Desde que convivía con ellos, encontraba placer en faenas que antes le hubieran parecido indignas: les limpiaba la bosta, lavaba los edredones donde dormían y les enrollaba los ovillos de lana que deshacían a propósito. Intuía sus nombres de sexo impreciso y cuando les hablaba se cuidaba muy bien de confundirlos: Altar, Belial, Rosario, Cármenes, Ángeles, Brepe, Sacramento.
Una tarde, al volver del periódico, los gatos estaban esperándolo en el baño. Carmona se desnudó, humedeció una esponja y se la pasó por el cuerpo. «Éste es el cuello», les dijo. Sentía cierto placer explicándoles cómo era el cuerpo, de qué estaba hecho. Ya no tenía tacto, y por lo tanto era como si hundiera los dedos en la nada. Pero cada parte del cuerpo exhalaba su propio olor, y el olfato de ellos, tan agudo, distinguía las fragancias.
«Ombligo», dijo.
Belial, el pequeño, lo amenazó con las uñas. Los otros sisearon y escupieron, imponiéndole sosiego. «Brazos, dientes», les enseñaba Carmona. Cuando la bañadera estuvo llena de agua tibia, se sumergió y comenzó a enjabonarse. Ellos lo atisbaban, con las orejas tiesas y los bigotes en guardia. Sólo la Brepe, desinteresada de la ceremonia, se lamía las tetas voluptuosamente. El terreno donde los gatos se deslizaban siempre estaba seco. ¿Y si no soportaran lo mojado?, pensó Carmona. ¿Si lo mojado fuera el infierno de ellos y, al mojarse, quedaran en evidencia? ¿Si no se dieran cuenta? Golpeó con las palmas la superficie del agua y los salpicó. Todos retrocedieron a la vez, lamiéndose. Era verdad, entonces: el agua los incomodaba. Carmona lo había leído en alguna parte, sin darle importancia: en el agua se les confundían los olores y quedaban ciegos, sordos, sin equilibrio, se convertían en suicidas, bajaban desesperados a los légamos en busca de la muerte. De esa debilidad convenía aprovecharse, ¿no? Carmona quería impedir que se dieran cuenta.
«Fue sin mala intención», dijo. «Siempre hago esto cuando me baño.»
Adelantándose poco a poco, la Brepe se introdujo en el área mojada, apoyó las patas en un extremo de la bañadera y examinó el cuerpo de Carmona con atención. Extrañada, vio que se estiraba el pellejo del pene y luego lo dejaba caer en la espuma: un guante mustio, que parecía pedir limosna.
La Brepe entornó el hocico y dejó afuera la lengua, sólo un instante. El baño quedó colmado de silencio. Carmona curvó el cuerpo hacia la gata con suavidad: el agua se le desprendía callada, como la cera de las velas. Le acercó el pene a la lengua. Ella olfateó el glande sin plumas, sin escamas, mondo, inútil para el placer. Qué solo está, qué desvestido. Ni siquiera en el ojo tiene luz. Quiso abrigarlo, esconderlo. Sintió misericordia. Y lo lamió.
Fue apenas un suspiro de la lengua. Pero bastó para que aquella esmirriada arboladura se agitara. «Pija», suspiró Carmona. La tribu se alborotó, curiosa. Ángeles y Cármenes, que lo hacían todo a dúo, se enroscaron al pie de la bañadera, lamiéndose una a la otra el punto donde estaban sus culitos de gata. Los demás se acercaron, esquivando las manchas de agua del piso. Una parte de la tribu avanzaba hacia Carmona; la Brepe y Belial, en cambio, retrocedían hacia el dormitorio.
Inesperadamente, Sacramento pegó un salto. Encrespó la cola y se encaramó sobre la bandeja de azulejos donde aún se alineaban las cremas y lociones de Madre. Y luego, contoneándose de manera provocativa, se paseó por los bordes de la bañadera.
Carmona se incorporó, con una elasticidad que sus músculos habían olvidado, y aferró a la gata por la nuca, como un ave de presa. Le frotó el cuello y el vientre con la esponja enjabonada, una y otra vez, hasta que el agua atravesó la tersa barrera de la pelambre y estalló sobre los nervios de la piel, disolviendo las capas de aceites naturales. Doblada en el aire, Sacramento vomitaba maullidos atroces. Pero Carmona no le dio tregua. Hundió a la gata en la espuma, hasta el fondo, y cuando sintió que el aire se le acababa, la sacó. Con las pezuñas, Sacramento trataba de afirmarse en la resbalosa porcelana de la bañadera y por un momento tuvo el pene a merced de su hocico, pero los tarascones se perdían en la blandura invencible del agua. Cuando vio que los ojos de la gata se enturbiaban, Carmona la arrojó al piso y él mismo salió del baño con rapidez.
Creyó que los gatos reaccionarían con ira: estaba preparado para eso. Quería que lo rasguñaran y lo hirieran, porque así debía ser la libertad con que ahora soñaba: tatuada por la mano de los amos. Pero ellos prefirieron retirarse al patio y desbandarse por los techos y desagües.
No bien se sintió solo, a Carmona se le vino encima el remordimiento. Aún estaba ofendido porque no lo habían dejado ir a las montañas amarillas y deseaba vengarse. Pero ¿cómo saber que la felicidad estaba de veras en las montañas? ¿Y si lo que allí descubría era la desgracia y los gatos sólo trataban de advertirle que donde Padre y Madre habían encontrado su principio él tal vez encontraría su fin? ¿Si tan sólo trataran de decirle: no te busques en un mundo que no es el tuyo?
