La locomotora silbó por segunda vez y, aunque Carmona ya se había despedido de todos al oír el primer aviso, hizo un esfuerzo para volver a saludar a sus hermanas. El tren resopló y empezó a moverse. Las gemelas corrieron por el andén, de la mano de sus novios, gritándole que mandara postales de la capital. Tanto ellas como los novios parecían haber olvidado sus fuerzas en otra parte: era domingo de madrugada y el baile de la noche los había marcado con unas ojeras hondas, de las que cualquier alegría se evaporaba con facilidad.
A medida que el tren se alejaba de la estación, Carmona vio más y más damas agitando pañuelos y llorando tras los tules de sus abanicos. Madre no: ella sonreía. Tenía elevada en la cara una sonrisa que no era suya. La había copiado con esmero de la señora Doncella, que también estaba sin dormir y se cubría el desvelo con grandes anteojos negros.
«Apenas lo oigan cantar ya no lo dejarán volver», dijo la señora cuando Carmona estaba por subir al vagón. A Madre se le enturbió la mirada y Carmona sintió culpa por causarle tantas tristezas. La noche anterior, Madre le había insinuado de mil maneras que suspendiera el viaje. Estaba llena de malos presentimientos. «¿Cómo harás para cruzar solo esas enormes calles de la capital? Quién sabe qué te darán de comer, si es que te dan algo. ¿Y la voz, Carmona? Nunca han oído una voz como la tuya. ¿Qué harás si en medio del recital el público se levanta y te deja solo?» Todas las dudas de Madre eran razonables y, cuando pensaba en ellas, Carmona deseaba que en su vida nunca hubiera sucedido nada y que su cuerpo siguiera navegando en el útero cálido, sin preocupaciones de ninguna clase. Sus manos sudaban y ya no querían seguir asomándose a la ventanilla para decir adiós.
Con la cabeza descubierta y los quevedos colgando sobre el chaleco, sujetos por una cadena de oro, Padre se veía empequeñecido, como si estuviera sobrando y pidiera perdón por no poder estar en otro lado.
El tren dejó atrás las plantaciones de caña de azúcar y se internó en el desierto. Una fina niebla de polvo entró en los vagones y apagó la luz de los objetos. Los pasajeros respiraban con la nariz cubierta por un pañuelo mojado, y sobre las cabezas el viento tejía una telaraña.
La gente iba y venía por los pasillos en busca de fuentes de agua para lavar los pañuelos, pero antes de regresar a sus asientos ya los tenían convertidos en estropajos. La incomodidad no les impedía tocar la guitarra, jugar a las cartas y repartirse las presas de pollo hervido que llevaban en cacerolas de loza. Frente a Carmona estaban sentados tres viajantes de comercio. La nuez de Adán les saltaba arriba y abajo del cuello de la camisa al compás de las palabras. Eran vendedores de herramientas; no cesaban de comparar listas de precios y de disputar sobre la calidad de las muestras. De vez en cuando abrían unos valijones repletos de clavos y hojas de hacha, exponiéndolos con arte ante los otros pasajeros y obligándolos a intervenir en la discusión.
Un par de matronas enlutadas llegaron a última hora y suplicaron a Carmona que les cediera el asiento junto a la ventana. Venían de un pueblo remoto y la combinación de trenes las había retrasado. Una de ellas sufría de molestias en el páncreas desde la primera menstruación; en verdad no se recordaba a sí misma sin ese dolor perpetuo en la boca del estómago, que se le irradiaba por la espalda: la víscera se abría en súbitas flores que le teñían la piel de amarillo, y luego sentía invencibles ganas de vomitar. El vómito hubiera sido un alivio, pero nunca estallaba de veras. Sólo se anunciaba con un tropel de náuseas y, cuando ya había subido a la mitad del pecho, se desvanecía.
– Nadie podría imaginar este tormento -dijo la mujer-. Una creería que la muerte ha pasado, y es sólo entonces cuando la muerte empieza.
Las dos matronas conocían al dedillo cada capricho de la enfermedad y cuando describían el páncreas lo hacían conversación abrumadora. Hablaban de litiasis y simpatectomías bilaterales como si todo el mundo supiera qué era eso. Carmona temía que lo forzaran a intentar algún comentario, pero se dio cuenta de que las conformaba tosiendo cada tanto o acomodando un «Aja» en cualquier hueco del relato.
Mientras tanto, dejaba que corriera su imaginación. Había leído que la capital era como las ciudades de Kublai Kan, habitada por personas que no se conocían y debían comunicarse los sentimientos con la mirada cuando se cruzaban por la calle; atravesada por puentes de toda especie sobre canales sin agua; con grandes cementerios a los que acudía la gente a tomar el té y palacios de mármol construidos sólo para homenajes de la mirada, a los que nadie podría entrar jamás.
Se abandonaba al placer de imaginar, dejando que los detalles fueran acomodándose a la veloz corriente de sus esperanzas, a sabiendas de que la realidad llegaría en algún momento y le corregiría los sueños. Pero hasta que eso sucediera, la capital sería suya y no tendría que compartirla con nadie. Las imaginaciones lo adormecieron y, aunque las matronas seguían asediándolo con nuevas descripciones de las esponjas del páncreas, él reclinó la cabeza en el vidrio de la ventanilla sin la menor culpa y sin forzarse a parecer cortés, como siempre hacía.
