Sentémonos, Carmona. Estás muy tenso. No deberías ya pensar en nada. Traté de palpar sus manos, las yemas de los dedos, pero se me escurrían. Tenía un cuerpo muy incierto. ¿Tenía un cuerpo? Nunca he sabido si el cuerpo es nuestra posesión; si en verdad lo tenemos o más bien lo llevamos como algo ajeno al ser: una carga. No creo que el cuerpo de Carmona fuera de él cuando caminábamos por los laberintos de hortensias y magnolias, cerca de la Filarmónica: el pobre cuerpo de Carmona ya no pertenecía a nadie. Daba lástima. Esos sentidos que se le desprendían, esos gajos del ser tan torpemente apagados, ¿adonde irían? El gusto, el tacto: aquellas avecitas de vuelo corto, ¿se las habría llevado Madre? Él me dijo: cuanto más pasa el tiempo, más me parezco a Madre. Entonces trata de que tu cuerpo deje el mal camino por donde va, le advertí. En vez de parecerte a Madre te pareces a su muerte.
Estábamos al descampado y soplaba el viento, pero las ráfagas se mantenían en las cúpulas de las iglesias y en lo alto de los árboles. Abajo, en cambio, no se alteraba la calma.
Entonces, en aquel tiempo: comenzó a decir Carmona. ¿En aquel tiempo es cuándo?, lo interrumpí. Yo no quería que sus recuerdos se enredaran con los míos. Era como si lavásemos juntos nuestros recuerdos: al sacarlos del agua ya no podíamos reconocerlos. En aquel tiempo no sabíamos qué hacían Padre y Madre con el cuerpo. Yo tenía unos pocos pelos suaves entre las piernas y, cuando les permitía a las gemelas que los vieran, ellas se desprendían la blusa y me mostraban los pechos: eran todavía planos y pálidos, pero si yo acercaba los ojos notaba una hinchazón tenue bajo la piel, como si escondieran algún umbral o zócalo que llevase a lugares desconocidos. A Padre y Madre nunca los veíamos desnudos. Yo quería verlos. Una noche dejaron la luz del dormitorio encendida hasta muy tarde. Tenían la costumbre de acostarse en silencio, pero aquella vez había muchas palabras aleteando, frenéticas, y casi todas eran de Madre. Aceché por el hueco de la cerradura y la vi de espaldas, con un corpiño largo, que le cubría también el vientre. Padre llevaba calzoncillos y por la abertura yo distinguía una pequeña larva viscosa, mustia: lo que había sido mi principio. Madre le decía: «¿Qué puedo hacer para que me dejes en paz? ¿No lo entendés, Padre? Hace de cuenta que soy una enferma. Te la pasas acosándome como si no supieras. ¿A una enferma de cáncer la acosarías? No, ¿verdad? Entonces, déjame en paz». Padre no estaba oyéndola. Suspiraba, con la cabeza baja, y repetía: «Mi desgracia, Dios mío. Mi desgracia». Le saltaban las lágrimas, aunque tratara de reprimirlas: tenía la cara húmeda y, cuando se la secaba con las sábanas, las lágrimas aparecían otra vez, por su cuenta, como si vinieran de otra parte y se hubieran detenido en unos ojos que les parecían hospitalarios.
Sentí vergüenza por él y me aparté del hueco de la cerradura. No había podido ver su cuerpo desnudo pero en cambio había descubierto su desnudez.
En aquel tiempo, dijo Carmona, Padre solía despertarme en medio de la noche pidiéndome que le hiciera un lugar en la cama. Nos abrazábamos y yo me daba cuenta de que sus caricias no eran para mí. Pero sólo duró unos pocos meses. Mi cuerpo se transformaba velozmente, y Padre debió, él también, sentir vergüenza de dormir conmigo.
Decime todo, Carmona. Desahógate. ¿Te sacaron del coro? No, yo mismo me fui. Mientras duró la muda pasé un año en silencio. Una mañana, me presenté en el conservatorio de canto y hablé con los maestros. Quiero ser contratenor, les dije. ¿Eso querías? Quería una voz que fuera dos voces a la vez, dijo Carmona. Así empecé. ¿Madre estuvo de acuerdo? No al principio: se desconcertó. Yo ensayaba con máscaras: blancas, doradas, retratos de otros mundos. Y ella no me veía: oía la voz, el brillo espeso y óseo de una soprano ardiendo en las fogatas de muchas voces. Le inquietaba que me ciñese a un repertorio tan viejo, tan estricto: la música de los contratenores muere con el barroco. «¿Quién te va a oír?», solía decirme Madre.
Di el primer recital ante muy poca gente. Al segundo fue una multitud. Ni aun así fui feliz. ¿Alguna vez lo fuiste?, le pregunté. Nunca pude saberlo. Si fui feliz, Padre y Madre no estaban conmigo.
Siempre que había visitas, en la casa se hablaba del paraíso. No bien terminaba el inventario de las enfermedades familiares, cada uno de nosotros refería en voz alta lo que esperaba ver cuando muriera. Nadie imaginaba el paraíso como el punto en que coinciden, sin confundirse, todos los lugares del orbe: preferíamos visiones más carnales y menos ciegas. Creíamos que era la rosa profunda en cuyo centro estaba Dios. Pero también creíamos otras cosas. Madre lo situaba en las montañas amarillas, adonde ya no se podía llegar. Hacía muchos años que las veredas de acceso habían sucumbido a los aludes del invierno, y un largo hilván de rocas cubría la entrada de los socavones. De los Ikeda nada se oía. De vez en cuando, las avionetas pasaban sobre el antiguo rastro de la zanja, buscando la colina de ámbar donde tal vez se alzara una garganta líquida, un arco iris de sonidos: el niño. Sólo veían neblina, franjas de luz apagadas por el súbito eclipse de la naturaleza.
