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Este alivio no duró mucho tiempo, sin embargo. La oficina ese día parecía haber cesado de ser el refugio monótono que era normalmente. Temía que el muchacho volviera. Temía que sus propios deseos de la noche anterior volvieran. Trabajó con dificultad, distraído. «Te veo raro, Manuel», le dijo una de las secretarias, una chica algunos años mayor que él con quien mantenía, por pura inercia, una relación relativamente estable, aunque (tal y como Manuel veía las cosas) estrictamente insuficiente para ambos y, por supuesto, tan asexuada como fuera posible. La fidelidad -si es que era fidelidad- de esa mujer le había conmovido en ocasiones. Su curiosidad o su interés le irritó en ésta. «Estoy bien. Déjame. Tengo mucho trabajo.» Solían almorzar juntos o tomar una cerveza después de la oficina. Manuel evitaba (generalmente con éxito) hablar de sí mismo y, de ordinario, los incidentes cotidianos de la oficina proporcionaban material de conversación abundante. En una ocasión Manuel había caído enfermo de una mala gripe y la chica se había presentado sin avisar en su piso con medio kilo de limones y un bote de sopa de pescado. A Manuel, profundamente incómodo al principio al verla ahí parada frente a él en la escalera, le hizo gracia luego la situación; por lo soso y por lo casto y por lo muy de puntillas que iba de una habitación a otra la pobre mujer, acostándose vestida dos noches seguidas en el camastro del cuarto de estar y encendiendo la luz cada vez que le oía toser al otro lado del tabique. A partir de la gripe -sin haber sucedido, en realidad, o haber dicho ninguno de los dos nada preciso- la situación se había ido inclinando hacia una especie de noviazgo cansino. Rara vez se encontraban en días de fiesta. Manuel, con ansiedad algo anticuada que le hacía sonreír cuando aparecía, se decía a sí mismo que, después de todo, no hacía más que comportarse «como un caballero». Tenía, sin embargo, la impresión de que la chica había dado a entender a las compañeras que Manuel y ella eran amantes. Y en la medida en que esto era parte integrante de su «normalidad» y su disfraz no le disgustaba del todo. Aquel día evitó coincidir con ella a la hora del almuerzo. Memorias de la noche anterior se reproducían una y otra vez, impersonales, nimbadas de esa copiosa energía unívoca de los dibujos obscenos de las paredes de los retretes. Hacía ya años desde que urgencia semejante a ésta se hubiera presentado a Manuel. Y su intensidad le alarmó. Le tranquilizó el final de la jornada de trabajo. Se sentía cansado y, sin embargo, permaneció aún una hora más en la oficina ordenando sus papeles.

Cuando dejó la oficina eran ya las siete. Había llovido intermitentemente durante todo el día. Ahora una transparencia purpúrea desrealizaba, agigantando como templos, los bloques de oficinas. La City se vacía muy de prisa a esas horas, a borbotones, como una acequia. Manuel alzó los ojos y vio un callejón de cielo, pulido y muy pálido; decidió regresar a pie a su casa. Se detendría a cenar, como solía hacer en días laborales, en un café no lejos del piso. Siempre hacía ese recorrido a pie, muy de prisa, cuando un incidente cualquiera le preocupaba. Regresar exhausto, cenar, desplomarse en el lecho. Dormir. Extender el «ahora» -las cinco o seis horas que van de la salida de la oficina hasta el sueño- tenazmente ante sí como un plano muy elemental de su vida. Como el único plano. Al cabo de un par de kilómetros se detuvo en un bar a tomar una cerveza. «Estoy cansado -pensó mientras bebía-. Estoy muy cansado. Estoy a salvo.» Pidió otra cerveza y tomó asiento en una mesa cerca de un grupo ruidoso. «No ha sucedido nada.» Trató de recordar al muchacho y recordaba únicamente los dibujos obscenos. Trató de recordar qué le había hecho la tarde anterior descuidar su guardia de ese modo y sintió solamente una profunda, húmeda, hiriente compasión por sí mismo. Alguien a su lado le dirigió súbitamente la palabra y respondió en castellano, sobresaltado. Dejó el bar inmediatamente después. Al acercarse a su barrio era ya entrada la noche. El barrio tenía esa familiaridad íntima y desierta de los barrios residenciales del centro de Londres. Una intimidad abstracta, como una bola encendida por dentro sobre cuya superficie resbala sin abarcarla jamás la mirada. La lluvia había traído inquietud marítima al atardecer. Era alrededor como la noche de un puerto. El paso un poco precipitado de los transeúntes como enajenados en la figuración agreste de objetivos inaccesibles. El parpadeo de los semáforos, automóviles que se detenían por un instante junto a él como vidas, parejas recogidas muy juntas en el leve resplandor interior de los vehículos. Poco a poco, sin embargo, la ciudad parecía irse apaciguando en torno suyo. El cansancio le apaciguaba como había previsto. El cansancio le traía a casa como una embriaguez subterránea. Su casa: en aquella ciudad conocida y ajena. Entre la ciudad y su conciencia había un hiato que impedía que coincidieran del todo las imágenes. «De la misma manera -pensó Manuel- que entre mi vida y las vidas ajenas hay un desnivel que impide que coincidan las perspectivas.» No se reconocía en nada o en nadie y nadie le reconocía. No le reconocían ni siquiera en las tiendas que frecuentaba habitualmente, apenas ya le reconocían como español sus compatriotas. Algo en Manuel, a pura fuerza de ocultarse, algo en él desafiaba profundamente la memoria. Esa noche particular, este pensamiento que le había regocijado otras veces le oprimió, vaciándole, como nos oprime una muerte.

