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– Es más largo de lo que supones, Adriana. Yo no volveré nunca a Roma.

– ¿Qué dice mi niña? ¿Nunca volverás a Roma? ¿Tanto esperas de este matrimonio?

– Tanto espero de mí misma.

Nunca he estado tan a solas conmigo misma. Mi marido es un accidente. De hecho él cree que yo soy una ramera vaticana más.

– ¡No quiero oírte decir tamañas bajezas! ¿Quién puede pensar eso de mi niña?

Se han santiguado las dos jóvenes damas que completan la población de la calesa y contemplan atemorizadas a una plácida Lucrecia por cuyo rostro pasan los paisajes sucesivos que la van acercando a su destino. La comitiva de damas y delegados que finalmente se entrega a la placidez balsámica de la embarcación que río abajo los conducirá hacia Ferrara, hacia los ventanales desde los que la familia

Este espía el desembarco de la hija política.

– Menos de lo que me esperaba.

Creía que era una gata rubia y sólo es una coneja rubia.

Comenta Isabel de Gonzaga.

– Este séquito será mi ruina.

En cuanto podamos hay que aligerarlo de tantos romanos y romanas.

Aquí en Ferrara se le puede constituir una corte más barata.

Se queja Ercole de Este, junto a la presencia aseverante de su hijo el cardenal. Más allá Alfonso se distrae construyendo formas con migas de pan amasadas, y Francesco de Gonzaga ha buscado una ventana en exclusiva para presenciar la llegada de Lucrecia por el río, mientras atruenan las salvas de los cañones. Sus ojos la buscan y se recrean en la contemplación, hasta que la familia se pone en marcha para salir al encuentro, y él secunda sus movimientos, para convertirse en una figura secundaria mientras Ercole abraza a su nuera. Isabel quisiera besarla sin tocarle las mejillas con los labios, ni desviar los ojos que tienen necesidad de apoderarse de todo lo que emana de la recién llegada.

Lucrecia no atiende demasiado a su cuñada, en estudiado gesto de distancia, y sí busca a Alfonso, que con mirada irónica pero gesto cortés le rinde pleitesía. Tiende la mano a su cuñado Francesco de Gonzaga y en el cruce de miradas se sostiene la simpatía del tacto que las manos prolongan. Pero no hay tiempo que perder y la comitiva deposita a Lucrecia en sus habitaciones, enormes y frías, junto a Adriana del Milá, que no tiene palabras, ni siquiera cuando en el dintel se impone la poderosa silenciosa figura de Alfonso de Este, invitación muda para que Adriana se vaya. En los labios de Alfonso baila una ramita masticada y con el pie cierra la puerta que ha dejado abierta la cortesana. Le espera Lucrecia junto al lecho y hacia ella avanza su marido, pero se detiene mientras busca un punto en el suelo que le ayude a empezar su discurso. No lo encuentra, y es Lucrecia la que avanza.

– Ha sido un hermoso recibimiento.

– Sin duda. Sin duda.

Baila la mirada de Alfonso sobre el cuerpo de la mujer y finalmente sus labios dicen:

– Parece ser que estamos casados.

– Estamos casados por poderes.

– Bien. Entonces.

Y sin añadir palabra empieza a desnudarse Alfonso y tan desnudo queda que parece un intruso en la cámara tan vestida de tapices y colchas como la novia de rosa, con rosas en la frente y los ojos que sólo miran los del hombre, lo único que le parece vestido, lo único que no traduce intención alguna, como si los ojos de Alfonso contemplaran sólo una circunstancia.

– ¿Prefieres hacerlo vestida?

¿Prefieres que te desnude? Soy hombre de gestos torpes.

Cierra los ojos Lucrecia y se desviste, para luego acudir al lecho y estirarse, con los ojos en el dosel, una mano en cada pecho, las piernas primero cerradas, luego abiertas a medida que se acerca el hombre. Salta sobre ella más que se sube y la penetra con ayuda de una mano que ha encontrado la dirección correcta, para seguir una monta jadeante, contundente, despreciativa de la cabalgadura, llena de posesiones, con las manos que aprietan la cara, los hombros, los senos, las nalgas de Lucrecia mientras Alfonso susurra:

– ¿Con quién estás follando?

¡Di mi nombre! ¡Quiero que digas mi nombre! ¿Quién te folla?

¿Quién te folla?

Tiene una cierta naturalidad la voz de Lucrecia cuando responde:

– Alfonso, tú.

– ¡Alfonso qué más! ¿Cuántos Alfonsos te han follado? ¡Alfonso qué más!

– Alfonso de Este.

– ¡De Este! ¡Eso es! ¡De Este…! ¡De Este! ¡De Este!

Y cada vez que pronuncia su apellido, Alfonso arremete como si lanzara las últimas estocadas que le quedan, hasta caer vacío sobre el cuerpo de Lucrecia, en el que los ojos conservan una extraña libertad divagante por cielos que sólo ella ve. Se repone Alfonso de la cabalgadura y salta del lecho sin mirar a su mujer. Son los ojos de Lucrecia los que persiguen su marcha de la alcoba para ganar pasillos que le llevan a la fragua perpetuamente encendida donde los vulcanitas le ven llegar subrayado por el fuego y se aplica Alfonso al trabajo con las manos mientras los ojos estudian amorosamente la maqueta de cañón que trata de reproducir.

Pasea nervioso Ercole de Este, sentada Lucrecia, respaldada por Adriana en pie, plácidas las mujeres aunque estudiosas de las idas y venidas del duque.

– No me es grato lo que voy a decir. Pero han pasado meses, tiempo suficiente para que pueda expresarte mis desasosiegos, a la par que mis satisfacciones. Es imposible mantener tu séquito aquí.

