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Tío Eduardo

El mal tiempo emborrona aún aquellas tardes los cristales de las ventanas del comedor, el mundo. Lluvia en todos los barrios de la ciudad aquella, en los de la gente bien y en los bajos que quedaban en alto cara al puerto. Recuerdo las doncellas de casa de tío Eduardo, el raso negro y cano de los uniformes, el piqué blanco de los delantales, el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, soso y fértil, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.

Siempre en esas veladas se habla un ratito de tía Adela, la esposa de tío Eduardo, fallecida treinta años atrás, a los dos años de casarse. «¡Cuánto le gustaban a la pobre Adela las frutas escarchadas!», se decía, por ejemplo, con ocasión de una referencia cualquiera a esas frutas. Y la frase, súbitamente, repone la melancolía gastada de la tarde y ayuda así a ver claro el motivo de estar ahí esa tarde y todas las tardes pasadas y futuras acompañando a Eduardo inconsolable.

El nombre y las virtudes de la difunta esposa florecen como islas en los marcos de plata que enmarcan la fisonomía de reineta pensada de tía Adela en todas sus edades, en la cuna, de primera comunión, en una tómbola sosteniendo sin gracia un pato de regalo, de colegiala, de excursión (se ve el pinar borroso detrás de ella, leve, como una mañana de verano cerca de la playa), de novia, y por último, fantasmal y asustada, al óleo, en traje de noche azul (unas veces parece azul y otras verde), desafortunadamente favorecida y colgada muy alta encima de la chimenea de mármol que nunca se encendía, en aquella sala rectangular del fondo que nunca se pisaba.

Tío Eduardo había sido huidizo desde niño y rico como él solo. El heredero de la Naviera (y eso allí es decir mucho), hijo único, sentado en un historiado sillón en esa fotografía artística de principios de siglo, encogido en su traje de marinero, y como de sobra. Dicen que era el chico más rico de su generación, con el yate, el chófer ya a los dieciocho, el valet, el otro coche, el sastre en Saville Row, la vuelta al mundo antes de casarse acompañado de un tal Gerald del que nunca más se supo y que aparecía y reaparecía, abstractamente, en las anécdotas sosas de tío Eduardo. Una boda elegante. Un nuevo viaje de tío Eduardo al año, cuando nació Adelita. La leyenda policelular de unas riquezas inagotables: «ésos tienen el oro de las Indias», se dice en la ciudad, «y fincas que son miles los kilómetros y la Naviera, que eso tiene que dar lo que no veas, y la Banca, que es de la familia y son ellos los accionistas principales…». Y así sucesivamente hasta que un escalofrío vicario de posibilidades y champañas sacudía ligeramente a los hacedores de la fábula. La verdad es, sin embargo, que el héroe mismo de ella disfrutó poco de la vida, habiendo empezado ya muy joven a asustarse de la figura de la propia fortuna y a encerrarse como un caracol en hábitos minuciosos y complejos. A los cuarenta años cultivaba ya su retiro prematuro como cultivan los poetas su rachas inspiradas. De ese retiro -que tenía el prestigio hedonista de un aislamiento de buen gusto entre «dos señores de toda la vida» del contorno- y de una como tartamudez muy ligera al saludar a las señoras, le vino a tío Eduardo fama de erudición (aunque en realidad sólo leía los periódicos). Y su sabiduría, como su riqueza, que a fuerza de vivir de ella y no aumentarla había disminuido considerablemente con los años, cuajó en figura pública y se volvió parte de los tópicos de la alta sociedad local y adorno de las contadísimas personas que gozaban del privilegio de tratarle o de ir al té a su casa.

Doña María vino a casa de tío Eduardo, de governess , cuando nació Adelita, en un momento en que era inconfundiblemente claro ya que ocuparse de la niña, la casa y los nervios saltones de tío Eduardo iba a ser incompatible con la profunda apatía de tía Adela. «¡Verdaderamente esta doña María, tan enorme, que te recuerda todo, es una bendición!», declaró tía Adela a los dos días de tenerla en casa. Y a partir de ese punto empezó a morirse en paz, perdiendo primero las horquillas y luego, muy de prisa, la memoria, anticipándose así a la blancura de la muerte con el nerviosismo de una colegiala. Y se murió en cabello tía Adela, como las polillas, y oliendo de hecho a naftalina, quién sabe por virtud de qué rara asociación de ideas en la pituitaria del Espíritu Santo. Cuentan siempre que la encontraron muerta por la mañana, recogida como en las estampas, con la misma expresión sorprendida -me figuro- de sus fotografías de recién casada y el aspecto de quien hubiera deseado en realidad saber a ciencia cierta si hay en la muerte corrientes de aire frío para llevar el echarpe azul.

