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– ¿Shikibu, no puedes darme la más mínima idea de lo que está sucediendo ahí abajo?

– Lo siento, Yuriko. Hemos perdido todo contacto con el Piccard.

Las pantallas estaban en blanco; la radio solamente emitía un débil crepitar, como si en algún lado se estuviera friendo tocino. Durante una hora la Hoshikaze intentó desesperadamente comunicar con el Piccard, sin ningún fruto.

Susana había regresado al puente tan pronto como se produjo el desastre del Piccard. Su rostro era tan inexpresivo como el de una figura de cera, y sus ojos permanecían clavados en la pantalla en blanco.

– ¿Crees que ha encontrado lo que vinimos a buscar? -preguntó Kenji.

– ¿Esas ballenas? -musitó con un hilo de voz.

– Podría ser -dijo Yuriko-. A menos que se haya vuelto loco y tenga alucinaciones…

– ¿Vania?

– No, claro. Siempre me ha parecido un hombre muy… de mente muy tranquila. Pero…

Se detuvo. Al parecer estaba pensando lo mismo que todos; si el Piccard había tenido una pérdida de aire… la hipoxia solía provocar alucinaciones de ese tipo.

– Debemos enviar el otro dirigible.

– Eso no es posible, Susana. Lo sabes perfectamente.

– Si lo que ha visto Lenov es real -dijo ella con terca seguridad-, debemos ponernos en contacto con él, con todos los medios a nuestro alcance. Yo lo pilotaré.

Los astronautas le dirigieron miradas perplejas.

– ¿Has pensado en lo que dices? -preguntó Kenji-. Los dirigibles exigen delfines, y necesitamos a Tik-Tik a bordo.

– Pilotaré sola.

– No estás en tus cabales -dijo Shikibu.

Susana apenas movía un músculo mientras hablaba, plantada en el centro del puente de la Hoshikaze.

– Esos robots que desarrollaron en Marte son manejados por humanos.

– Cierto -admitió Yuriko-, pero se mueven en un espacio bidimensional, como los seres humanos. Las naves espaciales, o los dirigibles, lo hacen por uno tridimensional. Un humano no podría procesar toda la información que le proporcionan los sensores de las naves.

– Yo sí. -La voz de Susana era tranquila-. He estado preparándome durante toda mi vida. He aprendido a pensar, a sentir, a moverme como un delfín. Puedo manejar el Cousteau tan bien como Semi o Tik-Tik.

– Lo prohibo -dijo Yuriko, inconmovible.

Susana exhaló el aliento. Sabía que podía hacerlo, y sabía que iba a bajar. En cualquier caso, estaba dispuesta a dar su vida por salvar la de Lenov; y esto sí que era nuevo para ella.

Buceó en su mente buscando las razones.

Por una parte, estaba Semi; no podía dejar abandonado a un delfín sin intentar, al menos, rescatarlo; él haría lo mismo por ella. Por otra, lo que Lenov había descrito en los últimos instantes de su transmisión, podría ser la respuesta que habían ido a buscar; y muchos compañeros habían muerto por obtenerla. Y por otra, bueno, quizá su alma no era tan estéril a la empatia por otro ser humano como ella había supuesto.

Pero había otra más, ¿verdad? Una razón por la que estaba dispuesta a arriesgar su vida por aquel humano en particular; una razón a la que era incapaz de ponerle nombre, y de la que su mente huía apenas la rozaba, incapaz de aceptarla.

Siempre había estado sola, y sabía que siempre iba a estarlo, pero los sueños…

Por otro lado, Susana, que se sentía más segura cuando no dependía de nadie, no acababa de entender la posición de la comandante que, como todo oficial novato, estaba atormentada por las responsabilidades del mando.

Yuriko comprendía que valía la pena intentarlo, que había mucho en juego, y que la seguridad de todos ellos carecía de importancia. Pero era incapaz de tomar una determinación.

Al final, Yuriko hizo lo que cualquiera haría en su lugar: consultó con la superioridad. Todo dependía de los biotécnicos de Marte.

La respuesta de Casanova llegó con sorprendente rapidez, dado el retraso electromagnético. Según él, algunos expertos en redes neurales aseguraban entender el funcionamiento de aquellas naves tecno-orgánicas… a grandes rasgos. La opinión mayoritaria fue una reacia aceptación del plan de Susana. Pero era únicamente una opinión; como siempre, la decisión final dependía de la comandante. La patata caliente volvía a estar en su regazo.

Yuriko se encerró en su camarote a meditar. Sabía que, al final del viaje, habría un comité de investigación. Se habían perdido vidas, y ella había ascendido en circunstancias poco regulares. La investigación era preceptiva en casos como el presente. Y no deseaba agravar las cosas abandonando a Lenov, ni agravarlas arriesgando las vidas a su custodia.

Contempló el altar de sus antepasados, y deseó que pudieran darle una respuesta. Pero ninguno de ellos mandó nunca un barco. Su decisión final fue dar luz verde.

