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La verdad es que tanto unas como otras eran cartas completamente distintas de las que había escrito hasta entonces, y con el tiempo su padre acabó atribuyendo este cambio -tal vez porque necesitaba atribuirlo a alguna razón tangible- al hábito inmoderado de la marihuana y el alcohol que Rodney contrajo durante sus primeros meses en el frente. En las cartas anteriores Rodney tiende a anotar sobre todo hechos y por lo general rehuye las reflexiones abstractas; ahora, en cambio, los hechos y las personas se han volatilizado y apenas queda otra cosa que pensamientos, singulares pensamientos de una vehemencia que horrorizaba a su padre, y que a no mucho tardar le llevarían a la ingrata conclusión de que su hijo estaba perdiendo el juicio sin remedio. «Ahora conozco la verdad de la guerra», escribe por ejemplo Rodney en una de esas cartas.

«La verdad de esta guerra y de cualquier otra guerra, la verdad de todas las guerras, la verdad que tú conoces como la conozco yo y la conoce cualquiera que haya estado en una guerra, porque en el fondo del fondo esta guerra no es distinta sino igual que todas las guerras y en el fondo del fondo la verdad de la guerra es siempre la misma. Todo el mundo conoce aquí esa verdad, sólo que nadie tiene el valor de admitirla. Todos mienten. Yo también. Quiero decir que yo también mentía hasta que he dejado de hacerlo, hasta que me he asqueado de mentir, hasta que la mentira me ha asqueado más que la muerte: la mentira es sucia, la muerte es limpia. Y ésa es precisamente la verdad que todo el mundo aquí conoce (que conoce cualquiera que haya estado en una guerra) y nadie quiere admitir. Que todo esto es hermoso: que la guerra es hermosa, que el combate es hermoso, que es hermosa la muerte. No me refiero a la belleza de la luna elevándose como una moneda plateada en la noche sofocante de los arrozales, ni a las cintas de sangre que dibujan en la oscuridad las balas trazadoras, ni al instante milagroso de silencio que algunos atardeceres abren en el bullicio sin pausa de la jungla, ni a esos momentos extremos en que uno parece anularse y con él se anulan su miedo y su angustia y su soledad y su vergüenza y se funden con la vergüenza y la soledad y la angustia y el miedo de quienes están a su lado, y entonces la identidad gozosamente se evapora y uno ya no es nadie. No, no es sólo eso. Es sobre todo la alegría de matar, no sólo porque mientras son los otros los que mueren uno sigue vivo, sino también porque no hay placer comparable al placer de matar, no hay sensación comparable a la sensación portentosa de matar, de arrebatarle absolutamente todo lo que tiene y es a otro ser humano absolutamente idéntico a uno mismo, uno siente entonces algo que ni siquiera podía imaginar que es posible sentir, una sensación semejante a la que debimos de sentir al nacer y hemos olvidado, o a la que sintió Dios al crearnos o a la que debe de sentirse pariendo, sí, eso es exactamente lo que uno siente cuando mata, ¿no, papá?, la sensación de que uno está haciendo algo por fin importante, algo verdaderamente esencial, algo para lo que había venido preparándose sin saberlo durante toda la vida y que, de no haber podido hacerlo, le hubiera convertido sin remedio en un desecho, en un hombre sin verdad, sin cohesión y sin sustancia, porque matar es tan hermoso que nos completa, le obliga a uno a llegar a zonas de sí mismo que ni siquiera atisbaba, es como estar descubriéndose, descubriendo inmensos continentes de fauna y flora desconocidas allí donde uno imaginaba que no había más que tierra colonizada, y por eso ahora, después de haber conocido la belleza transparente de la muerte, la belleza ilimitada y centelleante de la muerte, siento como si fuera más grande, como si me hubiera ensanchado y alargado y prolongado más allá de mis límites anteriores, tan mezquinos, y por eso pienso también que todo el mundo debería tener derecho a matar, para ensancharse y alargarse y prolongarse cuanto pueda, para alcanzar esas caras de éxtasis o beatitud que yo he visto en la gente que mata, para conocerse a fondo o ir tan lejos como la guerra le permita, y la guerra permite ir muy lejos y muy deprisa, más lejos y más deprisa todavía, más deprisa, más deprisa, más deprisa, hay momentos en que de repente todo se acelera y hay una fulguración, un vértigo y una pérdida, la certeza devastadora de que si consiguiéramos viajar más deprisa que la luz veríamos el futuro. Eso es lo que he descubierto. Eso es lo que ahora sé. Lo que sabemos todos los que estamos aquí, y lo que sabían los que estaban y ya no están, y también los alucinados o los valientes que nunca estuvieron pero es como si hubieran estado, porque vieron todo esto mucho antes de que existiera. Lo saben todos, todo el mundo. Pero lo que me asquea no es que eso sea verdad, sino que nadie diga la verdad, y estoy a punto de preguntarme por qué nadie lo hace y se me ocurre algo que nunca se me había ocurrido, y es que quizá nadie lo diga no por cobardía, sino simplemente porque suena falso o absurdo o monstruoso, porque nadie que no sepa de antemano la verdad está capacitado para aceptarla, porque nadie que no haya estado aquí va a aceptar lo que aquí sabe cualquier soldado raso, y es que las cosas que tienen sentido no son verdad. Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda. Y lo peor de todo es que sólo cuando uno sabe esto, cuando uno aprende lo que sólo puede aprenderse aquí, cuando uno finalmente acepta la verdad, sólo entonces puede ser feliz. Te lo diré de otro modo: antes odiaba la guerra y odiaba la vida y sobre todo me odiaba a mí; ahora amo la vida y la guerra y sobre todo me amo a mí. Ahora soy feliz.»

