Nada deseaba Carmona tanto como impresionar a las damas de los ingenios con su acto para la quermés. No podía pensar en otra cosa. Cada dos por tres faltaba al periódico, pretextando ataques de hígado y fiebres repentinas. Si por azar encontraba a la esposa de su jefe en la avenida de las palmeras, ni siquiera intentaba disculparse.
Todas las tardes llevaba a los gatos al campo de fango para acostumbrarlos a las mudanzas de la corriente y a las trampas de la vegetación. Como no quería poner otra vez en evidencia la fragilidad de su propio cuerpo, permanecía de pie sobre la roca, observándolos. Los gatos eran diestros y elegantes como los cardúmenes y, a diferencia de ellos, no se dejaban sorprender por los cambios de dirección de los corredores subterráneos ni por la voracidad súbita de los remolinos. Parecía que el agua les hablase.
Carmona había pensado en cada detalle del acto y lo había ensayado cientos de veces. Se presentaría a la quermés con un pantalón blanco de lino, una camisa de seda cruda y un sombrero de paja orlado por cintas de medio luto. Llevaría los gatos en un canasto de mimbre, afelpado en la base, y no permitiría que nadie los viera hasta el momento de lanzarlos a la corriente. Los iría soltando de a uno en la orilla: primero la Brepe, en su papel de guía.
Dudaba si colgarle o no del cuello una campanita de metal, pero en los ensayos había descubierto que los animales se orientaban mejor con la brújula de los bigotes. Detrás de la Brepe lanzaría a Belial, el pequeño, que reconocía desde lejos los troncos de color fango y era rápido para nadar hacia los compañeros rezagados previniéndolos del peligro. Sacramento sería la última, por si prefería desistir en mitad de la prueba. Era la más perezosa y seguía tratando a Carmona con recelo: lo seducía de a ratos y a veces se le eclipsaba en los albañales, de donde volvía siempre rasgada por el feroz acoso de los machos.
Al fin de cada jornada, el hombre los aguardaba en la orilla con un toallón y les secaba el vientre y las pezuñas con delicadeza maternal. Luego cortaba cubos de carne cruda, más blanda y jugosa cuanto más se acercaba el día de la quermés, dándoles de comer con la mano mientras les acariciaba el lomo, solitario en su amor y resignado a que nadie ya nunca se lo correspondiera. El tiempo era cálido y doloroso, como si hubiera en el aire hierros candentes, y la noche estaba llena de una luz propia que quién sabe de dónde le vendría.
No bien dejaban el campo de fango, los gatos se esfumaban, atraídos por las ratoneras y por los combates en los techos. Sólo la Brepe no perdía de vista a Carmona. Dormían juntos: él de espaldas y la gata montada sobre los bronces de la cama, con el lomo arqueado, atenta siempre a lo que el hombre soñara. En la oscuridad solían entrar voces venidas de otra parte, que repetían más o menos lo mismo, amo la mano del ama o algo así. Era como si volviera la música de Madre: los trinos de la Reina de la Noche. La Brepe dejaba que las voces se quedaran un rato a descansar y luego las alejaba con la cola.
Carmona había cambiado por completo su manera de ver a los gatos y deseaba con ardor que a las damas de los ingenios les sucediera lo mismo. En los últimos meses de la enfermedad de Madre, ellas habían dejado de visitarla, por repulsión a los animales. No soportaban que revolotearan sobre la cama de la moribunda y se le enroscaran en el cuello, ni resistían el tufo que estaba cubriendo todo: la fuerza del olor que hinchaba las maderas y percudía las paredes. Al principio, él y las gemelas habían dado la razón a las damas. Madre no tenía derecho a morir así. ¡Cuan equivocados estaban! Madre tenía que morir así. Si no hubiera sido por los gatos, Madre no habría descubierto el amor sin objeto, a secas, el amor que no sabe quién está del otro lado.
Por una de esas extravagancias del azar, la fecha fijada para la quermés coincidió con el primer aniversario de la muerte de Madre. Si en algún momento las gemelas temieron que las damas de los ingenios lo hubieran urdido a propósito, como un desaire, se tranquilizaron al enterarse de que todas asistirían a la misa de funerales.
No querían que Carmona las acompañara. Con extremo tino lo convencieron de que, en vez de ir a la iglesia, llevara flores al cementerio. En las últimas semanas tenía un aspecto tan descuidado que las avergonzaba. Ya casi no le quedaban sentidos, ni quería tampoco que los médicos lo cuidaran. Quién sabe, además, si hubiesen acertado con lo que pasaba. Las gemelas habían oído hablar de gente sin olfato y con el gusto yerto; o con la lengua daltónica, eso decían. Pero no sabían de nadie que hubiera perdido el tacto. Cuando preguntaban qué mal podía ser ése, les contestaban: es la antesala de la muerte. Eso temían: que una muerte, la de Madre, arrastrara la otra.
Si algo seguía íntegro en él era el pudor social. No se dejaba ver por nadie cuando bebía (yo fui, creo, el único que lo vio) y le daba vergüenza estar sucio, aunque no hiciera gran cosa para remediarlo. Al despertar la mañana de la quermés, se afeitó los lamparones de barba que le deformaban la cara y, como desde la última natación en el río no soportaba el baño, se lavó por partes con una esponja.
