De pie junto a la mesa de los jugos de fruta, Carmona se dijo que si estaba obligado a bailar, lo mejor era salir cuanto antes del aprieto. Como si le adivinara el pensamiento, la señora Doncella lo tomó del brazo y lo llevó hacia las sobrinas. La más joven tenía la frente cubierta por una cortina de pelo que llegaba hasta los párpados. Los ojos, muy redondos y negros, sin cejas, brillaban escondidos detrás de la espesura. Tendió la mano a Carmona y sin decirle palabra se dejó caer en sus brazos. «Prefiero los valses lentos», le dijo. «Por favor, mueva los pies lo menos que pueda.» Ella también tenía una voz de pájaro y su acento era indescifrable, lleno de consonantes aspiradas.
Carmona tuvo la precaución de mantener los pies muy juntos mientras la mecía, por terror a pisarla. El vals terminó sin que ninguno de los dos hubiera hablado, pero cuando arrancó el otro vals siguieron bailando. De vez en cuando, la sobrina sacaba a relucir una sonrisa triste, de dientes oscuros. Sus ojos exhalaban, sin embargo, la fuerza de los que piensan mucho y no están perturbados por ningún sentimiento. Carmona no sabía qué decir, y el silencio le comenzaba a pesar.
– ¿Hablan ustedes otro idioma? -se le ocurrió, de pronto.
– Sólo cuando hace falta -dijo ella. Y movió el pelo de tal manera que no se le vieron más los ojos.
– ¿Por qué se deja usted el flequillo tan largo? ¿Es una promesa religiosa?
La muchacha lo tomó resueltamente de la mano y, saliendo del salón de baile, lo condujo a través de pasillos por los que Carmona nunca había pasado. Llegaron por fin a un cuarto flanqueado por ventanales de vidrio que daban al río. Se veía pasar la corriente, iluminada por reflectores amarillos, y los cuerpos no proyectaban sombra, como si fuera mediodía. Ella alzó la cara, para que Carmona pudiera verla bien, y se descubrió la frente. La tenía llena de pequeños granitos y espinillas.
– Llevo años con esto y no puedo curármelo -dijo. Aparecieron en sus ojos unas lágrimas pesadas.
Carmona sintió ternura y se quedó mirando el vapor que se levantaba de las aguas. El río arrastraba témpanos gigantescos que se iban disolviendo en las cadencias del cauce, pero ni aun así el aire se volvía fresco. Todo estaba contaminado de calor. Carmona no paraba de sudar y cada tanto se enjugaba el cuello con un pañuelo perfumado.
– Serán los polos, que otra vez están derritiéndose -dijo la muchacha.
Carmona negó con la cabeza.
– Este río es redondo y no pasa por el polo. El hielo que vemos llega de las montañas amarillas.
Se volvieron hacia la puerta. Entre el marco y el techo había un cuadro repleto de personajes imponentes. El personaje principal era un atleta que representaba a Cristo. Parecía que le faltara el aire, como si llegara de una larga maratón. Cientos de ángeles rechonchos, sofocados, se abrían lugar a codazos dentro de la pintura. Una muchedumbre de ceniza yacía aplastada bajo los cilicios de los mártires y los vientres voraces de las vírgenes.
– ¡Dios me libre! -exclamó Carmona.
La muchacha dejó caer una sonrisa comprensiva.
– Es una copia en tamaño natural del paraíso que Tintoretto pintó para el palacio de los duques de Venecia -dijo-. La encargó el marido de tía Doncella.
Todas las figuras aguardaban el paso de la eternidad sentadas sobre nubes plomizas: parecían hartas, ansiosas de que la eternidad terminara. No se veían instrumentos de música ni animales, salvo dos leones de mampostería. La imagen que Tintoretto tenía del cielo era igual a la que Carmona tenía del infierno.
Los cuartos que daban al río estaban decorados con representaciones de paraísos hacinados e irrespirables. Tal vez las conversaciones de Madre y las visitas obedecieran, entonces, a una moda que la señora Doncella había impuesto vaya a saber desde cuándo. Vieron el cielo disciplinario pintado por los hermanos Orcagna para la iglesia florentina de Santa María Novella, en el que Dios y su consorte la Virgen vigilaban desde un panóptico cualquier ilusión de fuga que pudieran tener las almas. Vieron el benévolo cielo de parejas homosexuales imaginado por Giovanni di Paolo en el siglo XV, el cielo habitado por almas descontentas que dibujó fray Antonio Polti en 1575, como metáfora de la felicidad suprema; y el intolerable túnel celestial que diseñó Etienne Chevalier para su libro de horas: las almas bienaventuradas se arrastraban allí hasta por los techos, convertidas en atroces cucarachas.
