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Se apoyó en el brazo de Carmona y lo condujo hacia una de las glorietas. Para apagar el murmullo tenaz de los golondrina, los músicos dejaron de afinar los instrumentos y ensayaron una canción de moda que se llamaba Lady Madonna o algo así: era la preferida de la señora.

– ¿Está enamorado, Carmona? -lo encaró ella. En las copas de los árboles se prendían y se apagaban guirnaldas de colores, como si fuera víspera de Navidad-. Prometo no decírselo a nadie. Sólo quiero ser la primera que lo sabe.

– ¿Enamorado? No. Es que… me siento un poco débil. Eso es todo.

– Cuando un hombre habla de esa manera es porque no quiere decir lo que le pasa. Confíe en mí, querido. Cuénteme quién es ella. La invitaremos a los montaños amarillos, ¿qué le parece? Yo la llevaré conmigo y usted podrá tenerla cerca sin que nadie se entere.

Carmona suspiró y se apoyó en la balaustrada de la glorieta. Le faltaba el aire.

– Si supiera usted, querida Doncella… Lo que me persigue son… las gatos.

– No se burle de mí.

– No me burlo. Madre dejó la casa llena de gatos y no sé qué hacer con ellos. Eran los gatos de Madre. Era su casa. Ahora ni los gatos ni la casa se quieren separar de mí.

– Ya hablaremos mañana, en los montaños amarillos. No olvide las partituras. Con el aire puro se le pasará la inquietud.

Las parejas se arremolinaban en el parque. Bajo los toldos, los sirvientes encendieron las estufas a gas. Salió una luna tan desmesurada que parecía artificial. Sobre el río inmóvil flotaban hebras de neblina. Parecía que el río estuviera por morir a cada instante, pero el paso incesante de los botes lo mantenía vivo.

Carmona retiró su abrigo del guardarropa y salió hacia la noche. En la calle lo asaltaron los mendigos y a duras penas se abrió paso.

Estaba tan extenuado o tan ansioso que no consiguió dormir. Varias veces se acercó a las ventanas del comedor para contemplar los imponentes altares amarillos que iluminaban la lejanía. De vez en cuando, los gatos se acercaban a las ventanas y rasguñaban el vidrio, como si quisieran marcharse. Pero cuando Carmona les abría los postigos se quedaban mirándolo, extrañados. Si al menos supiera lo que quieren. Si estos hijos de puta tuvieran lenguaje, pensamientos, algo en común conmigo y no este infierno de diferencias, estas miradas turbias. Si fueran como yo, se irían.

Dio vueltas y vueltas en la cama. Los sueños estaban enredados con la realidad, lamiéndole los pies delgados: ellos también como lenguas. En uno de los sobresaltos del sopor se le aparecieron personas olvidadas desde hacía tiempo, a las que había visto sólo de lejos, en teatros y recitales.

Aunque los aparecidos se esforzaban por hacerse oír, los gatos maullaban tanto que la voz se les perdía. Estás muy ocupado ahora, Carmona, trataban de explicar. Volveremos en una ocasión mejor. Ay por favor, quédense. ¿No ven que tengo adoloridas las papilas, el tacto?: los sentidos están en mal estado. Y por el barullo no se inquieten. Madre consintió tanto a los gatos que se han arrebatado un poco. Ya se les pasará. No me abandonen.

Eran personas importantes y habían llegado a verlo de tan lejos que cómo no iba a desvivirse por atenderlas. Aléjense gatos, cállense. Piensen que no me piensan. Pero ellos seguían siseando y bufando; o encaramados en el celo, lloraban.

El que le daba más vergüenza era Raúl Galán, un poeta de cara mustia y de ojos caídos, que escudriñaba la tierra. Estaba triste porque había muerto el día anterior en un accidente de automóvil, y el manuscrito se le había perdido entre los escombros de la carretera. ¿Me acompañarías a buscar el manuscrito, Carmona?, decía Galán, y yo no sabía cómo disculparme. Lo haría con gusto si mañana no tuviera que ir a cantar en las montañas amarillas. Al pobre Galán se le había quedado un poema por la mitad y no podía morir del todo sin verlo terminado. Para colmo, empezaba con una invocación a Dios:

«Señor, hoy te encomiendo a mi enemigo. / Que nada lo atormente. / Que nunca necesite pan ni abrigo…».

Y allí el Señor se lo había tronchado: en ese punto.

Galán tenía el infortunio de que lo consolara una escritora de comedias radiales a quien él había exiliado, tiempo atrás, de sus tímpanos. La autora porfiaba en hacerse oír, sentada en la cama de Madre, con una falda de plumetí y una capelina rosada. Soy Yaya Sudrez Corvo y he servido de musa a los mejores poetas. Se le notaba: hablaba recitando. Tenía arropado a Galán con su mortaja estampada, plena de abejorros silvestres, margaritas y rosas del campo: era una mortaja fresca, todavía dura por el almidón.

Subió la fiebre de los gatos, se aceleraron los maullidos, y Yaya, que estaba atenta a todo, los ojillos redondos, las pestañas erizadas, no pudo oír cómo era el libreto que el director de cine Leopoldo Torre Nilsson estaba leyéndole a Gene Tierney y Rita Hayworth, las actrices favoritas de Madre.

Aunque todos dijeron al llegar que estaban muertos, Carmona no les podía creer. Rita llevaba las piernas enfundadas en unas medias negras con adornos de mariposas, y cada tanto bajaba la cabeza, como si fuese a recoger algo del piso. Luego echaba el pelo hacia atrás y mostraba la curva de los pechos. A Gene Tierney le habían tiznado las ojeras con carbonilla y la tensa piel de los hombros lucía más blanca así, con su rocío de pecas. Con la voz sentenciosa de su juventud, Torre Nilsson les repetía lo que Borges estaba escribiendo en el purgatorio, pero las actrices no conseguían entenderlo, y menos Yaya, porque eran frases que no armonizaban con las cosas simples de la vida. Si hubieran oído a Galán todos ellos lo habrían preferido, pero los gatos no daban paz.