Podría espigar un puñado de pasajes análogos entresacados de las cartas que Rodney escribió en esta época: todas de tono similar, todas igualmente oscuras, inmorales o abstrusas. Es verdad que a uno le asalta la tentación de reconocer en esas palabras desquiciadas algo así como el negativo de una radiografía de la mente de Rodney en aquel momento de su vida, y hasta de leer muchas más cosas de las que tal vez Rodney quiso encerrar en ellas. Resistiré la tentación, evitaré interpretaciones.

Apenas le dieron de alta en el hospital, Rodney se reintegró a su compañía, y dos meses más tarde, cuando faltaban pocos días para que concluyese su estancia obligatoria en Vietnam, gracias a un conocido que le franqueó la entrada a la embajada norteamericana en Saigón telefoneó por vez primera a sus padres y les comunicó que no iba a volver a casa. Había resuelto reengancharse en el ejército. Tal vez porque comprendieron de inmediato que la decisión era irrevocable, los padres de Rodney ni siquiera trataron de que la reconsiderara, sino sólo de entenderla. No lo consiguieron. Sin embargo, después de una conversación tan larga como entrecortada de súplicas y de sollozos, acabaron aferrándose a la precaria esperanza de que su hijo no había perdido la razón, sino que simplemente la guerra lo había convertido en otro, ya no era el mismo muchacho que ellos habían engendrado y criado y por eso ya no podía imaginarse a sí mismo de vuelta en casa como si nada hubiera ocurrido, porque la sola perspectiva de reintegrarse a su vida de estudiante (prolongándola en un doctorado, como en un principio había previsto) o la de buscar un trabajo en una escuela secundaria, o, más aún, la de recuperar durante una larga temporada de reposo la placidez provinciana de Rantoul, ahora le parecía ridícula o imposible, y lo abrumaba con un pánico que no alcanzaban a entender. Así que Rodney permaneció otros seis meses en Viet-nam. Su padre ignoraba casi todo lo ocurrido a su hijo en esa época, durante la cual cesó por completo la correspondencia de Rodney con la familia, que no tuvo noticias de él más que por unos pocos telegramas en los que, con laconismo militar, les informaba de que se encontraba bien. Lo único que el padre de Rodney consiguió averiguar más tarde fue que en aquel tiempo su hijo estuvo peleandcven una unidad de élite de lucha antiguerrillera conocida como Tiger Forcé, integrada en el primer batallón de la 101 División Aerotransportada, y es indudable que durante esos seis meses Rodney entró en combate mucho más a menudo de lo que lo había hecho hasta entonces, porque cuando a finales del verano de 1969 tomó el avión de vuelta a casa lo hizo con el pecho blindado de medallas – la Estrella de Plata al valor y el Corazón de Púrpura figuraban entre ellas- y una lesión de cadera que lo iba a acompañar de por vida, condenándolo a caminar para siempre con su paso trompicado e inestable de perdedor.

