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Cuando cumplieron seis años, en febrero, la señora Alamino les envió un espléndido ajuar de bailarinas andaluzas. El empleado de la tienda lo entregó a última hora de un sábado, mientras Madre recibía a las visitas y Padre, en el fondo, disfrutaba toqueteando a las sirvientas. Les pasaba las manos por las piernas y luego se olía la punta de los dedos: sólo eso. El fuerte perfume hacía que los sentidos se le pusieran de pie.

Aunque las cajas de los regalos no traían sino una simple nota sin firma, Madre adivinó la letra de la señora Alamino a la primera ojeada. Esperó que las visitas se fueran y entró en el cuarto de las gemelas, temblando de cólera. Las niñas se probaban los vestidos ante el espejo. Padre las ayudaba a que se ciñeran los corpiños y a que los amplios volados, sujetos aún con alfileres, se desplegaran hasta el piso. Les había pintado los labios y las mejillas con un toque de bermellón. Que Padre hubiese abierto la caja sin tomar en cuenta lo que Madre sentía era más de lo que ella podía soportar. Las aletas de la nariz le latían de furia. Unos lamparones verdosos le brotaban bajo los lagrimales y se propagaban hacia las aletas, dilatándolas.

Esa tarde Madre llevaba un largo vestido abotonado, con refuerzos de presillas y lazos, lo que acentuaba su aspecto de abadesa. Ordenó a las gemelas que se desvistieran y, sumida en un silencio temible, empezó a meter los vestidos en las cajas. Tomó la nota de la señora Alamino y escribió en el reverso: «No queremos nada de usted». Leyó las palabras en voz alta, subrayando las sílabas.

– Vayan a devolver este regalo -dijo sin mirar a Padre-. Vayan ahora mismo.

Las niñas se echaron a llorar. Los vestidos eran de esas gasas aéreas que nunca terminan de posarse sobre la piel. Durante la tarde, mientras el sol aún caía sobre las ventanas, los habían admirado a trasluz, gozando con las manchas rojas que la falda les dibujaba sobre la cara. Da gusto verlas tan felices, había pensado Padre. No creo que Madre tome a mal el regalo. El paquete ha venido directamente de la tienda y los Alamino ni siquiera lo han tocado. Pero Madre se mostró inflexible:

– Obedézcanme y devuelvan esos trapos ya mismo -dijo.

Padre insistió:

– El regalo es anónimo. Podemos fingir que lo hemos comprado nosotros. No estamos obligados a mostrarnos corteses.

Razonar no entraba, sin embargo, en la lógica de Madre. Para ella no había otra lógica que la de su deseo. Volvió su enojo contra Padre y le reprochó que la contradijera delante de las niñas. Un reproche la llevaba a otro, que nada tenía que ver con el anterior. Le echó en cara sus modales campesinos, sus errores de ortografía, las manchas de grasa en la ropa. Le recriminó el aislamiento en que vivían: lejos de las familias distinguidas, de los paseos en bote por el río, de las procesiones de Corpus Christi y de las bendiciones del arzobispo. Padre la dejó desahogarse, y cuando ella se interrumpió para suspirar le dijo:

– Ahora te callas. Cuando una mujer le habla a su marido de esa manera es porque le ha perdido el respeto.

– ¡Vaya la novedad! -respondió Madre como un latigazo-. Hace ya mucho que te lo he perdido.

Padre la tomó por el brazo, tratando de llevársela al cuarto matrimonial. Pero ella se zafó con agilidad y saltó sobre las camas. Todo sucedió muy rápido. Las gemelas contemplaban la escena con sus grandes ojos inmóviles, como si no estuvieran allí. Parecían esas terribles fotografías de Diane Arbus. Madre arrancó el primer botón de su vestido y tiró hacia abajo con tanta fuerza que los demás botones saltaron, descuajados de las costuras. Volaron las presillas y se trizaron los lazos. Y a medida que los jirones de tela se desprendían, no cesaba de balbucear: «¿Con quién me he casado, por Dios? ¿Con quién he tenido la desgracia de casarme?». Se le veía la piel tensa y blanca de las caderas, como dibujada en mármol. Otra mujer hubiera llorado y suplicado, pero ella jamás: no era de las que se dejan vencer. Ya se había roto los vestidos otras veces, y así obligaba a Padre a que le comprara unos nuevos.

