más hablamos fue de Urbana. Vieri había traído consigo varios ejemplares de Línea Plural («una joya inencontrable», se burló, afeminando el gesto y la voz y dirigiéndose a los demás comensales) y un montón de fotos entre las que reconocí una de la reunión de colaboradores de la revista en la que Rodrigo Ginés refirió su encuentro dada con Rodney mientras éste pegaba pasquines trotskis-tas contra la General Electric. Señalando a un muchacho de sonrisa radiante que miraba a la cámara desde aquella foto, emparedado entre Rodrigo y yo, Vien preguntó:

– ¿Te acuerdas de Frank Solaún?

– Claro -contesté-. ¿Qué ha sido de él?

– Murió hace siete años -dijo Vien sin apartar la vista de la foto-. De sida.

Asentí, pero nadie añadió ningún comentario y continuamos hablando: de Borgheson, de Laura, de Rodrigo Gmés, de amigos y conocidos; Vien tenía noticias bastante precisas de muchos de ellos, pero durante la cena no me atreví a preguntarle por Rodney. Lo hice más tarde, en un bar situado en la esquina de Broadway y la calle 121, cerca del Union Theological Semínary -el dormitorio de la universidad en el que me alojaba-, donde estuvimos conversando a solas hasta la madrugada. Previsiblemente, Vieri se acordaba muy bien de Rodney; previsiblemente, no había vuelto a saber de él; también previsiblemente, se extrañó de que fuera yo, que había sido su único amigo en Urbana, quien le preguntara por Rodney.

– Seguro que en Urbana alguien sabe de él -aventuró.

Con esa esperanza llegué por fin a Urbana al mediodía del sábado, procedente de Chicago. Recuerdo que al despegar del aeropuerto de O'Hare y empezar a sobrevolar los suburbios de la ciudad -con la línea dentada de los rascacielos recortándose contra el azul inflamado del cielo y el azul intenso del lago Michigan- no pude evitar acordarme de mi primer viaje desde Chicago hasta Urbana, diecisiete años atrás, en un autobús de la Greyhound asediado por la canícula de agosto, mientras a mi alrededor desfilaba una extensión inacabable de tierra parda y deshabitada idéntica a la que ahora parecía casi detenida bajo mi avión, salpicada aquí y allá de manchas verdes y ranchos dispersos; me acordé de aquel primer viaje y me pareció asombroso estar a punto de llegar de nuevo a Urbana, un lugar que en aquel momento, justo cuando iba a poner los pies en él después de tanto tiempo, de repente me pareció tan ilusorio como una invención del deseo o la nostalgia. Pero Urbana no era una invención. En el aeropuerto me esperaba John Borgheson, tal vez más calvo pero no más decrépito que la última vez que lo había visto años atrás, en Barcelona, en todo caso igual de afable y acogedor y más británico que nunca y, mientras me llevaba al Chancellor Hotel y yo contemplaba sin reconocerlas las calles de Urbana, me detalló el plan que había diseñado para mi estancia en la ciudad, me contó que la fiesta de bienvenida estaba prevista para aquella misma tarde a las seis y me propuso pasar a buscarme por el hotel diez minutos antes de esa hora. En el Chancellor me duché y me cambié de ropa; luego bajé al hall y maté el tiempo paseando arriba y abajo a la espera de Borgheson, hasta que en algún momento me pareció reconocer fugazmente a alguien; sorprendido, retrocedí, pero lo único que vi fue mi rostro reflejado en un gran espejo de pared. Preguntándome cuánto tiempo hacía que no me miraba en un espejo, miré mi rostro en el espejo igual que si mirara el de un desconocido, y mientras lo hacía imaginé que estaba cambiando de piel, pensé que aquél era el lugar de arribada, pensé en el peso del pasado y en la suciedad del subsuelo y en la prometida claridad de la intemperie, y pensé también que, aunque el objetivo de aquel viaje fuera quimérico o absurdo, el hecho de haberlo emprendido no lo era.

Borghesen llegó a la hora fijada y me llevó a la casa de una profesora de literatura que había insistido en organizar la fiesta. Se llamaba Elizabeth Bell y había llegado a Urbana casi al mismo tiempo que yo me marchaba de allí, así que sólo la recordaba vagamente; en cuanto a los demás invitados, en su mayoría profesores y ayudantes de español, no conocía a ninguno. Hasta que apareció Laura Burns, rubia, guapa y urgente, que me abrazó y me besó con estrépito, besó y abrazó con estrépito a Borgheson, con estrépito saludó a los demás invitados y de inmediato se adueñó de la conversación, al parecer dispuesta a cobrarnos con su protagonismo absoluto las dos horas y medía de coche que había empleado en venir desde Saint Louis. No era la primera vez que hacía ese viaje: durante la conversación telefónica que había mantenido con ella desde Charlottesville, Laura me contó que de vez en cuando iba a visitar a Borgheson, quien, según comprobé aquella noche, había dejado de tratarla como a una discípula sobresaliente para tratarla como a una hijastra díscola cuyas calaveradas se avergonzaba de considerar irresistiblemente graciosas. Durante la cena Laura no dejó ni un instante de hablar, aunque, pese a que estábamos sentados uno al lado del otro, no cruzó una palabra conmigo a solas o en un aparte; lo que hizo fue hablarles a los otros de mí, como si fuera una de esas esposas o madres que, igual que criaturas simbióticas, sólo parecen vivir en función de los logros de sus esposos o hijos. Primero habló del éxito de mi novela, sobre la que había escrito un artículo encomiástico en World Literature Today, y más tarde discutió con Borgheson, Elizabeth Bell y el mando de ésta -un lingüista español llamado Andrés Viñas- sobre los personajes reales que se ocultaban tras los personajes ficticios de El inquilíno, la novela que yo había escrito y ambientado en Urbana, y en algún momento contó que el jefe del departamento de aquella época se había sentido retratado en el jefe del departamento que aparecía en el libro y se las había arreglado para que desaparecieran todos los ejemplares que guardaba la biblioteca, pero me extrañó que ni Laura ni Borgheson ni Elizabeth Bell ni Viñas mencionaran a Olalde, el ficticio profesor español cuyo físico extravagante -y quizá no sólo su físico- estaba transparentemente inspirado en el físico de Rodney. Luego Laura pareció cansarse de hablar de mí y empezó a contar anécdotas y a burlarse a carcajadas de sus dos antiguos mandos y sobre todo de sí misma como mujer de sus dos antiguos maridos. Sólo después de la cena Laura cedió el monopolio de la conversación, que inevitablemente derivó entonces hacia un catálogo razonado de las diferencias que separaban la Urbana de quince años atrás y la Urbana actual, y luego hacia el recuento deshilacliado de las vidas tan dispares como azarosas que habían llevado en aquel tiempo los profesores y ayudantes con quienes yo había coincidido allí. Todo el mundo conocía alguna historia o algún retazo de historia, pero quien parecía mejor informado era Borgheson, al fin y al cabo el profesor más antiguo del departamento, así que cuando salimos a fumarnos un cigarrillo al jardín en compañía de Laura, de Viñas y de un ayudante le pregunté si sabía algo de Rodney.

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