Ah, ya entonces te imaginabas el paraíso, dije. No, respondió Carmona. El paraíso y la felicidad eran la misma cosa para mí. Cuando trataba de imaginar el paraíso, veía la felicidad. Veía un camino en la llanura y la felicidad a lo lejos. Pero no bien ponía el pie en el camino, la felicidad desaparecía. Nadie puede imaginar la felicidad, dije. ¿Sabes por qué? Porque en el momento en que imaginas la felicidad, la perdés. No, volvió a decir Carmona. Sólo son felices los que pueden imaginar la felicidad, pero esa misma imaginación es la que los hace infelices.
También a las gemelas les llegó la adolescencia. Eran coquetas y sociables. Todos los fines de semana las invitaban a un baile. Pasaban de unos brazos a otros con la expresión transportada, sin que se les notara nunca la fatiga. El aire de las fiestas era tan sofocante que todas las chicas llevaban las espaldas desnudas. Ellas no se acomplejaban: cubrían los lunares con unos suaves encajes de color carne, que les servían para excitar la imaginación de los muchachos: «Desconfíen de las chicas que más muestran», les decían. «Son las que menos tienen.»
A veces, Padre ordenaba a Carmona que las acompañara. Pasaba entonces toda la noche en un rincón, junto a las jarras de jugos de frutas, mirando el vaivén de los bailarines. Para no caer chocante, se quedaba mudo. No sabía cómo disimular su timbre de voz. Cuando alguien se le acercaba y le hacía preguntas, contestaba con monosílabos. Los otros adolescentes se amedrentaban ante aquel muchacho tan alto, con tórax de rinoceronte, que hablaba con voz de mujer.
Después de su segundo recital, se había convertido en una rareza. «El bellísimo canto de Carmona», explicaba el diario de la ciudad, «es una incomprensible desviación del orden natural». La señora Doncella comenzó a invitarlo con frecuencia a su mansión llena de pinturas, a la orilla del río. Apenas oscurecía servían la cena en el largo comedor. Ambos comían a solas, en silencio. A Carmona no le incomodaba callar. Sentía que a la señora Doncella le bastaba verlo y que no esperaba más de él. Eso le aplacaba el ánimo. A veces, en señal de gratitud, cantaba antes de marcharse: madrigales, romanzas, la primera estrofa de un aria de Haendel, que la señora acompañaba al piano, con extrema discreción. No había nadie más en la casa, aparte de la remota servidumbre, pero él tenía entonces la sensación de que cientos de mujeres lo escuchaban: desde los andenes de una estación o desde las gradas de una ciudad hueca, como en los cuadros de Delvaux. Soltar la voz era entonces como soltar el corazón.
Madre siempre lo esperaba despierta en el vestíbulo. Pretendía que Carmona le describiera con lujo de detalles el vestido y las joyas que llevaba la señora, y los manjares que había comido, pero él nunca lo recordaba. Su memoria sólo registraba la atmósfera de la noche: la actitud del río, los perfumes, lo táctil.
Empezó un año húmedo y candente: tanto, que la ciudad no recordaba otro así. Las cornisas de las casas rebosaban de arbustos que volvían a crecer apenas se los segaba, y cuando no se pasaba el plumero, los muebles amanecían con una costra de césped enfermizo. Fue entonces cuando la señora Doncella recibió la visita sorpresiva de unas sobrinas a las que casi no conocía.
Las forasteras andaban a todas horas por las tiendas de la ciudad, comprando encajes y faldas de lino. No se daban con nadie, como si tuvieran algo que ocultar o no tuvieran nada que decir, que son formas distintas de un mismo silencio. Eran morenas y de narices anchas. Cuando las conocieron, las damas de los ingenios no podían creer que fueran de la misma sangre que la señora Doncella. ¿De dónde vienen?, preguntaban. ¿A quién habrán salido tan toscas? Alguien mencionó el nombre gutural de una región, pero era sólo un sonido, que no aclaraba nada.
En la casa de la señora empezaron a encenderse lámparas que no hacían falta y que no se apagaban sino al amanecer. Carmona solía bajar a la barranca del río para mirar la casa desde lejos. La extrañaba como si fuera una persona a la que había querido mucho y que de un día para el otro lo había abandonado. A veces creía distinguir a las sobrinas sentadas al piano, o yendo y viniendo por las galerías, y entonces se daba cuenta de que ellas podían entrar y salir de la casa cuando querían y él, en cambio, siempre estaría de más.
Hacía muchos años que la señora Doncella pensaba dar un baile y abrir las habitaciones que permanecían cerradas desde la muerte de su marido. La visita de las sobrinas le dio por fin el pretexto. Contrató a las mejores orquestas de la ciudad e invitó a cientos de personas. Carmona se imaginó dando vueltas entre todos aquellos desconocidos por los lugares donde él y la señora habían estado solos tantas veces, cantando y viendo cómo la noche era interrumpida por hileras de luciérnagas, y deseó con toda su alma que una desgracia le impidiera ir. Deseó haber nacido idiota, inválido, con las manos encogidas como tantos niños. Deseó que nunca llegara esa noche y que ya mismo fuera el día siguiente.
El baile comenzó con un vals vienes. Resistiéndose a los pasos largos y enérgicos que eran la moda de los ingenios, las sobrinas se movían con una extraña donosura, como si en vez de bailar se abanicaran. Los jóvenes las invitaron una o dos veces, por cumplir, y luego siguieron divirtiéndose con las chicas de siempre.