Manuel cambió mucho en poco tiempo y, en la oficina, su amiga, naturalmente, advirtió el cambio y confundió el sentido de ese cambio. Creyó que por fin Manuel había entrado en barrena y que el amor -o esa especie de apaciguamiento mutuo y de confianza que puede ser amor de sobra si no anda uno ofuscado con falsas imágenes románticas del asunto- había prendido por fin en el corazón cauteloso y vacío de su compañero de almuerzos. Y se emperejilaba la pobre mujer un poquillo más que de costumbre esos días como para hacer juego al cambio de ánimo de Manuel.
Y el caso es que Manuel se sentía de verdad transportado y locuaz y hasta más joven que de joven. Y durante los almuerzos, en lugar de hablar de la oficina hablaban de Dios (o cosa parecida), porque Manuel estaba entusiasmado -por una vez sin reservas-y todo entusiasmo es, por definición, teológico, aunque haga referencia a una bobada, a una corbata nueva, a una puesta de sol o a un chaval melancólico y alto de dieciocho años. Así es que se enganchaba ella, sin comerlo ni beberlo, en el transporte de Manuel, que no era bobo pero que tampoco era cosa de otro mundo. «Dios es la perspectiva de todas las perspectivas», iba diciendo Manuel, mientras elegían uno de entre los cinco platos combinados, de cincuenta y cinco peniques, del menú. «Lo que se dice de la conciencia, o se decía -puntualizaba Manuel, porque el entusiasmo le había atraído una locuacidad algo puntillosa-, que la conciencia es imagen de Dios, quiere decir que a última hora, en última instancia, la conciencia puede salirse de su sitio, de su perspectiva, y verlo todo a un tiempo, ver en perspectiva todas las perspectivas reales y posibles. Y descansar en paz. Y eso es Dios. Eso es exactamente lo que quiere decir que "conoceremos", entonces, en Dios, "como ahora somos conocidos". Y ahí está la paz sin añadidos, el truco de todos los trucos, la gracia, la comicidad absoluta. El amor sin punto y aparte.»
Su amiga oía estas cosas un poco como la música de fondo del restaurante donde iban a almorzar. Sólo que más fuerte, punteando sus suposiciones o sus propios deseos. Lo que la chica oyó, de hecho, es que por fin aquel pelmazo (que a ella le parecía encantador) decía que sí a todo. Y le parecían las referencias (algo vagas, porque Manuel se había olvidado bastante de sus Letras) a Platón y a Plotino y a que si la Belleza es un trascendental peculiarísimo, sólo el modo un poco cursi de entrarle a un cuarentón el sobresalto de haberse enamorado de su amiga más antigua. Así es que una tarde de un sábado, envuelta todavía en el tararí y el remolino conceptual de la víspera, se armó de valor y se pintó los labios y se fue en autobús a ver a Manuel a su casa. Y allí encontró a Manuel y al muchacho sentados muy serios en los dos sillones del cuarto de estar viendo The streets of San Francisco .
Acabaron de ver los tres juntos la película, sin mirarse ni hablarse. Y luego merendaron, todavía con la televisión en marcha, en la penumbra, hablando de que engordan más las mermeladas que la miel y, por así decir, del tiempo (atmosférico). Y de alguna manera -quizá porque la chica en el fondo había esperado siempre una cosa semejante, o porque ya era viejecilla y había visto mucho mundo, o porque las situaciones más raras o más inesperadas pierden, una vez en medio de ellas, su rareza o porque, en realidad, quería mucho a Manuel-, lo que quedaba de la tarde pasó agradablemente, sin preguntas ni respuestas, riéndose los tres, al final, con un programa cómico. Al ir a despedirse, la chica preguntó al muchacho «¿Vienes?» Y el muchacho respondió: «No. Yo vivo aquí.» La acompañaron los dos al autobús de vuelta. Se despidieron alegremente.
Manuel -contra lo que él mismo esperaba- no sintió esa noche o a la mañana siguiente, al ir a la oficina, miedo alguno. El miedo se había deshecho como se deshace la ilusión de un ilusionista al descubrir (o creer que se descubre) la verdadera perspectiva, el truco. Almorzaron juntos como de costumbre. Y quedaron, ya ese mismo lunes, en ir juntos los tres al cine el domingo siguiente. Las cosas cambiaron también en casa esa semana. El muchacho se mostraba mucho más bien humorado, menos melancólico que de costumbre. Como si la llegada de un tercero hubiera, por sí sola, disipado el humor repetitivo y cerrado que (sin poderlo evitar ninguno de los dos) presidía a veces sus veladas. «No sabía que conocías a esa chica -dijo el muchacho-. Es muy simpática.» Y Manuel se sorprendió a sí mismo dando detalles de una relación mucho más personal y más compleja y profunda (al menos desde su punto de vista) de lo que en realidad había sido. Al dar esos detalles, Manuel se sintió de pronto mejorado (quizá curado) de una enfermedad crónica -una enfermedad sin nombre que él mismo nunca había llamado enfermedad, sino sencillamente «mi manera de vivir».
«No veo qué le encontráis de divertido a esta película -gruñó Manuel al salir del cine los tres juntos el domingo siguiente-. A mí me parece un plomo.» Manuel había esperado con ansiedad ese encuentro. Y la ansiedad de la espera se le volvió irritación cuando llegó el momento de encontrarse. Y le irritó además que el muchacho hablara copiosamente de sí mismo y que contara anécdotas del hotel que no solía contarle a él solo o que contaba solamente por encima.
