La verdad es que doña María, viuda muy joven de un comandante de Regulares fallecido en acto de servicio en el Barranco del Lobo, tuvo siempre el buen sentido, y el señorío, de no intervenir en cuentos de familia que le llegaban a tío Eduardo aún calientes aunque tamizados y diluidos en un millar de circunloquios melifluos, y acabó convirtiéndose (nunca se supo bien si a su pesar o de buen grado) en confidente universal de la familia. Doña María conservaba nominalmente todas las cosas «como cuando la Señora» o, como insistía siempre tío Eduardo, construyendo invariablemente la frase en presente del indicativo, «como le gusta a la Señora», en el entendimiento tácito de que así era como le gustaban a tío Eduardo. A veces se preguntaba para sus adentros doña María si se daría cuenta don Eduardo del sentido y alcance de semejantes anacronismos. De doña Adela recordaba ella el cuerpecillo ruinoso y la tos seca, los vahídos y las horas muertas tendida en la chaise longue del dormitorio hojeando, sin fijarse, un ejemplar ilustrado de Robinson Crusoe. Una mujer moribunda desprovista de todo encanto romántico: las enfermedades y la muerte son puntillosamente reales, tanto que acaban derrotando siempre el realismo de los escritores realistas. Doña María pensaba con frecuencia en su marido, escandalizándose cada vez en la falta de tonalidad emotiva de sus pensamientos. Pensaba en él sin amor, con el pensar puro y neutral con que se piensa «mesa», o «manzana», o la fecha del descubrimiento de América. Y como era piadosa -aunque no rezona-, intercalaba cuidadosamente el nombre de pila de su esposo todos los días en la Misa al llegar el momento de difuntos, empujando, por decirlo así, hacia su posición correcta en el conjunto de las cosas aquel objeto eidético, aquel Fernando genérico e inmutable que se había vuelto el comandante.
Doña María tenía a sus sesenta y ocho el mismo aspecto que debió tener a los cuarenta, grande, encorsetada, solemne y juiciosa, manteniendo hábilmente el orden del servicio, unidad e identidad en la diversidad más o menos incesante de doncellas caedizas y chóferes tarambanas que pasaron por la casa de tío Eduardo. Envuelta ella misma, a pesar suyo, en el hechizo soso de la repetición y el hábito que envolvía y protegía aquella casa.
Se interesaba tío Eduardo desde lejos en las historias amatorias del servicio. Y siempre las había a montones, impregnadas -que musitó el propio tío Eduardo en una ocasión memorable por partes iguales- de un zumo bravío y de un olor a pies. Lo extraordinario de la frase disimuló la extraña mezcla de fascinación y temor que los amoríos sin domesticar de las domésticas le producían. Doña María al principio mencionaba estas cosas cuando no había más remedio (había que preparar a tío Eduardo antes de dejar que una figura nueva rondara por la casa), con una cierta severidad guasona; pero con los años, en parte por tener algo que contar y en parte por ver la cara que ponía don Eduardo, cogió doña María el hábito de transmitir reportajes abreviados después del almuerzo, en el rato antes del paseo. «El chico que sale con Jesusa -refería doña María, por ejemplo- me parece a mí que no está por la labor y que la trae a mal traer a esta pobre tonta, que siempre pica en todo sinvergüenza un poco guapo que le dice qué buenos ojos tienes. Y claro, luego pasa lo que pasa.» Doña María observó que don Eduardo no olvidaba jamás estas historias y que solía preguntar de cuando en cuando: «¿Qué pasó con el novio de Jesusa, doña María, aquel chico que no era de fiar?»