Su acto estaba previsto para la caída de la tarde, cuando terminaran los juegos con tómbolas y el concierto de valses vieneses. No se conformaría con elogios tibios, de circunstancias. Aspiraba a una ovación, como las de sus recitales. Cuando cantaba, nunca entendía muy bien para quién eran los aplausos: ¿para Haendel o para la voz? Haendel los merecía sin duda más que la voz, porque los madrigales y las arias de Haendel seguirían existiendo con independencia de la garganta que los cantara. E imaginaba ahora que los aplausos cosechados por la voz caerían, en la eternidad, sobre el regazo de Haendel. Pero en el número de los gatos no aceptaría ningún malentendido. Si alguna gloria deparaba, debía ser para ellos.
Poco después del almuerzo fue a buscarlos al dormitorio de Madre, donde los había encerrado para salvaguardarlos de las inevitables peleas en los techos. Aún temía que después de tantos preparativos los gatos desaparecieran, dejándose llevar por su humor tornadizo. Y no podía esta vez arriesgarse a un papelón semejante. Debió haberlo previsto: ellos no estaban. Sólo la Brepe seguía tendida en la cama, esperándolo con indiferencia.
Faltaba poco para que cerraran el cementerio y salió de prisa, angustiado. Antes de entrar compró un ramo de crisantemos y avanzó por la avenida de cipreses pensando con disgusto que debería rezar una oración y no quería acordarse de ninguna. La Brepe trotaba a sus espaldas, meneando el rabo.
Guarecidos del sol bajo los aleros de las tumbas, los guardianes lanzaban chistidos de sorna al paso de la inverosímil pareja, que era como una no tumba ambulante: el hombre vestido de blanco, con un ridículo sombrero de paja en la mano, y la gata coronada por un moño rígido y también blanco, dándose aires de reina.
Desde la muerte de Madre, Carmona no había vuelto a visitar la tumba. El ataúd de Padre estaba en el nicho de arriba y el de Madre en el hueco de un pequeño altar; los custodiaban candelabros con velas de artificio y un cuadro de vidrio cóncavo con reliquias de mártires. Los domingos solían ir las gemelas con sus maridos a rezar el rosario. Dejaban una corona de dalias y se marchaban. Nunca habían aceptado que se airease el lugar. «No es necesario», decían. «Hay tantos muertos en el mundo que si los ventilaran a todos no quedaría oxígeno para los vivos.»
Entre las placas de mármol y granito de la construcción habían crecido plantas de ortigas que comenzaban a florecer; el candado que unía la tapa corrediza de la tumba con una doble puerta de vidrio era una tripa de óxido maltrecha. Carmona lo abrió fácilmente: despegó las escamaduras de la puerta y empujó la tapa. El ventarrón que brotó de la fosa lo hizo retroceder. Era como la furia física de un olor musculoso que quién sabe desde cuándo forcejeaba para huir. La Brepe aspiraba el veneno con deleite: tenía los bigotes erizados y se relamía el hocico.
Allí estaban los otros seis gatos de la tribu: maullándole a coro desde aquel caldo de tinieblas, como si ya supieran que él llegaría tarde o temprano a buscarlos y dando por sentado que ése era el lugar al que todos ellos pertenecían. Entre los ataúdes deslustrados, bajo las fotografías de Padre y Madre, habían tejido un nido funerario: con restos de flores, lazos de coronas y cubrecajones arrebatados a otros nichos. Alcanzó a ver a Cármenes y Ángeles rayando con las pezuñas la cruz tallada en el ataúd de Madre, a Sacramento frotándose las ancas en uno de los candelabros y a Belial desbaratando el cadáver de un pájaro podrido.
Retrocedió, pensando que había entrado en un sueño equivocado y que debía salir cuanto antes. Arrojó los crisantemos en el foso de la tumba y echó a correr. Los gatos fueron más rápidos. Esperaron a Carmona junto a la entrada del cementerio, maullándole por la tardanza. Todos tenían los ojos entrecerrados, como Madre cuando la contrariaban.
Llegó a la quermés poco después de las cinco. Las señoras habían tendido mesas de picnic bajo los toldos, pero todos comían de pie, junto a las tómbolas, esquivando las ráfagas de moscas. Una orquesta de ancianos tocaba rumbas. El sol los castigaba tanto que se alternaban para secarse el sudor sin interrumpir la música. Sentadas sobre el cerco de madera, con las piernas colgando sobre los charcos, algunas mujeres golondrina observaban la fiesta como si fuera la foto de una ciudad extraña. A su vera pasaban las fuentes de pasteles y los braseros de achuras. Los miraban con tanto deseo que les cambiaban el gusto y a la gente le molestaba comerlos.
Todos los oficiales de la guarnición habían acudido a la quermés de punta en blanco, vistiendo uniformes de gala y fajas con los colores patrios. La señora Doncella sintió varias veces la tentación de ordenar que expulsaran a los mendigos. Veinte miradas suplicantes bastaban para estropear la elegancia de la reunión. Pero debió reprimirse y sonreír, ya que sin los golondrina las fiestas de caridad perdían su razón de ser.
Carmona caminaba desorientado. Tal vez fuera la abstinencia de alcohol. Llevaba horas sin probar una gota, y ahora tenía sed: como si su garganta fuera de arena. Tanteó la petaca de ginebra que llevaba en el pantalón, pero no se animaba a beber delante de todo el mundo. La melodía de las rumbas sonaba cada vez más amortiguada. Tal vez la orquesta estuviera yéndose a otra parte. Los labios de las personas se movían con animación pero las voces le llegaban a duras penas. ¿Acaso el oído también estaría abandonándolo? Divisó a las gemelas en un kiosco apartado, chismorreando con una gorda enjoyada a la que nunca había visto. Casi todos los invitados eran desconocidos, y por la pesadez de los bigotes, los tatuajes de las manos y los desmesurados pechos de las mujeres se dio cuenta de que eran los turcos llenos de dinero de los que tanto hablaba la gente.