– Ahí tendrás amigos, en el hotel, me figuro yo. No vas a estar siempre como este pelma -dijo la chica dando un empujoncillo cariñoso a Manuel.
– Hombre, claro, tengo amigos. Todo el mundo tiene amigos -respondió el muchacho.
A Manuel le había herido tontamente lo de «pelma». Eso fue antes del cine. Luego tuvo que separarse Manuel un momento de los dos para hacer la cola de las entradas. Tardó un rato. Y ellos se quedaron hablando a una media distancia que se les veía bien sin oír lo que decían. Al regresar con las entradas y verlos juntos charlando como de toda la vida, le pareció a Manuel que hablaban de él. O le pareció, al menos, que no querían hablar con él de lo que hablaban porque (le pareció) que cambiaban de conversación al acercarse.
Al día siguiente, al encontrarse en la oficina, la mujer le saludó diciendo: «Hola, sugar-daddy », con el tono confiado de la voz de quien hace una broma, algo guasona, a un amigo de toda la vida. Esa fue la primera vez que se había permitido hacer una ironía sobre Manuel. Manuel volvió a casa desquiciado. Años de soledad le habían vuelto solemne acerca de sí mismo. Es difícil tomarse a broma cuando vive uno aislado voluntaria o involuntariamente. Incluso en los casos en que el solitario no se compadece de sí mismo o piensa excesivamente en sí mismo, es difícil no tomarse mortalmente en serio. Manuel presintió que alguien -incluso afectuosamente- le imaginara falto de gracia o compostura o sustancia, o -lo que a su juicio era mucho peor- dotado de esa gracia de los juguetes viejos, por los que sentimos una cierta compasión infantil. Manuel se sintió osito de felpa. Que una imagen ajena de sí mismo -incluso una imagen menor, pasajera- fuera incontrolable y, sobre todo, ligeramente cómica, le resultó extrañamente perturbador, inasimilable. Y de pronto esos dos seres se le volvieron espalda descubierta, amenaza. Una vez más había Manuel de un lado y los demás del otro.
No volvieron a reunirse los tres. Quizá fue debido a este brusco cambio de una relación que entretenía al muchacho, o sencillamente al hecho de que la vida de Manuel, al efectuar deliberadamente este brusco corte, había recobrado la monotonía enfermiza, que había sido invisible para el muchacho hasta entonces, el caso es que el muchacho empezó a mostrarse inquieto los días festivos. Todo siguió igual (todo había sido siempre igual) y a la vez todo cambió sin más explicaciones. Manuel vio desfondarse la situación como se desfonda un chiste o una frase ingeniosa en una reunión cuando alguien se ha distraído o ha perdido el hilo y hace que se repita la frase en cuestión varias veces. El coro de carcajadas no se repite ya y la frase flota sola como un objeto incongruo excesivamente explicado o iluminado que uno se avergüenza de pronto de sostener en las dos manos y desearía depositar sobre una mesita o retirar precipitadamente. Manuel comenzó a sospechar (en realidad sin fundamento alguno) que el muchacho y su compañera de oficina se veían a su espalda. Suprimió rigurosamente toda referencia a cualquiera de los dos en presencia del otro. Y esta supresión ensombreció su relación con ambos. Luego dejó de salir a almorzar con su compañera y pensó -avergonzándose al pensarlo de lo injusto, inadecuado y trivial de su pensamiento-: «Todas las mujeres son iguales.»
El muchacho se sintió de pronto muy cansado, confundido, harto. Llevaban poco más de un año juntos. Llevaban cuatro o cinco meses completamente solos. Parecía muchísimo tiempo. Alzó los ojos. Su compañero, ahora de espaldas, se afanaba preparando las cosas del té. Se sintió una vez más arrasado por la ternura sin palabras que le había sostenido, atrapándole, durante los últimos meses. Había contado con que su relación con Manuel -a quien no sabía ya si amaba o no amaba- se iluminaría, sin dejar de ser lo que era, con la entrada en escena de la muchacha. Había contado con salvar a Manuel entre los dos, porque Manuel le parecía un enfermo, un náufrago. Sintió un nudo en la garganta. «Tengo que irme de aquí», se había repetido a sí mismo muchas veces sin atreverse ni siquiera a pensar que pondría en ejecución ese pensamiento. «Es la última vez», pensó ahora y dijo en voz alta:
– Te has confundido en todo. Nos hemos confundido. Lo siento mucho.
– Me he confundido, ¿eh? -la voz de Manuel pareció venir de muy lejos, monótona, milenaria, ritual, como el fragmento de un diálogo entre interlocutores abstractos-. Ahora lo veo todo claro -repitió obstinadamente-. Hubiera debido verlo desde un principio.
– Tú nunca has visto nada claro, Manuel. -Pronunciar el nombre del compañero le conmovió de nuevo y añadió secamente, como una excusa-: Además no hay nada claro.
El muchacho se levantó al decir eso. Hacía frío en la habitación. Anduvo unos pasos hacia la puerta del piso. Atardecer de un domingo londinense, en noviembre inmóvil, húmedo. El muchacho tenía aún el abrigo puesto. Habían paseado juntos, como de costumbre, esa tarde. Resplandece un poco a la luz de la estufa eléctrica la porcelana del juego de té comprado a piezas sueltas, las cucharillas, un florero vacío, el cristal de la reproducción de un cuadro holandés que a Manuel le gustaba. El fin es sólo un elemento formal de la acción humana, una variación más, cualitativamente idéntica a todas las anteriores. Que una acción determinada acabe no quita ni pone.