Poco después de la muerte de Madre, la Brepe tomó la costumbre de saltar dentro del sueño de Carmona. Observaba al hombre con fijeza mientras se desvestía y, cuando él apagaba la luz, la Brepe arqueaba el lomo y se iba irguiendo sobre las patas, lista para cazar el sueño de Carmona y desplumarlo apenas levantara vuelo. Pero los sueños de Carmona no eran pájaros sino gatos: ásperas tinieblas de gatos, lenguas de gatos que se movían entre astillas de negra luz.
El hombre dormía con la boca abierta, y cuando entraba en el cono de oscuridad donde flotan los sueños, una manada de gatos salía de la boca, desgarrada por los lloros del celo, y se sumergía en el río de los ingenios azucareros. Madre aguardaba en la orilla, como siempre, protegiéndose del verano con el parasol, abotonado el cuello de la blusa pese a los ardores de la tarde, y a su vera, Padre, escarbando los bolsillos del chaleco en busca de los quevedos, ¿recordás aquellos dedos macizos, potentes como alerces, que acariciaban el cuello de Madre mientras ella decía: «¿Por qué no matas a Carmona de una vez, Padre, qué estás esperando?». Y vos uncido a sus faldas suplicabas: «No me peguen, Madre, no me maten». Así era, ¿te acordás?
A la zaga del sueño venía el río, perdiéndose en el confín de las montañas amarillas. Cada noche Carmona quería entrar en las montañas, pero Madre no lo dejaba acercarse.
Una vez que templaban la garganta y los lloros emprendían su vuelo de contratenor, los gatos se abandonaban a la voluntad del río. La Brepe los guiaba a través de los camalotes y de las enredaderas de las profundidades hacia la caverna que sólo ellos podían alcanzar. Iban envueltos en ráfagas de espuma, ingrávidos; las orejas aleteando a ras del agua, atentas a los sermones de los monjes y a los kyrieleison de la noche, y el hocico en ristre, oyendo la felicidad que estaba al otro lado de las rocas. ¿Aquello era el paraíso? Sí, aquello era: sólo podía ser el paraíso porque, al amansarse la caverna, al desprenderse la caverna de su pelambre de estalactitas y musgos azufrosos, el agua que discurría por ella encontraba el socavón de las montañas amarillas, donde el aire flotaba hinchado, empalagoso. Carmona sabía que el cielo estaba allí porque aun en lo más tenebroso del sueño las montañas lucían siempre iluminadas, y no había insecto, árbol o persona que tuviera padre o madre. La dicha del paraíso consistía en ser huérfano.
Mientras tanto, al otro lado del río, bajo los sauces de la orilla, las damas de los ingenios tomaban el té. Algunas levantaban a los gatos que iban por el río para acariciarlos. Los arropaban con sus grandes faldas de organdí, les lamían el lomo y luego volvían a soltarlos a la ventura de la corriente.
La Brepe corría de un lado al otro del sueño, recogiendo los maullidos que se enredaban en el agua. Cada vez más rápido, los gatos se acercaban a la boca de la caverna, mientras el agua del río iba perdiendo sus reflejos: el agua o los reflejos se eclipsaban.
Cuanto más cerca sentía Carmona el olor de la felicidad, más sufría por no estar allí. Sus músculos se ponían de pie y se lanzaban también a la corriente, siempre demasiado tarde, cuando ya la manada había desaparecido. En ese punto del sueño solía despertarse con los talones mojados de sudor, y lo primero que veía era a la Brepe erguida en un extremo de la cama, observándolo con fijeza.