Fue una muerte, según dicen, muy limpia y muy puntual (lo mismo que la muerte dos meses más tarde de Adelita), a una hora cómoda para todo el mundo, justo diez minutos después de haber llegado la enfermera. La muerte misma, pues, fue invisible y fina de modales, pero llegó en meandros, y esa llegada sinuosa y prolongada desconcertó a tío Eduardo profundamente. La muerte de su esposa le cohibía como nos cohíben a veces los sentimientos ajenos. A última hora, cuando no pudo más, salió de viaje dejando a doña María con la enferma. Regresó el día del funeral. Luego murió Adelita. Doña María, que para entonces se había quedado sin oficio, empezó de ama de llaves a organizarlo todo en la casa para siempre. Todo no era mucho en realidad, aunque se volvió muy pronto infinitamente complicado. Había tres de servicio y el chófer (que no dormía en casa). Tío Eduardo se levantaba tarde y se arreglaba despacio. A las doce leía los periódicos en el despacho hasta la una. A la una almorzaba. A las dos volvía al despacho y ahí se estaba, como en Babia, dulcemente, hasta las cuatro. A las cuatro salía de paseo -siempre el mismo paseo con las mismas paradas en los mismos sitios- hasta las cinco y media. A las cinco y media era el té y la tertulia hasta las ocho. A las ocho y media se cenaba. A las diez oía tío Eduardo las noticias de Radio Nacional. Y así, sin casi variación, durante treinta años. Yo recuerdo haberle visto salir de casa, muy bien vestido, o cruzarme con él a la vuelta del colegio. Le saludaba todo el mundo, por supuesto, pero muy poca gente se atrevía a interrumpirle o a hablarle. A los sobrinos solía darnos la mano o un cachetito en la mejilla con dos dedos y se quedaba mirándonos como no sabiendo bien qué decir o sin entender del todo lo que decíamos nosotros. Todas las vidas muy cercadas por hábitos dan la impresión de espejos. Las costumbres, las estaciones, las equivocaciones, la muerte son reinos circulares que reflejan en cada punto del círculo la totalidad del círculo. Miden el tiempo y, a la vez, permanecen fuera del tiempo. El tiempo de tío Eduardo era un tiempo de pérdida y destiempo que no se veía ir o venir -como el tiempo de la niñez- y que producía, por consiguiente, la impresión de que no iba ni venía, como las lagunas. Todo lo que sucede en casa de tío Eduardo -lo poco que sucede- sucedía por triplicado o cuadruplicado y siempre de tal modo que la grave transitoriedad de los sucesos se ablandaba y neutralizaba, ablandando y neutralizando, de paso, la entereza del mundo. Una de las cosas que tío Eduardo neutralizó y ablandó fue la muerte de tía Adela.

La muerte es limpia y firme, definitiva y clara. Pura incluso cuando es brutal y anómala, simple incluso cuando es tortuosa y compleja. A salvo de las acciones que conducen a ella, a salvo de los asesinos y las víctimas, a salvo de doblez porque no tiene vuelta de hoja y porque no hay Dios detrás, o cosa alguna, que nos aguarde o ampare o confunda. A salvo del contagio del hombre. Alta, inimaginable, privada, intransferible y recta. Así es incluso la muerte de los perros y los pájaros. Incluso la muerte de los peces es así, incluso la muerte de las moscas. Y así fue, por derecho propio, la muerte de tía Adela. Aprender a morir es aprender a hacerse a la grandeza abstracta de la muerte. Tío Eduardo, contra todo lo previsible, agobiado quizá por un erróneo afán de reparación, hizo de la difunta esposa un culto. Y la memoria puso ante tío Eduardo uno de sus objetos, un Adela-objeto que tenía con Adela el parecido cultural que tienen entre sí objetos heterogéneos unificados en metáforas. Era Adela-objeto lo que tío Eduardo recordaba y no su esposa, en parte porque acordarse de un objeto real es imposible, y en parte porque si hubiera sido en realidad posible quizá tío Eduardo no hubiera deseado recordarse.

Era esta criatura vicaria más dócil si cabe aún que la primera (pero con la docilidad de lo pensado, no la de lo real), quien hacía las veces de la difunta esposa, quien se mencionaba todos los días a la hora del té y quien fue haciéndose, con los años, a los gustos de tío Eduardo, a su horror a los ruidos, a los perros, a la compota de manzana y a la falta de puntualidad. La transformación se llevó a cabo en muchos años mediante sucesivas atribuciones positivas y negativas de la palabra «Adela». Y de la misma manera que una novela o una biografía es, en ocasiones, solamente un complejo y ramificado epíteto, así también la elaboración y cultivo de Adela-objeto fue equivalente a la elaboración de un complicado, y hasta laberíntico, sistema de adjetivos calificativos.

Doña María era la única cosa real que tío Eduardo tenía en casa. La única cosa, al menos, que no encaja del todo en la circularidad de su vida y que (como no se lo hubieran permitido nunca los familiares, los criados o los amigos) se permitía a veces cuestionar la vida de tío Eduardo.

«¡Eso son manías, don Eduardo!», decía doña María cada vez que a tío Eduardo le entraban las aprensiones de cáncer de la médula espinal. «¡Que nos enterrará usted a todos!» A tío Eduardo se le contagiaban las dolencias de palabra. Una epidemia contada de la gripe le metía en cama quince días e incluso enfermedades improbables a su edad se le volvían achaques. Un relato de parálisis infantiles le tuvo cojeando de la pierna izquierda un mes. Y todos los matices del reúma de doña Carolina Herrera se reflejaban, como un eco, en malestares sordos y punzadas continuas de la osamenta de tío Eduardo. «Y que siempre es lo mismo -pensaba doña María-, le enferman las palabras, los cuentos que le cuentan, como a un niño.» Habían tardado muchos años en hacerse el uno al otro. Al principio doña María se había limitado a desempeñar de un modo impersonal y eficiente sus funciones de ama de llaves. Cuando estaba tío Eduardo solo, hacía sus comidas con él, y se retiraba discretamente a su habitación cuando había invitados. Pero poco a poco doña María fue volviéndose tan parte de la casa y tan indispensable para la tranquilidad de espíritu de tío Eduardo, que fue convirtiéndose insensiblemente en parte de la figura de tío Eduardo. Todos la conocimos ya ahí sentada, a la cabecera de la mesa, de negro y con el broche de la mariposa dorada que era su única alhaja, sirviendo el té y sacudiendo la cabeza gris cuando le disgustaba lo que se decía, cuando tío Eduardo comentaba que el Caudillo «es una persona, el pobre, muy poco distinguida», o cuando, bajo cuerda, tomaba tío Eduardo dos aspirinas clandestinas para un dolor súbito y transeúnte de cabeza.

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