Regresé a España poco más de un año después de aquella tarde de primavera en que el padre de Rodney me contó la historia de su hijo. Durante el tiempo que todavía pasé en Urbana ocurrieron muchas cosas. No voy a tratar de contarlas aquí, y no sólo porque sería tedioso, sino sobre todo porque la mayoría de ellas no pertenece a esta historia. O quizá sí le pertenece y yo todavía no he sabido advertirlo. Da igual. Sólo diré que en verano pasé un mes de vacaciones en España; que al curso siguiente, de vuelta en Urbana, seguí con mis clases y mis cosas, y que por entonces empecé una tesis doctoral (que nunca acabé) dirigida por John Borgheson; que tuve amigos y amantes y que me hice más amigo de los amigos que ya tenía, sobre todo de Rodrigo Ginés, de Laura Burns, de Felipe Vieri; que estuve ocupado viviendo y no estuve ocupado muriendo; que durante todo aquel tiempo trabajé con ahínco en mi novela. Tanto, que en la primavera del año siguiente ya la había terminado. No estoy seguro de que fuera una buena novela, pero era mi primera novela, y escribirla me hizo sumamente feliz, por la simple razón de que me demostró a mí mismo que era capaz de escribir novelas. Por si acaso añadiré que no trataba de Rodney, aunque en ella aparecía un personaje secundario cuyo aspecto físico estaba en deuda con el aspecto físico de Rodney; sí era, en cambio, una novela de fantasmas o zombis ambientada en Urbana y protagonizada por un personaje exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo… De manera que cuando me marché de Urbana yo iba cargado con mi primera novela, sintiéndome muy afortunado y sintiendo también que, aunque no había viajado mucho, ni había visto demasiado mundo, ni había vivido con demasiada intensidad ni acumulado demasiadas experiencias, aquella larga temporada en Estados Unidos había sido mi verdadero doctorado, convencido de que ya no tenía nada más que aprender allí y de que, si quería convertirme en un escritor de verdad y no en un fantasma o un zombi -como Rodney y como los personajes de mi novela y como algunos habitantes de Urbana-, entonces debía regresar de inmediato a casa.
Así lo hice. Aunque estaba dispuesto a volver a cualquier precio, la verdad es que el retorno resultó menos incierto de lo previsto, porque en el mes de mayo, justo cuando ya estaba a punto de hacer las maletas, Marcelo Cuartero me telefoneó desde Barcelona para ofrecerme un puesto de profesor asociado en la Autónoma. El sueldo era escaso, pero, sumado a los ingresos que me proporcionaban algunos encargos circunstanciales, me bastó para alquilar un estudio en el barrio de Sant Antom y para sobrevivir sin demasiados apuros a la espera de la publicación de la novela. Fue así como empecé a recuperar con avidez mi vida de Barcelona; también, naturalmente, recuperé a Marcos Luna. Para entonces Marcos ya vivía con Patricia, una fotógrafa que trabajaba para una revista de moda, se ganaba la vida dibujando en un periódico y había empezado a exponer con cierta regularidad y a hacerse un nombre entre los pintores de su generación. Fue precisamente Marcos quien a finales de aquel mismo año, después de que mi novela se hubiera publicado en una editorial minoritaria en medio de un silencio apenas roto por una reseña inútil y delirantemente elogiosa de un discípulo de Marcelo Cuartero (o del propio Marcelo Cuartero bajo seudónimo), me consiguió una entrevista con un subdirector de su periódico, quien a su vez me invitó a escribir crónicas y reseñas para el suplemento cultural De modo que, mal que bien, con la ayuda de Marcos y de Marcelo Cuartero empecé a salir adelante en Barcelona mientras ponía manos a la obra en mi segunda novela. Mucho antes de que consiguiera