– Pietro es mucho mejor poeta que yo y ya le ha dedicado uno de sus poemas.
– ¡Que lo lea! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Suficiente en el ademán aunque prudente en el habla, Bembo expone:
– Para esta primera ocasión no traigo nada propio. Pero sí he memorizado un poema en español, de Lope de Zúñiga. Sus palabras sonarán como si fueran mías.
"Yo pienso que si muriese y con mis males finase desear.
Tan grande amor fenesciese que todo el mundo quedase sin amar.
Mas esto considerando mi tarde morir es luego tanto bueno.
Que debo razón usando gloria sentir en el fuego donde peno."
Han entrado en la estancia Adriana y las dos damas jóvenes mientras recitaba Bembo y se suman al alborozo casi pueril con el que Lucrecia ha recogido el homenaje.
Tan pueril que retiene a Bembo por un brazo y se lo lleva hasta la ventana, donde conversan sin ser escuchados. Suspira Strozzi ante la evidencia del impacto y recoge su suspiro Adriana.
– ¿Mal de amores?
– Voluntario. Controlado.
Necesario. Petrarquista. Yo no sería nada, ni nadie sin mal de amores.
– Aparte de poeta, ¿qué otra cosa es Pietro Bembo?
– Bello y ambicioso.
– No es poca cosa.
Pero no hay tiempo para continuar la justa de intenciones porque a la puerta asoma Francesco de Gonzaga, que busca con los ojos a Lucrecia y cuando la halla en tan buena compañía le decrece la mirada, se le contraría el gesto y hace ademán de retroceder. No puede porque Lucrecia lo ha visto y corre hasta él para retenerle y privar la conversación de despedida.
– ¿Ya os vais? Me lo ha dicho tu mujer.
– Sí. Nos vamos. Pero yo me quedo, ya lo sabes. Me quedo a tu lado a pesar de que me voy. Déjame quedarme aunque sea sombra, sombra menor, segunda sombra, tercera.
Le sella las palabras en los labios con un dedo Lucrecia.
– Tendremos nuestras cartas.
Quién sabe qué encuentros.
– Todos los que pueda.
– Ercole Strozzi nos servirá de enlace y de buzón de correos.
– ¿Está dispuesto?
Asiente Lucrecia con los ojos, pero los abre cuando desde el pasillo llega la llamada imperiosa de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Ha cerrado los ojos, crispado, Francesco de Gonzaga y se retira sin soltar las manos de Lucrecia, la mirada en los labios pálidos de la mujer, que repiten con suavidad lo que ha sido imperioso ultimátum en los de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Los labios de Francesco dicen algo que sólo Lucrecia atiende y responde con una plácida sonrisa, con la que se vuelve para recuperar a los pobladores de la escena.
Pietro Bembo y Strozzi, frustrados pero anhelantes, como si esperaran un veredicto y el relevo.
Adriana se divierte como si bailara sola. Acude Lucrecia hacia Bembo y Strozzi y toma a cada uno de una mano mientras proclama:
– Mis poetas.
Adriana ha adquirido una íntima convicción y va hacia la puerta.
Ha observado algo extraño en ella Lucrecia y la retiene.
– ¿Por qué te vas?
– He de hacer el equipaje.
Vuelvo a Roma.
– Finalmente, me dejas.
– ¿Me necesitas?
Piensa Lucrecia.
– No sé si te necesito, pero te quiero.
Le acaricia las mejillas Adriana con los ojos húmedos.
– Yo también te quiero, Lucrecia, pero no me necesitas.
Lo que ha sido ternura se vuelve ironía.
– Tienes un marido semental, un cuñado enamorado, un confidente cojo y un hermoso poeta veneciano, ¿qué más se puede pedir? Ya tienes vida privada.
Un último silencio compartido por las dos mujeres. Da la espalda Adriana pasillo arriba, perseguida por la mirada cariñosa de Lucrecia, quien finalmente se lleva la punta de los dedos a los labios y envía un beso paloma.