El muchacho le esperaba a la entrada.

– Hola -dijo-. He vuelto.

Manuel le hizo entrar.

– ¿A qué has vuelto? -preguntó desplomándose en uno de los sillones. Le dolían los pies. Deseaba arrodillarse delante del muchacho, abrazarle, acariciarle muy despacio. Permaneció inmóvil. El muchacho se sentó frente a él en el suelo.

– A nada -dijo-. A verte.

– Me acordé de ti durante todo el día -dijo Manuel sin querer.

¿O deseaba decirlo? Más tarde había de preguntarse cómo es posible que la precaución, el miedo de quince años se vuelvan insustanciales, innecesarios de pronto.

– Yo también -dijo el muchacho.

Su vida en común se canalizó muy de prisa en los millares de aspectos en que consistía el ritual de la vida de Manuel. Esta fácil absorción del muchacho en sus hábitos le fascinó y esa fascinación casi sustituía o casi era más importante para Manuel que los juegos sexuales acerca de los cuales (o acerca de la satisfacción que producían al muchacho) se sentía Manuel con frecuencia inseguro. El asentimiento acrítico del muchacho, en cambio, parecía legitimar todo lo demás, sus ritos de cuarentón solitario, que muchas veces habían parecido al propio Manuel innecesarios o ridículos (pero a la vez imprescindibles para su serenidad), confiriéndoles una seriedad casi pública y como un cierto propósito más allá del capricho privado y la manía. Que lo privado necesite de una como legitimidad le había parecido siempre a Manuel tan indiscutible como sorprendente. Le gustaba pensar, en su soledad, que sus costumbres, sus hábitos higiénicos o alimenticios no eran por completo rarezas. Tan profunda había llegado a ser la voluntad de identificación de Manuel, que deseaba sentirse como los demás precisamente en aquellos detalles que los demás, -en el curso ordinario de la vida, tenían menos ocasión de advertirlo. Como si tratara de compensar lo que Manuel consideraba relativa singularidad en sus inclinaciones sexuales mediante una especie de conformidad en los actos moralmente indiferentes. Pensar que se vestía y se cortaba el pelo como la inmensa mayoría de los hombres de su edad, le parecía a Manuel un tributo a la comunidad imposible y le tranquilizaba cada vez que, a pesar de todas sus cautelas, le traicionaba la primavera o la cerveza o sus nervios y le intranquilizaban los adolescentes que veía en las calles. Y el muchacho era casi tan poco llamativo como la pasión de Manuel visible. Por eso le pareció desde un principio que había encontrado a un semejante.

La limpieza del piso una vez por semana, las comidas en común con un vaso de vino al almuerzo los domingos, el lavado de la vajilla inmediatamente después de cada comida, el disponer las cosas ordenadamente de vuelta a sus sitios, todo ello cobraba con la espontánea aquiescencia del muchacho una nueva solidez, grata al tacto, y todo lo que hasta la fecha se había definido sólo negativamente, cobraba ahora una inteligibilidad nueva, un resplandor que no provenía -pensaba Manuel- de la satisfacción de un instante y que no era sólo bienestar sino de muy lejos, de las cosas mismas, como si el rito por sí mismo y por sí solo tuviera pleno sentido. Manuel empezó a olvidar, cada vez con más naturalidad, hacer a cada rato el truco del presente y el tiempo empezó a parecerle de verdad tiempo, empezó a impacientarse cuando las horas de oficina se alargaban y alegrarse de que hubiera días de fiesta y a recordar minuciosamente lo que habían almorzado el domingo anterior y a acordarse de comprar una botella de vino de buena marca o un pastel de chocolate para el domingo siguiente. Incluso alquiló una televisión. Y no se perdían programa. Los dos salían temprano por las mañanas y regresaban separadamente hacia las siete de la tarde. Cenaban y se sentaban a ver la televisión. Y se acostaban puntualmente a las diez y media después de las noticias. Era un muchacho tranquilo con súbitos accesos de melancolía, y Manuel se acostumbró poco a poco a él, a la compañía, como se hace uno a una chaqueta vieja desenterrada un día de limpieza del armario.