Ni siquiera con las importantes ayudas de su santidad. Tampoco veo la necesidad de una corte extranjera. Hay damas, poetas, músicos ferrarenses que podían componer una corte brillante, como la que mi hija Isabel tiene en Mantua.

Tampoco me gusta el trato frío, distante, nada familiar que has dispensado a Isabel.

– ¿Frío? ¿Distante?

Las preguntas se las han cruzado Lucrecia y Adriana.

– Ella se queja.

Nuevamente las mujeres se cruzan la pregunta para desorientación del duque.

– ¿Se queja Isabel de Gonzaga?

– ¿Cómo es posible que se queje dama tan fácil de conformar?

– Reconozco que mi hija tiene un carácter fuerte, pero me consta que está llena de buen ánimo y que bastaría un pequeño gesto… no sé…

– Haré el gesto, duque. Pienso consultarle algo trascendental para los próximos meses. Estudiaré la reforma de la corte, y ya estoy bien servida de poetas y de músicos. Ercole Strozzi me ha ayudado mucho y me ha prometido la próxima llegada de un gran poeta veneciano, Pietro Bembo, un sabio poeta con aspiraciones eclesiásticas.

– He oído hablar de Bembo, en cuanto a Ercole Strozzi, bien, bien, pero su condición de tullido le hace especialmente resentido.

Dudo que nos quiera bien a los Este. Él pertenece a una familia principal. Orgullosa. Leal a los Este, cierto, pero Ercole es otra cosa. En cualquier caso los poetas y los músicos nunca son problema.

– Los problemas son económicos.

– Casi siempre. Cierto. Ahí esta la base de las relaciones, querida hija. Estudia cuanto te he dicho.

Y ya está a punto de irse cuando retiene que no ha dicho todo lo debido.

– ¿Es cierto que estás en estado?

– Es cierto.

– Excelente noticia, excelente.

A propósito, no sería conveniente que ultimaras el deseo de retener en Ferrara a tu hijo Rodrigo.

Creo que estará mejor en Roma que en cualquier otra parte.

– Soy del mismo parecer.

– ¿Eres del mismo parecer?

Parece sorprendido Ercole de la sumisión de su nuera, y cuando se ha marchado estalla Adriana, pero no Lucrecia:

– No aguanto ni un día más en esta corte sórdida. Roma parece un paraíso al lado de esto.

– Puedes marcharte cuando quieras. En cierto sentido necesito cambiar la estrategia y rodearme de una corte ferrarense. Strozzi me ayudará.

– ¡Strozzi! Si no fuera un tullido me daría que pensar. Qué persona tan encantadora. Se ha convertido en tu paladín, Lucrecia. Suerte tienes de él, que te compensa del zafio de tu marido.

Tenías tú razón. Es un zafio.

No retiene Lucrecia el comentario de Adriana y encarga a una doncella que avise a Isabel de Gonzaga que quiere hablar con ella. No tarda en acudir Isabel de Este, entrada que aprovecha Adriana para retirarse y dejarlas a solas.

– Te suponía ya camino de vuelta a Mantua.

– Prácticamente todo está dispuesto para ello.

– No quisiera que te marcharas sin hacerte una consulta.

– Sabes que puedes contar conmigo.

– Estoy embarazada, y aunque tengo alguna experiencia, tú me superas. Me han dicho los astrólogos que el color crema acentúa la provisión de leche en el seno materno. ¿Encargarías un vestuario crema?

Parpadea Isabel.

– ¿Ésa era la consulta?

– Te aseguro que me quita el sueño.

Suspira profundamente Isabel autoconteniéndose. Trata de contestar algo, pero no acude a sus labios la furia que sí acude a sus ojos. Finalmente hace una rígida inclinación y abandona la estancia, cruzándose con el cojo Strozzi, renqueante sobre su muleta. El poeta imita el ceño de Isabel.

– Es tan hermosa como ceñuda.

No comprende Strozzi el ataque de risa que conmueve a Lucrecia y solicita motivos para reírse.

– Cuéntemelo, señora, y así reiremos los dos.

– La orgullosa Isabel ha recibido una trascendental consulta: ¿es bueno el color crema, así en el ambiente como en el vestuario de la madre nodriza, para llenar de leche las ubres maternas?

– ¿Le interesa esa cuestión?

– Creo que estoy en estado, Ercole.

La mueca en el rostro de Strozzi permanece a pesar de que la mirada comprensiva de Lucrecia, incluso la mano que la mujer pone en su brazo, tratan de que se borre.

– Ercole, he venido a Ferrara a tener hijos. Las mujeres sólo servimos para tener hijos.

– No siempre es un buen servicio. Creo que también sirven para ser amadas por sí mismas, en sí mismas.

– El culto a Petrarca o a Platón queda fuera de las alcobas.

Es cosa de vosotros los poetas y de nosotras las mujeres, hasta que llega la noche y los maridos entran en las alcobas. Alfonso ha construido un pasillo directo que une su dormitorio con el mío. Así puede llegar cuando menos me lo espero. Estoy preñada. Alégrate de la noticia, Ercole. Te lo pido.

– Si me lo pide. Venía a presentarle a mi amigo Bembo. Acaba de llegar de Venecia y tenía muchas ganas de conocerla.

– Yo también quiero conocerle.

Desde la puerta invita el cojeante Strozzi a que se aproxime Bembo, y con él entra una imponente presencia que domina la de Strozzi, la de la propia Lucrecia, si no fuera porque Bembo está ilusionado por el encuentro, ilusión que transmite a Lucrecia en el momento en que nota en el dorso de su mano los labios del veneciano.

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