Nada era entonces tan incomprensible para mí como los sentimientos de los adultos. Para Madre, la felicidad eran los gatos, pero Padre no le permitía tener ninguno y ella aceptaba que fuera así. Tarde o temprano la felicidad le llegaría de arriba, sin que debiese dar nada a cambio, como si fuera un don del cielo antes que un don del ser. Lo único que hacía feliz a Padre, en cambio, era la felicidad de Madre. Hubiera sido capaz de concederle cualquier cosa, menos que tuviera gatos. A mí me costaba entender que siguieran viviendo juntos cuando no eran capaces de darse el uno al otro la poca felicidad que necesitaban. Madre solía decir: «Yo no soy esclava del placer de nadie. No tengo amo».

¿Qué creería ella que era tener un amo? En principio, un amo es algo femenino. La fuente original de la palabra es ama: la que alimenta. Madre suena igual que Ama en hebreo, en sueco, en gaélico, en griego, en vasco, en castellano. Es como si gargantas muy diferentes se dejaran caer, en ese punto, por un plano inclinado. La densidad de esas dos palabras, Amo y Madre, arrastraba con una terrible y simultánea fuerza de gravedad a las gargantas que las pronunciaban.

Poco después del cumpleaños de las gemelas, Padre se plegó a la campaña de Madre contra los vecinos árabes, pero no estoy seguro de que también los odiara. Cuando él odiaba de veras a las personas lo hacía con disimulo. No tenía carácter para arriesgar una pasión que los demás le podían devolver. Si odiaba a los gatos, era porque no esperaba de ellos ninguna respuesta.

Cierta noche de abril, cuando los vecinos estaban rezando sus plegarias islámicas, las gatas sucumbieron a un repentino acceso de celo y comenzaron a plañir. El lamento se volvió tan penetrante que no sabíamos si venía de fuera o de adentro de nuestras cabezas. Padre se paró en medio del patio y a través de la tapia gritó, a pleno pulmón: «¡Hagan callar a esos demonios, turcos de mierda!». Los maullidos se apagaron en el acto y las oraciones cesaron, pero Padre ya no pudo sosegarse. Preparó unas albóndigas de vidrio molido, las arrojó por encima de la tapia, y se dispuso a pasar la noche velando la agonía de los gatos. Fue un fracaso. Los animales no tocaron las albóndigas, y a la mañana siguiente los Alamino las recogieron con una palita y las tiraron por el inodoro.

Lo que Padre quería era duplicar la altura de la pared medianera, pero no podía violar los planos municipales, ni siquiera sobornando a los inspectores, porque arriesgaba su licencia como calculista de materiales. Tuvo que conformarse con sembrar de vidrios rotos la cresta de la tapia y rellenar las esquinas con alambre de púa. Aun esas defensas resultaron insuficientes. Los gatos se ingeniaban para saltar de un patio a otro en medio de la noche, y rondaban codiciosamente las jaulas donde Padre criaba unos zorzales muy raros, de pico azul y pecho moteado, que silbaban un solo trino largo al amanecer y luego callaban durante todo el día.

Cada vez que Madre se disgustaba, pasaba largas temporadas en silencio, sin conceder a Padre más que las escasas palabras de la convivencia. Si se reconciliaban era porque Padre admitía su culpa aunque no la tuviera, y prometía no ofender a Madre nunca más. Los enojos de Padre, en cambio, eran fugaces como el hervor de la leche. Después del cumpleaños de las gemelas estuvieron más de un mes sin hablarse. Hasta que un domingo amanecieron abrazados.