Habían acordado muy al principio -en realidad Manuel lo había hablado todo, el muchacho había escuchado, sonreído, asentido- que la relación sería provisional y que el amor -eso que Manuel llamaba «amor» subrayándolo cada vez irónicamente (con una ironía que era como un tic)- no era parte del arreglo. Y estaba tan absorto Manuel en la nueva dinamicidad de su vida, que parecía, sin haber cambiado en nada, haberse puesto en movimiento, en forma, que apenas registraba las pequeñas impaciencias, las obstinaciones del muchacho, o la diferencia de edad. «Yo no puedo mantenerte», solía repetir Manuel, con insistencia innecesaria al principio, puesto que el muchacho ganaba casi tanto como el propio Manuel, de camarero en un hotel elegante, y absurda (mecánica) al final. «No espero gran cosa de ti porque no te voy a dar gran cosa. Yo te convido al cine. Puedes vivir aquí, si quieres. Y eso ahorras.» El muchacho se había reído al oír eso. Y al reírse había parecido mucho más sabio y entero y adulto que Manuel que en aquel momento recordaba a un niño solitario que no sabe bien cómo jugar con sus juguetes. «Aquí nadie mantiene a nadie, Manolito», decía a veces el chaval. Y dejaba cinco libras semanales en el bote de las monedas de la luz y el gas. Otras veces decía Manuel (en parte porque la frase le parecía ingeniosa y en parte porque el distanciamiento antiguo era como un vestigio, una huella petrificada en las rocas): «No cuento con que me seas fiel. La fidelidad conyugal es virtud de ricos. Virtud de quienes tienen algo que perder.» Un día el muchacho había llorado al oírlo. Es difícil decir si las lágrimas venían sólo de rabia de oír la dichosa frase por millonésima vez o de la humillación o la incomprensión que envolvía. Gimiendo sordamente durante mucho rato, descabalado y como reviejo de repente, con la cabeza oculta entre los brazos. Manuel se asustó horriblemente. En ese momento sintió vergüenza de sí mismo y se le ocurrió -quizá en esa ocasión por primera vez- que a pesar de todos los aspectos del asunto que podían aducirse en sentido contrario, el muchacho, a su manera seria de hermanillo más joven pero más sabio, le amaba. Manuel rechaza siempre esa idea como un mal pensamiento. «Es imposible que esté enamorado de mí o que me quiera realmente -decía entre sí-. No hay deseo, atracción espontánea, entre nosotros. No puede haberlo por más que yo me empeñe o él se empeñe. Sólo hay costumbre, rutina, como en un matrimonio.» Le parecía a Manuel que la falta de deseo sexual preciso o continuo o, por absurdo que parezca, heterosexual, determinaba una como falta de realidad en su relación. (Quiere decirse que qué es lo que se hace con los objetos sexuales que uno elige e incluso qué sea lo sexualmente deseable es en gran parte fruto de la imitación y el aprendizaje. Y le parecía a Manuel que su sexualidad besucona y como repartida por todo el cuerpo en lugar de fijada específica y exclusivamente en los órganos sexuales, era indisculpablemente infantil e insuficiente. Estaba convencido de que al muchacho tenía por fuerza que gustarle «hacer otras cosas», imitar quizá las acrobacias, las metáforas corporales, en apariencia archisatisfactorias, de las escenas de amor de las películas.) Manuel calculaba siempre la intensidad de los deseos ajenos por la vacilante y ambigua (aunque quizá, sin advertirlo él mismo, perfectamente adecuada) intensidad de los propios, sin descontar, como hubiera debido en cada caso concreto, el hecho de que sus deseos se habían desfondado con los años, habían casi perdido (sin perder, en cuanto intensidad, vigencia) su explícita referencia a objetos. Sin embargo, otras veces, habiendo despertado antes que el muchacho, sentía a su espalda la presión cálida, confiada, del durmiente, ondulado junto a él con la graciosa ondulación del sueño, y veía, al volverse, los labios llenos del muchacho, el pelo lacio pegado a la cara muy cerca de los labios y le invadía esa paz sosa y completa del lecho compartido que parece sobrepujar todo entendimiento.

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