En aquella ciudad había dos vientos, uno de derechas y otro de izquierdas. Y la ciudad permanecía entre los dos, dudosa, alumbrada y trompa gracias a los dos, entretenida de ambos. Uno era el viento meón de las lloviznas y los curas que enfermaba los cocidos de alubias de todas las cocinas de las vegas. El otro era el grande, el viento incorruptible, verde y viejo, incendiario y alcohólico que soplaba en las rajas de los culos y sacaba a la calle el mal olor de los retretes. Desde las ventanas de todos los estudios del colegio se le vía martirizar los plátanos gigantes, odiar las aguas dulces, y los patos, y los sombreros, y los libros de Misa, y las hojas de todas las estaciones. Era un viento herético que causaba raros destrozos sin propósito en la cristalografía de los miradores del puerto. Híspido, áspero, flagrante, que barría los barrios y puntales con escobas de maleza seca. Recuerdo que las agujas y toda otra criatura metálica se regocijaba esos días al oír aquel viento seco y bravo bramando sin ton ni son en las hombreras, decapitando los sombreros. Brillaban los alfileres que todavía mortifican las dulcísimas yemas de los dedos de las segundas doncellas. Tío Eduardo odiaba ese viento de todo corazón y se metía en cama cuando soplaba, con catarro y vahos de eucalipto, aquejado de un complejísimo dolor de cabeza que demandaba no ver ni oír a nadie, ni que se abrieran o cerraran puertas, se corrieran cortinas, se sirviera pescado o cambiara de lugar limpiando -ni una milésima de milímetro- los infinitos objetos del despacho. Tenía que estarse al tanto el chófer en la cocina, con la gorra puesta, por si había que ir a la farmacia. Y se almorzaban caldos muy livianos, pollo hervido y patatas sin sal. Cuando amainaba el viento asomaba tío Eduardo mejorado, con ojeras de mujer fatal y un tintineo de la cabeza calva que quería decir «frágil».
Tío Eduardo cambiaba de casa los veranos, no de ciudad ni de costumbres. La casa del verano era una casa blanca con un jardín enorme, triangular, y una huerta de verduras y maíces en la esquina de abajo. Por encima de las tapias del jardín, y desde todas las habitaciones de delante, se veía el mar. Tío Eduardo pasaba en la terraza las mañanas viendo pasar los barcos y perderse, horizonte adentro, como huyendo de sus prismáticos. Los días del ventarrón de izquierdas llegaba hasta el jardín el mar verdeante y rabioso, en retumbos alcohólicos, montado a pelo por el viento que arrastraba consigo, desunidas, las gaviotas y las desfiguradas nubes.
Un día, a principios del verano -recuerdo que fue unos pocos días antes de la Ferias porque habíamos ido a ver armarse el Circo Price y los tenderetes del tiro al blanco-, llegó a la casa del verano un sobrino de tío Eduardo, Ignacio. Se presentó sin avisar a la hora del té. Si hacía bueno, solía ser el té en la terraza de la sala, cara al mar resplandeciente e inmóvil como una desmesurada pupila. Ignacio entró jardín adelante en su moto y se paró justo enfrente de ellos, saludando al quitarse el casco con el tono de voz y el ademán de quien saluda a un grupo de gente que ha estado esperándole. Aquella tarde estaban sólo Mati Orrueta, que era una devota lejana y mística de tío Eduardo; doña María y tío Eduardo. Se tardó un rato en identificarle -fue como desenmarañar un laberinto de apellidos, matrimonios y rostros y fue como si esa maraña fuera el bosque encantado que queda al fondo de un retrato o quizá sólo el bosque de un tapiz que se ve al fondo de un retrato-. En cualquier caso, siempre he pensado que Ignacio había contado desde un principio con ese momento de desconcierto inicial. Luego los tres descubrieron a la vez quién era. Ignacio pasó esa noche en la casa y una semana entera sin que hubiera lugar a preguntarle qué pensaba hacer o cuánto tiempo pensaba aún quedarse. Doña María sí que lo pensó, para su capote, sorprendida de que don Eduardo, que odiaba toda alteración de la rutina (y por supuesto los huéspedes), no se manifestara intranquilo o incómodo. Tío Eduardo, de hecho, parecía encantado con Ignacio. Pasaban muchas horas juntos charlando, embebidos, según parece, en el pasado fantasmal que tío Eduardo había ido construyendo durante toda una vida. Y tío Eduardo contaba, con vivacidad, rara en él, de Londres y de su juventud sosísima, intercalando las pocas frases de inglés que recordaba (aunque tío Eduardo tenía fama de hablar inglés como un inglés, la verdad es que apenas recordaba más de media docena de frases en esa lengua). Tío Eduardo había con los años llegado a perfeccionar el intercalado hasta tal punto que daba la impresión de que hubiera podido conversar indefinidamente.