A lo lejos seguían oyéndose los valses vieneses: pero el sonido les llegaba agónico y desafinado, como el presentimiento de un mundo sin música. Aunque el calor aumentaba, la muchacha tuvo escalofríos y se cubrió con un chal. Ahora era un cuerpo velado por cortinas y flecos, del que sólo se distinguían el cuello y los labios carnosos. Tomó las manos de Carmona y le dijo:
– Cada vez que veo estas pinturas quisiera no morir, porque si voy al cielo nunca podré estar sola.
Carmona sintió el alivio de aquellas manos heladas.
– Tal vez usted y yo vayamos al purgatorio. No le deseamos el mal a nadie y creo que tampoco nadie nos desearía el mal.
– ¡Qué castigo tan terrible! -dijo ella-. ¿Se imagina? Ir al purgatorio por no haber deseado nada.
– Pensándolo bien, creo que el infierno y el paraíso han de ser lo mismo. Con tanta gente que muere, no ha de quedar ningún lugar íntimo en la eternidad.
Comenzó a caer una lluvia enferma, negruzca. Regresamos a los pasillos de la Filarmónica y nos sentamos en un banco de madera. Carmona sacó del bolsillo un frasquito sorpresivo y bebió dos largos tragos. No sabía que bebiera. Debía de hacerlo a escondidas. El alcohol le consumía las cuerdas vocales como si fueran de fósforo. Qué ganaría bebiendo, digo yo, si ya se le habían esfumado el tacto y el gusto: en cuál no lugar del cuerpo le caerían los ardores de la ginebra. En las blanduras del seso, me dijo él: en los vapores de la memoria. Debí adivinárselo cuando vino a verme con unas partituras perdidas de Nasolini y no quiso marcharse sin cantármelas. La lengua se le enredaba. Pensé que sería la tristeza, o Madre muerta, o el acoso de tanto gato. Erré. Las mediocres estrofas que cantó con un destello último de voz -cascado, como el penoso adiós de la Callas en Londres- debieron advertirme que no podía durar: que el cuerpo, el tiempo, todo se le desprendía. Que había una fuerza más allá, en el otro lado de la vida, quitándole el aliento.
¿Madre?, me dijo. Ella sólo me oyó en el primer recital. Luego no me oyó más. No soportaba mi voz y creo que mi voz tampoco soportaba verla. Yo sí: yo la deseaba cerca. Que no estuviera allí me llenaba de culpa. Ella me abandonaba, pero me hacía sentir como si fuera yo quien la había abandonado.
Al tercer y cuarto recital que di acudieron músicos de otras partes. Hablaron mucho de mi voz, pero no porque les agradase. Más bien les producía inquietud. Los irritaba. No era una voz como las otras, se comprende. Era una rareza. Aun así, dijeron que causaría sensación cuando la oyeran en la capital. Madre se trastornó: «Tan lejos, tan fuera de mi vista, qué será de vos, Carmona». ¿Crees que se preocupaba por mí? No seas ingenuo. Se preocupaba porque, yéndome, aprendería a vivir sin ella.
¿Y Padre? Ya para entonces vivía doblegado por la voluntad de Madre, en un perpetuo sueño vegetal. No bien caía la tarde, comenzaba a mecerse en su hamaca de mimbre, pensando en nada. A cualquier cosa que le preguntáramos respondía fatalmente: «Yo no sé nada. Que lo diga Madre». Y Madre no me dejaba marchar.
¿No te dejaba marchar, Carmona? Yo la oí siempre contar tu viaje de otra manera. La oí decir: «A mi hijo jamás le prohibí nada. Si algo no hizo fue porque él mismo se lo prohibió». ¿Y le creíste? ¿A vos también te confundió? Madre, ante los de más, defendía mi viaje a la capital para no contradecir a la señora Doncella. Pero cuando estábamos solos me decía: «Por mí hace lo que quieras, Carmona. Yo no soy la que va a vivir tu vida. Pero tu voz sufrirá las consecuencias. Todavía está inmadura. Se te podría quebrar. ¿Para qué exponerla tan pronto? ¿Quién te corre? Todos quieren sacarte algún provecho. Yo no: soy tu madre».
De aquellas conversaciones salía desgarrado. La voz se me llenaba de dudas. Un día me dije: No esperes más, Carmona. Había un tren, recuerdo, los domingos a la madrugada. Atravesaba la llanura en línea recta y entraba en la capital el lunes por la tarde. Nunca lo he dicho a nadie: quería partir para no regresar.