– ¿A dónde vas? -preguntó Manuel.
La voz era ahora tenue, atemorizada y, a la vez, obstinada. La voz de alguien que cree tener razón y que prefiere perderlo todo a dar su brazo a torcer. Una voz sosa y plana como el dibujo de un mecanismo muy sencillo. El muchacho se detuvo sin volverse. La soledad impura de su compañero, a su espalda, le hacía sentirse mareado, casi como a punto de vomitar.
– A comprar cigarrillos -dijo por fin.
La puerta del piso se cerró lentamente. Manuel volvió a sus preparativos inútiles como quien se alza las solapas del abrigo. Hubo por un instante la falta del muchacho en la habitación como una súplica. Luego fue como una silueta que se desdibuja.