Los maullidos se arrastraron y se volvieron roncos, como si provinieran de un disco pasado a baja velocidad. Y las apariciones, que desde hacía rato estaban tratando de marcharse, aprovecharon el desasosiego de Carmona para dejarlo a solas: que se siguiera calentando al fuego de las montañas amarillas, donde Padre y Madre habían visto, cada cual a su modo, el fulgor de la felicidad.

Al amanecer estaba ya afeitado y dispuesto, con el pantalón blanco que las gemelas le habían planchado al vapor, zapatillas de suela gruesa para escalar y el echarpe violeta que imponía al conjunto el indispensable toque de medio luto. Estuvo más de una hora ablandando la garganta con escalas y trinos, posándose sobre un agudo bíblico -¿un fa o un si?- que hasta entonces le había resultado inalcanzable, y cuando sintió que las cuerdas estaban a punto abrió las partituras en abanico, para verificar si faltaba alguna. En eso llamaron a la puerta y al mismo tiempo sonaron las bocinas de los jeeps. Corrió al baño a retocarse el peinado y a rehacer el nudo del echarpe.

Satisfecho con la imagen que le devolvía el espejo, Carmona fue a recoger las partituras. Ya no estaban donde las había dejado. ¿Los gatos? Uno de ellos se escurría con un trocito de papel en el hocico. Carmona lo persiguió y estuvo a punto de alcanzarlo: por un instante, tuvo la punta del rabo entre los dedos, y se le fue. Echó una ojeada bajo los sillones, en la alacena, sobre la cama de Madre. No vio nada. Los papeles se habían evaporado. Afuera, las bocinas volvieron a graznar con un retintín de mal agüero.

– ¡Ya voy! -gritó Carmona-. Son estos gatas… -iba a decir «de mierda» y se contuvo. En la calle estaban las damas.

Espió a través de las celosías del balcón. La señora Doncella iba al volante de uno de los jeeps, con una enorme capelina sujeta a la barbilla por un moño de seda rosa. Las otras llevaban sombreros de paja estampada y de los cuellos les colgaban aparatosas cámaras fotográficas. Desentonaban en la calle solitaria, y como algunos golondrina rondaban cerca de los jeeps, las damas comenzaron a impacientarse.

– ¿Carmona? Querido, apúrese -volvió a decir la señora Doncella.

Las malditas partituras lo trastornaban. Revisó el baño, los quicios de la enredadera en el patio. Levantó el cubrecama de Madre y espió debajo: nada. Desconsolado, resolvió salir con las manos vacías y contar el incidente. Tal vez las damas querrían perder unos minutos y ayudarlo en la búsqueda.

Cuando se acercó al zaguán, oyó un chisporroteo de uñas sobre el raso de los sillones. En el mismo lugar donde había estado el ataúd de Madre, los gatos se desplazaban con lentitud, en círculos. Entre los almohadones yacían retazos de madrigales mojados de orina. Con fruición de hormigas, algunos llevaban en el hocico trozos de «Oh, cuan feliz es él» de un lado a otro, como si se tratase de una ceremonia. Carmona quiso salvar la pequeña parva de partituras que parecía no haber sido tocada aún, sobre uno de los sillones. Pero los gatos montaban guardia alrededor, con el lomo encorvado y los colmillos amenazantes.

Trató de salir entonces al zaguán y ganar de una vez la puerta de calle. Los gatos, que parecían adivinar sus movimientos, abandonaron los papeles y le cerraron el paso. Adondequiera se desplazara, ellos llegaban antes. Preparó los músculos para saltar sobre la barrera de cuerpos y alcanzar la puerta de salida. Una vez más, se le adelantaron. Estaba con las piernas ya tensas para el envión cuando el más pequeño de los gatos apareció a sus espaldas y con un rápido zarpazo le desgarró el pantalón, al tiempo que otro gato, tuerto, le saltó a los ojos y le abrió una herida en el pómulo. Si querían podían causarle más daño. Pero se trataba, como siempre, de una demostración de fuerza. Así, maltrecho, Carmona ya no podía aparecer.

– ¿Le falta mucho, querido mío? -oyó preguntar a la señora Doncella. El tono era cada vez menos considerado.

– Váyanse sin mí -respondió él a través de la puerta. La voz le salía con temblores, como una película lluviosa-. Creí que me sentiría bien, pero no tengo fuerzas. Lo siento mucho.

– ¿Cómo se va a perder este viaje, Carmona? Quién sabe cuándo tendremos otra ocasión… ¡Estamos tan felices! Venga, anímese.

– De veras no puedo -los gatos le dedicaron una mirada implacable-. No se imagina cuánto me cuesta decir que no.

– ¿Quiere que llamemos al médico? -insistió la señora-. Alguna de nosotras puede sacrificarse y hacerle compañía.

– De ninguna manera. Todo irá bien. Acabo de llamar al médico.

Oyó arrancar a los jeeps y creyó que sentiría cómo se vaciaba su corazón. Creyó que su cuerpo se abriría como una cáscara y todo lo que él era se disolvería en el aire. La felicidad estaba lejos, y a su alrededor no había ya mundo. Sin embargo, nada le dolió. Lo que debía dolerle ahora le había dolido antes, muchas veces. Y, si se tenía lástima, nunca dejaría de doler.

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