El retorno fue catastrófico. El padre de Rodney recordaba muy bien la llegada de su hijo a Chicago. Desde hacía dos semanas Julia Flores y él, que apenas se conocían personalmente, se llamaban por teléfono a menudo para ultimar los preparativos, pero cuando llegó el gran día todo salió desde el principio al revés: el autobús de la Greyhound en el que su mujer y él hicieron el viaje desde Rantoul liego a Chicago con casi dos horas de retraso a causa de un accidente de tráfico; allí los aguardaba Julia, que los montó en su coche y los condujo a toda prisa al aeropuerto de O'Hare, pero en el acceso a éste los retuvo un atasco, de forma que para cuando los tres entraron en la terminal ya hacía más de una hora que el avión de Rodney había aterrizado. Preguntaron aquí y allá, y finalmente, después de dar muchas vueltas y hacer muchas averiguaciones, tuvieron que ir en busca de Rodney a una comisaría. Lo encontraron solo y desencajado, pero no quiso darles ninguna explicación, ni aquel día ní nunca y, para no arruinar aún más el reencuentro, ellos prefirieron no pedírsela a la policía. Sólo varios meses más tarde tuvo el padre de Rodney una idea precisa de lo ocurrido aquella mañana en el aeropuerto. Fue después del juicio que se le instruyó a Rodney -y a raíz del cual éste fue condenado al pago de una multa cuyo monto abonó su familia-, un juicio al que Rodney prohibió asistir a su padre y a su madre y cuyo desarrollo y contenido no conoció aquél sino luego de entrevistarse a escondidas con el abogado defensor de su hijo. El abogado, un izquierdista de prestigio llamado Donald Pludovsky, que había aceptado llevar el caso porque era amigo de un amigo del padre de Rodney y que desde el principio de la conversación se esforzó por tranquilizarlo tratando de restarle importancia al episodio, le recibió en su despacho de la calle Wabash y empezó contándole que Rodney había hecho con un soldado negro los tres días del viaje de vuelta desde Vietnam (primero desde Saigón hasta Tokio en un C-41 de la fuerza aérea, después desde las Filipinas hasta San Francisco en un reactor de la World Airways, y por fin desde allí hasta Chicago) y que, al bajar en O'Hare y advertir que nadie estaba esperándoles, los dos decidieron ir a desayunar a una cafetería. La terminal estaba inusualmente concurrida y reinaba en ella una atmósfera de fiesta, o ésa fue al menos la primera, aturdida y feliz impresión que tuvieron los dos recién llegados, hasta que en un determinado momento, mientras arrastraban sus macutos por un pasillo abarrotado de gente, una chica se desgajó da-un grupo de estudiantes, abordó a Rodney, que de los dos veteranos era el único que aún vestía de uniforme, y le preguntó si venía de Vietnam. Extrañado por la ausencia de sus padres y de Julia, que habían prometido estar esperándole en el aeropuerto, Rodney tal vez imaginó que la chica había sido enviada por ellos, así que se detuvo y sonrió, alegremente le dijo que sí. Entonces la chica le escupió en la cara. Mirándola sin entender, Rodney le preguntó a la chica por qué había hecho aquello, pero, como no contestó, tras un instante de vacilación se limpió la saliva y echó a andar de nuevo- Los estudiantes los siguieron: coreaban lemas contra la guerra, se reían, les gritaban cosas que no entendían, los insultaban. Hasta que Rodney no aguantó más, se dio media vuelta y los enfrentó; el soldado negro le agarró de un brazo y le pidió que no les hiciera caso, pero Rodney se zafó y, mientras los estudiantes seguían con sus cánticos y sus gritos, trató en vano de hablar con ellos, trató de razonar, pero al final desistió, les dijo que ellos no les habían hecho nada y les pidió que los dejaran en paz. Ya iban a seguir su camino cuando un comentario injurioso o retador, proferido por un muchacho de pelo muy largo, se abrió paso entre el alboroto de los estudiantes, y al momento Rodney se abalanzó sobre el muchacho y empezó a pegarle una paliza que lo hubiera matado de no ser por la intervención in extremis de la policía del aeropuerto. «Y no hubo nada más», le dijo Pludovsky al padre de Rodney, recostándose en su butaca con un cigarrillo en la mano y un aire indisimulable de satisfacción, impostando el tono intrascendente de quien acaba de contar una travesura no exenta de gracia. El padre de Rodney no sonrió, no dijo nada, se limitó a permanecer unos instantes en silencio y luego, sin mirarle, le pidió al abogado que le contara qué era lo que le había dicho el muchacho a Rodney. «Ah, eso», trató de sonreír Pludovsky. «Bueno, la verdad es que no lo recuerdo exactamente.» «Claro que lo recuerda», dijo sin dudar el padre de Rodney. «Y quiero que me lo diga." Bruscamente incómodo, Pludovsky suspiró, apagó el cigarrillo, entrelazó las manos encima de su gran mesa de roble. «Como quiera», dijo con fastidio, como si acabara de escapársele un caso en el último momento y de la forma más estúpida. «Lo que el muchacho dijo fue: "Mirad qué cobardes son estos asesinos de niños".» Cuando el padre