Siempre durante los veranos convidaba tío Eduardo un poco más, quizá porque el buen tiempo y el té en la terraza le animaban a soportar algo más de compañía. Pero aquel verano pareció de pronto que todo el mundo a riesgo incluso de un mal rato, porque tío Eduardo sabía mostrarse frío y desagradable cuando alguien se presentaba al té sin haber sido invitado, se congregaba en la casa. Fue aquel un verano vastísimo y, por decirlo así, completo, subsistente, como una frase acertada. Yo tenía catorce años entonces y recuerdo qué hubo ese verano como se recuerda el puro haber habido de algo o de alguien cuyos detalles concretos se han modificado u olvidado por completo. Lo mismo que recuerdo cosas que Ignacio hacía, aunque no recuerdo en absoluto a Ignacio. Recuerdo que la hierba era húmeda, soleada y verde. Tío Eduardo parecía complacido, muy elegante y frágil en sus trajes de franela clara. Uno tenía la impresión de que aquel jardín y la casa blanca de largas estancias vacías eran cosas de Ignacio desde siempre. Para el resto de la familia Ignacio pasó de ser entretenimiento a ser enigma sin casi transición. Su relación con tío Eduardo era, para empezar, lejana. Su padre, que pertenecía a la rama menos afortunada o más aventurera de la familia, había pasado largo tiempo en el extranjero, en Sudamérica, según contaba Ignacio, haciendo y derrochando (a la vez, según parece) una fortuna inmensa y regresado, pobre una vez más, a Europa, a París, donde había vivido o casado por lo civil con una francesa algo loca de la alta costura, colaboracionista, escapando a última hora a Argentina en submarino con un grupo de jerarcas nazis. Ignacio contaba que en su casa se hablaba con frecuencia de tío Eduardo y que tío Eduardo había sido para todos ellos el Viejo Mundo en su encanto somnílocuo de lluvias y de sastres. La historia de las andanzas del padre de Ignacio se repitió hasta la saciedad ese verano. Quiere decirse que todo el mundo, después de oír la historia, permanecía aún dudoso -más dudoso si cabe aún que antes de oírla-, como si el relato, que abundaba en detalles pintorescos y hasta picantes -con su entreverado de episodios de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de París-, fuera en realidad el de una fábula y no el de una vida. Más tarde he pensado que Ignacio poseía el arte del verdadero narrador de cuentos donde lo que verdaderamente importa no es la originalidad o la profundidad del contenido sino el hábil encadenamiento de los incidentes y lugares comunes. Tópicos políticos, sociales o filosóficos se reducen en literatura a puntos de referencia y color local. Todo ello tenía el lujo de detalles de las fábulas y la rotunda precisión de las mentiras. Era la historia, o serie de ellas, que Ignacio contaba algo que uno, mientras duraba el relato, veía muy de cerca, pero que tan pronto como se desunía el relato parecía cogido por los pelos e inventado sobre la marcha. Era difícil, sin embargo, atrapar a Ignacio en un renuncio, parte porque la historia parecía no acabarse nunca y por consiguiente los oyentes tenían la impresión de que era preciso esperar siquiera al final del episodio antes de aventurar algunas preguntas pertinentes, y parte porque el final de las historias coincidía siempre, arbitrariamente, con el final impuesto por el final del té y la historia, así interrumpida bruscamente, al día siguiente se reanudaba ante un público parcialmente distinto del público de la tarde anterior, que no podía, por lo tanto, comprobar la autenticidad – o incluso la coherencia- de todos los detalles. Por lo demás, Las historias o la historia, suponiendo que fuera una y la misma, no empezaba nunca de la misma manera o a partir de un mismo personaje o teniendo lugar en un mismo sitio. «Nuestra familia ha sido siempre muy viajera», solía decir Ignacio, y, de hecho, el carácter marítimo y serpenteante de sus relatos se asemejaba a la vacilación de los vientos y no sólo a la violencia de las corrientes. Como en la falacia de la literatura imitativa, aquel carácter de «ser muy viajeros» parecía justificar y cubrir por sí solo la incesante variedad de bruscos cambios y de huecos, la multiplicación de caracteres secundarios, muchas veces puramente accidentales, que encandilaban y engañaban al oyente haciéndole creer que se encontraba de pronto en tierra firme ante un carácter definitivo a partir del cual iba a anudarse por fin la historia entera.