terminarla, sin embargo, apareció Paula, lo que acabó trastocándolo todo, incluida la propia novela. Paula era rubia, tímida, espigada y diáfana, una de esas treintañeras disciplinadas y esquivas cuya altivez de apariencia es una máscara transparente de su imperiosa necesidad de afecto. Por entonces acababa de separarse de su primer marido y trabajaba en la sección de cultura del periódico; como yo apenas acudía por la redacción, tardé bastante en conocerla, pero cuando por fin lo hice comprendí que el padre de Rodney tenía razón y que enamorarse es dejarse derrotar al mismo tiempo por la insensatez y por una enfermedad que sólo cura el tiempo. Lo que quiero decir es que me enamoré de tal manera de Paula que, en cuanto la conocí, tuve la seguridad que tienen todos los enamorados: la de que hasta entonces nunca me había enamorado de nadie. El idilio fue maravilloso y extenuante, pero sobre todo fue una insensatez y, como una insensatez lleva a la otra, al cabo de unos meses me fui a vivir con Paula, luego nos casamos y luego tuvimos un hijo, Gabriel. Todas estas cosas ocurrieron en un lapso muy breve de tiempo (o en lo que a mí me pareció un lapso muy breve de tiempo), y cuando quise darme cuenta ya estaba viviendo en una casita adosada, con jardín y mucho sol, en un barrio residencial de las afueras de Gerona, convertido de pronto en protagonista casi involuntario de una insulsa estampa de bienestar provinciano que ni en la peor de mis pesadillas de joven aspirante a escritor saturado de sueños de triunfo hubiese imaginado.
Pero, para mi sorpresa, la decisión de cambiar de ciudad y de vida resultó ser un acierto. En teoría la habíamos tomado porque Gerona era un lugar más barato y más tranquilo que Barcelona, desde el que uno se podía plantar en el centro de la capital en una hora, pero en la práctica y con el tiempo descubrí que las ventajas no acababan ahí: como en Gerona el sueldo de Paula en el periódico casi alcanzaba para satisfacer las necesidades de la familia, pronto pude abandonar el trabajo en la universidad y los artículos del periódico para dedicarme de lleno a escribir mis libros; a ello hay que sumar el hecho de que en Gerona contábamos con la ayuda para todo de familiares y amigos con hijos, y de que apenas había distracciones, de manera que nuestra vida social era nula. Por lo demás, Paula iba y venia a diario a Barcelona, mientras que yo me ocupaba de la casa y de Gabriel, lo que me dejaba mucho tiempo libre para mi trabajo. El resultado de este entramado favorable de circunstancias fueron los años más felices de mi vida y cuatro libros, dos novelas, una recopilación de crónicas y un ensayo. Es verdad que todos ellos pasaron tan inadvertidos como el primero, pero también es verdad que yo no vivía esa invisibilidad como una frustración, y mucho menos como un fracaso. En primer lugar, por una mezcla defensiva de humildad, soberbia y cobardía: no me desazonaba que mis libros no merecieran más atención de la que recibían porque no creía que la merecieran y, al mismo tiempo, porque pensaba que muy pocos lectores se hallaban en condiciones de apreciarlos, pero también porque temía en secreto que, si merecían más atención de la que recibían, acabarían fatalmente revelando su flagrante indigencia. Y, en segundo lugar, porque para entonces ya había comprendido que, si yo era escritor, lo era porque me había convertido en un chiflado que tiene la obligación de mirar la realidad y que a veces la ve y que, si había elegido aquel oficio cabrón, quizá era porque yo no podía ser otra cosa más que escritor: porque en cierto modo no había sido yo quien había elegido mi oficio, sino que había sido mi oficio quien me había elegido a mí.