de Rodney salió del despacho del abogado ya había comprendido que el altercado de O'Hare había sido sólo un reflejo de lo ocurrido en los últimos meses y una prefiguración de lo que iba a ocurrir en el futuro. No se equivocó. Porque la vida de Rodney nunca volvió a parecerse a la que un año y medio atrás había abandonado a la fuerza para irse a Vietnam. El mismo día de su llegada a Rantoul los amigos de siempre le tenían preparada una fiesta de bienvenida; su madre lo convenció para que asistiera a ella, pero, aunque salió de casa arreglado para la ocasión y con las llaves del coche en la mano y regresó cuando ya era de madrugada, a la mañana siguiente sus padres se enteraron de que ni siquiera había aparecido por la fiesta, y en días posteriores supieron por vecinos y amigos que Rodney se había pasado aquella noche hablando por teléfono desde una cabina cercana a la estación del tren y dando vueltas alrededor de la ciudad en el Ford de su padre. Unos pocos meses después Julia y él se casaron y se fueron a vivir a un suburbio de Minneapolis donde ella enseñaba en una escuela secundaria. La unión duró apenas dos años, pero fue sólo gracias a la tenacidad de Julia; de hecho, bastó mucho menos tiempo para que ella advirtiera que aquél era un matrimonio imposible, como cualquier otro que por entonces hubiera intentado Rodney. Éste, en apariencia, había regresado de Vietnam, pero en realidad era como si todavía estuviera allí, o como si se hubiera traído consigo a casa el Vietnam. Peor aún: mientras estaba en Vietnam Rodney no cesaba de hablar de Vietnam en las cartas que escribía a sus padres, a Julia, a sus amigos; ahora, en cambio, dejó por completo de hacerlo, y no quizá porque no lo deseara -la verdad era más bien la contraria: probablemente no había nada en el mundo que desease tanto-, sino porque no podía, quién sabe si porque abrigaba la certeza de que nadie se hallaba en condiciones de entender lo que tenía que contar, o porque pensaba que no debía hacerlo, igual que si hubiera visto y vivido algo que cuantos le conocían debían seguir ignorando. Lo cierto es que saltaba a la vista que, si mientras estaba en Vietnam no pensaba más que en Estados Unidos, ahora que estaba en Estados Unidos no pensaba más que en Vietnam. Es posible que en muchos momentos sintiese nostalgia de la guerra, que pensase que nunca debía haber regresado a casa y que debía haber muerto allí, peleando hombro con hombro junto a sus compañeros. Es posible que en muchos momentos sintiese que, comparada con la vida de alimaña acorralada que ahora llevaba en Estados Unidos, la vida en Vietnam era más seria, más verdadera, más digna de ser vivida. Es posible que comprendiera que nunca podría volver al país que había abandonado para irse a Vietnam, y no sólo porque ya no existía y era otro, sino porque tampoco él era ya el mismo que lo abandonó. Es posible que muy pronto aceptara que nadie vuelve de Vietnam: que, una vez se ha estado allí, el regreso es imposible. Y es casi seguro que, como tantos otros veteranos de Vietnam, se sintió burlado, porque apenas pisó tierra americana supo que todo el país lo despreciaba o, en el mejor de los casos, que deseaba esconderlo como si su mera presencia fuera una vergüenza, un insulto o una acusación. Rodney no podía esperar que lo recibieran como a un héroe (porque no lo era y porque no ignoraba que a los derrotados nadie los recibe como a héroes, aunque lo sean), pero tampoco que el mismo país que le había exigido dimitir de su conciencia y cumplir con su deber de americano no desertando al Canadá y acudiendo a una guerra infame y ajena, ahora rehuyese su presencia igual que sí se tratara de un criminal o un apestado. La suya y la de tantos veteranos como él, quienes, si eran culpables de algo, lo eran porque los habían empujado a serlo las circunstancias brutales de la guerra y el país que les había obligado a hacerla. O eso es al menos lo que por entonces debió de pensar Rodney, igual que lo pensaron tantos otros veteranos de Vietnam a su vuelta a casa. En cuanto a su antigua militancia antibelicista, es indudable que ahora Rodney tenía muchos más argumentos que en sus años de estudiante para considerar aquella guerra una estafa orquestada por el fanatismo y la irresponsabilidad de la clase política y alimentada por el uso fraudulento que ésta había hecho de la retórica de los viejos valores norteamericanos, pero también es indudable -o al menos lo era para el padre de Rodney- que el hecho de estar o no contra la guerra había quedado reducido a sus ojos al rango de una cuestión casi banal, desplazada a un segundo plano por la lancinante ignominia de que Estados Unidos hubiera enviado a miles y miles de muchachos al matadero y luego los hubiera abandonado a su suerte en un lugar perdido en el mapa, enfermos, exhaustos y enloquecidos, ebrios de deseos y de impotencia, peleando a muerte contra su propia sombra en las ciénagas de un país calcinado.

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