Despertó cuando ya el tren estaba detenido en la ciudad siguiente. El viento que soplaba desde las minas de sal levantaba un polen que se convertía en gárgolas, minaretes, hongos: caprichosos y soñolientos como las formas de las nubes. El horizonte estaba cortado por enormes conos de sal apilada, a los que trepaban filas de cargadores, con cestos de paja pendiendo de los extremos de una vara. Todos habían visto la blancura de las salinas en los mapas, hendida por la misteriosa cicatriz de la zanja, pero ni los mapas ni las fotografías revelaban la naturaleza verdadera del osario donde iba a internarse el tren: millas de nada temblando bajo una luz que también estaba muerta.
Las matronas paseaban por el andén hirviente de la estación, en el que vendedoras de quesillos y tortugas se peleaban a los gritos. Junto a las boleterías, los viajantes de comercio desplegaban ante los aldeanos sus muestras de bisagras y serruchos. Carmona dejó unas pocas partituras sobre el asiento, para que nadie lo ocupara, y fue al baño a refrescarse. Sacudió la camisa llena de polvo y se lavó la cara. En el encierro maloliente del baño sintió que el tren se ponía en marcha y que otra vez se repetían los silbatos y los adioses.
Cuando volvió al vagón, una pasajera nueva estaba ordenando sus enseres sobre el asiento de los viajantes. Llevaba una batería de teodolitos, sextantes y compases en valijones mal cerrados. El sol le había resecado la piel, y el pelo áspero, sujeto de cualquier manera con una vincha de telar, le daba aspecto de india. No era una mujer hermosa, pero Carmona no pudo apartar los ojos de ella durante largo rato. Quería poner sus ojos en otra parte pero en seguida regresaban por su cuenta a un pequeño pliegue entre las cejas de la mujer, como si hubieran pertenecido siempre a ese lugar y no encontraran razón para marcharse. La mujer le correspondía de tanto en tanto con una sonrisa de soslayo, en la que había algo falso, un signo de alarma. Carmona no imaginaba qué podía ser hasta que lo descubrió: era la misma sonrisa de Madre.
Hubo como una hora de silencio en la que sólo se oyó, a lo lejos, el chasquido de unos naipes. La planicie se volvió amarilla y terminó por fundirse con el sol. De pronto, sin razón alguna, la gente se alborotó y empezó a destapar los cestos donde llevaba la comida. Al vagón entraron en oleadas sollozos de niños y quejas de hombres, empujando el silencio hacia la desolación de las salinas. Carmona, que había cerrado los ojos, sintió que las matronas adulaban a la recién llegada con esas cortesías que a simple vista resultan imperceptibles. Las oyó carraspear con educación y tensarse el rodete con horquillas.
– ¿Sabían que viaja con nosotros una vidente? -pregonó la enferma del páncreas-. Apenas me acerqué a ella en el andén supo lo que los médicos han tardado años en descubrir. «¿Alguien la está curando de su litiasis?», me preguntó. «Ya no pierda más tiempo. Hágase quitar los cálculos de una vez.» Me quedé muda.
– Todavía no hemos podido reponernos de la impresión -confirmó la amiga.
– Por Dios, ¡si no fue nada del otro mundo! -dijo la recién llegada-. En las minas de sal he visto a enfermos de páncreas por docenas. Se intoxican aspirando los cristales y en cuestión de meses les brotan cálculos filosos que los desangran por dentro. Cualquiera que haya subido a los pilones no tarda en reconocerlos. Qué voy a ser vidente. Soy historiadora. Vine acompañando a una expedición de topógrafos que tratan de medir lo que aún queda de la zanja. Yo quedé exhausta. Esa locura me agotó. Pero los demás piensan seguir el rastro hasta las montañas amarillas.
– No se puede entrar ahí -dijo Carmona.
– Hay galerías por abajo, cavernas que nadie ha visto. Tarde o temprano van a llegar, arrastrándose como topos. Yo no. Me basta con lo que ya conozco. Una zanja como ésa sólo se puede cavar por terror o por delirio. ¿Cómo serían los hombres que la hicieron? Me lo pregunto cada día y no puedo imaginarlos. No han dejado ninguna anotación: sólo unas pocas listas de gastos en los archivos de la Tesorería…
Dándose una palmada en la vincha se volvió hacia Carmona:
– ¡Ahora sé quién es usted! Fui a oírlo cuando cantó los madrigales de Purcell. Me lo habían dicho más de una vez: Ese hombre tiene una voz prodigiosa, Estrella. Mi nombre es Estrella. Y yo pensé: ¿Valdrá su voz el viaje? Vautil le voyage? Hice una fila de dos horas en la boletería de la Filarmónica y lo único que conseguí fue primera fila del paraíso. Apenas empezó el recital perdí noción del lugar y hasta de mi cuerpo. No sentía el cuerpo. Mejor dicho, lo sentí en su voz. Yo estaba en las nubes. Y ahora, quién lo hubiera dicho: aquí lo tengo. Podría tocarle la voz con la punta de los dedos…
Carmona se había ido encogiendo en el asiento. Quería estar lejos de allí pero a la vez no quería irse. Le fluía una luz suave desde adentro, que reflejaba otra luz más honda y desconocida.
– Le agradezco mucho -balbuceó. No bien lo dijo, se dio cuenta de que la voz le había salido sin permiso, y que el mero deseo de salir la volvía menos extraña.
– Fíjese en lo que son las casualidades -comentó una de las matronas-. Cuando algo tiene que pasar, pasa.
Ya no quedaban árboles en el paisaje. El tren estaba dejando atrás las grandes salinas y ahora el desierto era una costra granítica y estriada, en la que ni siquiera se movía el polvo. La soledad era tanta que no había lugar para nada más. A intervalos irregulares brotaban unos montículos amarillos en forma de hormigueros.