Se sirvió un vaso de ginebra y sólo sintió el furor del líquido, su lenta evaporación en las arterias. A veces ya ni el alcohol puro le servía. Lo agriaba con unas gotas de limón, pero casi al instante la sed lo acosaba de nuevo. En las mañanas, con la ginebra, la voz fulguraba llena de pasión, y parecía que la inteligencia fuese a abrírsele como antes y a derramarse sobre las cosas, viéndolas tal como eran y no como él seguía deseando que fuesen. Pero duraba poco: no bien se retiraba el júbilo del alcohol, las cuerdas vocales se le convertían en llaga viva y se quedaba en la cama boca arriba, jadeando, para olvidar el dolor. Le dolía lo que hubiera querido ser, el tiempo que había perdido buscándose sin poder encontrarse. ¿A quién había buscado? ¿No se podía empezar a buscar otra vez, desde el comienzo? ¿Tener un minuto a solas con el otro que había dentro de uno y reclamarle: por qué no tomaste mi lugar, por qué no te llevaste la felicidad que yo perdía?
La Brepe estaba velando sobre sus sufrimientos. De la cama de Madre saltó a sus piernas e irguió la cabeza para que él se la acariciara. Aunque no sentía nada en la yema de los dedos, una cierta claridad lo mojaba por dentro: como si hubiera sido noche durante mucho tiempo y ya no fuera más noche ni la noche quisiera compartir su perdición.
Días después encontró a Sacramento en un bar de las afueras, durmiendo sobre una palangana de cenizas. Tenía heridas infectadas en el lomo, y a través de las telarañas del pelaje asomaban parches de piel muerta. La abrigó con la bufanda y la llevó a la casa. Hizo un nido para ella en una de las canastas de costura de Madre y luego de consultar con el farmacéutico untó la llaga con polvo de sulfamidas. Todos los días, antes de salir rumbo al periódico, le dejaba sopas de pescado y un tazón de leche limpia. Pero cuando regresaba por la tarde la comida seguía intacta.
Sacramento pagaba con crueldad las devociones de Carmona. Volvía la cabeza hacia otro lado no bien el hombre trataba de acariciarla y, si por azar posaba su mirada en él, dejaba que los ojos siguieran de largo, como si el cuerpo del hombre no existiera.
Cuando arreció el calor y el río quedó cubierto por los bloques de azufre que se desprendían de las montañas, a Sacramento se le dio por desaparecer. No de una vez sino de a poco: el día se la iba llevando consigo. A la mañana parecía siempre a punto de morir. Los ojos se le apagaban, como cuando Carmona la había hundido en la bañadera. No cesaba de toser. Las flemas la ahogaban. Por la tarde, el cuerpo se le confundía con la penumbra y ni siquiera se movía cuando Carmona la tocaba. Él repetía su nombre, cada vez lo repetía con menos esperanza, hasta que ya no la sintió más y su cuerpecito fue como hebras de humo. Ninguno de los dos tenía tacto ni recuerdo de lo que el tacto había sido. El infortunio hubiera podido servirles para que se acompañaran, pero no les servía.
Un domingo lo visitaron las gemelas y lo ayudaron a poner los dormitorios en orden. Tendieron las camas, airearon las sábanas y cubrieron los sillones con fundas nuevas. No había modo de reparar las desgarraduras en las telas de raso ni de remendar los cubrecamas sin que se notara. Decidieron contratar tapiceros y cambiar el empapelado de los cuartos. Ya casi ni se podía entrar en la casa por el olor.
– Aunque estuviera postrada, Madre se las arreglaba para que hubiera un cierto orden -reclamaron las gemelas-. Pero vos te has dejado vencer por la desidia, Carmona. ¿Cómo podes vivir así? Todo se ha vuelto un asco.
– Son los gatas -trató de disculparse.
– Los animales solos no harían este desastre -insistieron ellas-. Es la ginebra.
Cuando quitaron el polvo del ropero, descubrieron que el vestido favorito de Madre, con el que ella causaba sensación en los saraos, estaba comido por las polillas. Era una falda plisada, de color salmón, con casaca de piedras y lentejuelas. La falda tenía dos manchas oscuras, como de grasa mezclada con sangre, y apestaba a orina de gato. Del sombrero que hacía juego con el vestido no quedaba sino un esqueleto de polvo, y en la rosa de tela que lo coronaba había un brote de pelusas grises.
Las gemelas dejaron el vestido sobre la cama, como si fuera un muerto, y pusieron el grito en el cielo.
– No hay razón para echar a perder así todos los recuerdos -dijo la mayor-. Lo más razonable es que vendamos la casa cuanto antes.
– A Carmona le quedará dinero de sobra para comprarse un ambiente. No necesita más.
– Podría vivir con alguna de nosotras, si quisiera.
– Por supuesto que sí, Carmona. Te haremos compañía y ya no tendrás necesidad de beber.
Al marcharse, dejaron el vestido de Madre extendido sobre la cama. Cuando pasó por él una mancha de sol, la humedad de la orina empezó a fermentar y las corrientes del olor salieron al aire libre. Carmona se acercó al vestido muchas veces y, como acariciarlo no le servía de nada, rastreó las fragancias que tal vez seguían entre los pliegues. Pese a lo que habían dicho las gemelas, en el vestido estaban intactos los recuerdos. Había tantos que Carmona no supo distinguir cuáles eran de Madre y cuáles habían sido puestos por los gatos.
Al caer la noche se tendió en la cama, junto al vestido, y pasó largo rato pensando. Un correteo de pezuñas y, en seguida, un maullido lastimero, le despejaron la melancolía. La lucidez volvió a él, y de pronto se le hizo claro ese lenguaje de sollozos altos y bajos que se parecían a su voz, cortado por una síncopa de toses y ronroneos. ¿Cómo no lo había entendido antes? Llamaban a Madre.