La familia estaba alegre y esa tarde salió a tomar el fresco en el patio. A lo lejos los relámpagos tejían un fantástico encaje, y se veían las cortinas de agua arrastrando su manto violeta sobre los campos. De la ciudad, sin embargo, no se retiraba el calor. Dos primas viejas de Madre que estaban de visita contaron la historia de unas verrugas que se habían curado como por arte de magia con cataplasmas de belladona. A Padre se le ocurrió que la receta podría servir también para disolver los lunares de las gemelas. Buscó a las niñas por toda la casa para contarles la idea pero no las pudo encontrar. Las buscó en las ramas de los naranjos donde solían esconderse, entre los fogones de la cocina y debajo de las camas. Empezaba a revisar los armarios cuando le saltó a la nariz el olor penetrante de los gatos. Brotaba de los vestidos que solían ponerse las gemelas cuando visitaban a los Alamino. Pero como Padre no lo sabía, imaginó lo peor: que los gatos estaban invadiéndole la casa y que tarde o temprano lo obligarían a marcharse.

Se puso a caminar de un lado a otro, arrastrando los vestidos y profiriendo amenazas a los gritos: «¡Voy a matarles todos los gatos, turcos de mierda! ¿Me han oído?». En vez de calmarse, iba excitándose más. En uno de sus recorridos encontró a las gemelas, sentadas junto a Madre y las primas. Estaban de lo más plácidas contando que habían salido a la calle para ver cómo reventaban los azahares en la copa de los naranjos.

Padre ni se acordaba ya de las cataplasmas de belladona. El olor de los gatos había borrado de su atención todas las demás cosas. De tanto en tanto acercaba la nariz al hato de ropa y se apartaba indignado. Por fin pareció decidirse y fue a golpear a la puerta de los Alamino.

Los demás vecinos se asomaron a curiosear. Padre los despreciaba porque eran comerciantes y abogaditos de los rincones tórridos de la provincia, gente sin linaje. Pero al verse tan desarreglado en plena calle, tan expuesto a la malevolencia, se creyó obligado a dar alguna explicación. «Los turcos me han llenado la casa de gatos», dijo, sin dirigirse a nadie en particular. «Me orinan la ropa, quieren comerme los pájaros. ¿Cómo se puede vivir cerca de gente tan desconsiderada?» Los vecinos cabeceaban en señal de aprobación, no porque les molestaran los gatos sino porque también a ellos los ponía nerviosos una familia tan diferente.

Al tercer aldabonazo de Padre apareció la señora Alamino, que debía de estar ocupada en la oración: aún tenía la frente sucia de polvo y con una aureola roja. No bien empezó Padre a exponer sus quejas, la señora se asustó y no quiso oír nada más. Cerró la puerta cancel con fuerza y corrió a esconderse en el dormitorio.

Cuando ya la noche había avanzado mucho, llegaron los parientes de los árabes a consolar a la pobre mujer, que no cesaba de llorar. Se los oía cuchichear en su oscura jerga, pero era imposible adivinar los humores que se movían detrás de las palabras.

Padre se acostó vestido en la cama, y cuanto más pasaban las horas más inquietud sentía. Imaginaba que los vecinos le asaltarían la casa con alfanjes y recuas de gatos, y destruirían la jaula de los zorzales que amaba tanto. Madre dormía a su lado, desentendida, desplumando la almohada con un aguijoneo mecánico de los dedos. La Cruz del Sur se movió algunos pasos en el cielo y alcanzó las orillas de Venus. En eso cayó el silencio y, al instante, el timbre de la puerta alarmó a Padre. Eran los turcos. Vaciló antes de abrir. Pensó en pedir ayuda pero supo que no debía hacerlo: parecería un cobarde. Se calzó las botas, escondió en ellas un cuchillo de cocina y salió al zaguán.

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