Pasó el tiempo. Empecé a olvidar Urbana. No supe olvidar, en cambio (o no por completo), a los amigos de Urbana, sobre todo porque de forma ocasional y sin que yo me lo propusiera seguían llegándome noticias suyas. El único que aún permanecía allí era John Borgheson, a quien volví a ver varias veces, cada vez más catedrático venerable y cada vez más británico, en sus visitas ocasionales a Barcelona. Felipe Vieri había terminado sus estudios en Nueva York, había conseguido un empleo de profesor en la Universidad de Nueva York y desde entonces vivía en Greenwich Village, convertido en lo que siempre había deseado ser: un neoyorquino de pies a cabeza. La vida de Laura Burns era más turbulenta y más variada: había terminado su doctorado en Urbana, se había casado con un ingeniero informático de Hawai, se había divorciado y, después de haber peregrinado por vanas universidades de la Costa Oeste, había aterrizado en Oklahoma City, donde había vuelto a casarse, ahora con un hombre de negocios que la había retirado de su trabajo en la universidad y la obligaba a vivir a caballo entre Oklahoma y Ciudad de México. En cuanto a Rodrigo Ginés, también él había terminado su doctorado en Urbana y, tras enseñar durante un par de años en la Purdue University, había regresado a Chile, pero no a Santiago, sino a Coyhiaque, al sur del país, donde se había casado de nuevo y dictaba sus clases en la Universidad de Los Lagos.
Del único que no supe nada en mucho tiempo fue de Rodney, y ello a pesar de que, cada vez que entraba en contacto con alguien que había estado en Urbana en mi época (o inmediatamente antes, o inmediatamente después), acababa preguntando por él. Pero que no supiera nada de Rodney tampoco significa que lo hubiera olvidado. De hecho, ahora sería fácil imaginar que nunca dejé de pensar en él durante todos aquellos años; la realidad es que tal cosa sólo es en parte cierta. Es verdad que de vez en cuando me preguntaba qué habría sido de Rodney y de su padre, cuánto tiempo habría tardado mi amigo en volver a su casa tras su huida y cuánto tiempo habría tardado en volverse a marchar tras su retorno. También es verdad que por lo menos en un par de ocasiones me atacó seriamente el deseo o la urgencia de contar su historia y que, cada vez que eso ocurrió, desempolvé los tres portafolios de cartón negro con cierre de goma que me había entregado su padre y releí las cartas que contenían y las notas que yo había tomado, nada más regresar a Urbana, del relato que él me había hecho aquella tarde en Rantoul, igual que es verdad que me documenté a fondo leyendo cuanto cayó en mis manos acerca de la guerra de Vietnam, y que tomé páginas y páginas de notas, hice esquemas, definí personajes y planeé escenas y diálogos, pero lo cierto es que siempre quedaban piezas sueltas que no encajaban, puntos ciegos imposibles de clarificar (sobre todo dos: qué había ocurrido en My Khe, quién era Tommy Bírban), y que tal vez por ello cada vez que me resolvía a empezar a escribir acababa abandonándolo al poco tiempo, embarrancado en mi impotencia para dotar de sentido a aquella historia que en el fondo (o eso es al menos lo que sospechaba por entonces) tal vez carecía de él. Era una sensación extraña, como si, aunque el padre de Rod-ney me hubiera hecho de algún modo responsable de la historia de desastre de su hijo, esa historia no acabara de pertenecerme del todo y no fuese yo quien debía contarla y por tanto me faltasen el coraje, la locura y la desesperación que requería contarla, o quizá como si todavía fuese una historia inacabada, que aún no había alcanzado el punto de cocción o madurez o coherencia que hace que una historia ya no se resista con obstinación a ser escrita. Y es verdad también que, como me había ocurrido en Urbana con mi primera novela frustrada, durante años yo fui casi incapaz de ponerme a escribir sin sentir el aliento de Rodney a mi espalda, sin pensar qué hubiese opinado él de esta frase o aquélla, de este adjetivo o aquél -como si la sombra de Rodney fuese al mismo tiempo un juez furibundo y un ángel tutelar-, y por supuesto aún era más incapaz de leer a los autores favoritos de Rodney -y los leía mucho- sin discutir mentalmente los gustos y las opiniones de mi amigo. Todo eso es verdad, pero asimismo lo es que, a medida que pasaba el tiempo y el recuerdo de Urbana iba disolviéndose en la distancia como la estela espumeante de un avión que se aleja en el cielo purísimo, también el recuerdo de Rodney se disolvía con él, así que para cuando mi amigo reapareció de forma inesperada yo no sólo estaba ya convencido de que nunca escribiría su historia, sino también de que, a menos que un azar improbable lo impidiese, nunca volvería a verle de nuevo.