Susana respiró hondo mientras Walter Fernández se afanaba con las conexiones neurológicas.

Con una máscara respiratoria en el rostro, flotaba desnuda boca abajo, los ojos cerrados, sus tubos de aire en nariz y boca, sujeta por fibras tensoras que se hundían hondamente en su carne y se adherían a sus huesos. Estaba en el interior del tanque destinado para un delfín, en el corazón del Cousteau.

Múltiples fibrillas grises flotaban como un manojo de algas. Fernández las recogió formando un ramillete. Tenían un poco agradable aspecto de tentáculos de anémona. Sus extremos remataban en unos ensanchamientos, ligeramente adherentes.

Palpó la cabeza de la etóloga, buscando los puntos donde previamente le había afeitado el cabello, y fue pegando las fibras, una por una.

– Bueno, Susana -dijo Fernández al cabo de un rato-, llegó el momento de la verdad.

El Cousteau era un dirigible gemelo al Piccard. Naves como aquellas habían sido probadas con éxito, una y otra vez, en recintos especialmente diseñados en Marte. Siempre por delfines. El sargento abandonó el estrecho habitáculo y cerró todas las compuertas tras él. Susana se encontró envuelta por la más absoluta oscuridad.

Por segunda vez, la Hoshikaze comenzaba la caída hacia Júpiter. La cerrazón color crema se aproximaba de nuevo. Yuriko dijo:

– Seiscientos kilómetros, Susana. Vamos a soltarte como a Vania. A los trescientos.

– Bien, Yuriko. -La voz de la etóloga era apacible y relajada.

– Quinientos kilómetros, comandante -anunció Shikibu, con voz tensa y exacta. Se sentaba muy derecha, con el firme propósito de poner todos sus sentidos en lo que estaba haciendo.

El enorme volumen de la Hoshikaze empezó a ser sacudido por las turbulencias atmosféricas.

– Trescientos kilómetros -dijo Yuriko-. Prepárate, Susana.

En la oscuridad, envuelta en agua como un feto en el claustro materno, Susana aguardó la sacudida. La explosión del desacoplamiento apenas fue audible, dentro de su cobertura líquida.

Como si hubiese caído en plancha desde un trampolín, sintió una formidable sacudida que cesó inmediatamente. El Cousteau caía hacia Júpiter como una piedra, al igual que lo había hecho su gemela.

– La entrada ha sido perfecta -informó Susana.

– ¿Todo bien, Susana?

– El escudo resiste -respondió ella-. Su parte interna aún está templada.

– Magnífico. Estás repitiendo el plan de vuelo del Piccard. Atención, ahí fue cuando abrió el paracaídas.

– Allá vamos. -Susana apretó una palanca, y el Cousteau se estrelló contra el muro de aire supersónico.

El padre Álvaro se introdujo en la cámara axial, cerrando y asegurando las compuertas de acceso tras él.

– «Vive Dios, que me rehusa justicia -recitó casi para sí-, y el Omnipotente que me ha colmado de amargura…»

Se detuvo, intentando calmar su corazón. Sus latidos eran coces en su pecho. ¿Tenía miedo por lo que iba a hacer? Demasiados condicionantes le gritaban, le suplicaban, que se detuviera. A su alrededor, los trajes espaciales vacíos, colgando de sus perchas, le miraban con mudo reproche. Álvaro cogió una de las pequeñas unidades impulsoras suspendidas junto a los trajes, y pasó las cinchas en torno a su cintura y hombros. La unidad quedó firmemente sujeta a su espalda.

Empezó a abrir la escotilla que daba acceso al hangar. Un cartel sobre ella le advertía:

ATENCIÓN, ¡NO ENTRE EN EL HANGAR SIN TRAJE DE VACÍO!

La escotilla se abrió suavemente y el franciscano se impulsó, flotando a través del orificio.

Estaba en el fondo del hangar, rodeado por luces giratorias naranja, que lanzaban rítmicos destellos contra las paredes cilindricas. Miró hacia arriba. Era impresionante, un pozo (o un túnel, ahora que estaba en ingravidez) de cien metros de longitud por veinte de diámetro. De sus paredes colgaban las navecillas auxiliares, como insectos pegados en el interior de una botella.

– «¡Que en el día del infortunio -gritó- es preservado el malvado y es sustraído en el día de la ira! ¿Quién le echa en cara su conducta? ¿Quién le da su merecido por sus obras?»

Su voz resonó por todo el hangar, creando una confusión de ecos en tonos metálicos.

– «Y cuando es llevado al cementerio -siguió recitando-, vela sobre su túmulo; dulces le son los terrones del torrente, y todo el mundo marcha tras él, yendo delante gente sin número.»

»¿A qué pues me dais tan vanos consuelos, si de vuestras respuestas no queda más que falacia?»

Falacia… qué fácil le resultaba pensar en esos términos ahora, y que difícil le había sido hacerlo unos meses antes.

Se había embarcado en aquella misión impulsado por las opiniones del padre Markus. Estas habían sido casi una ofensa para él; Markus había renegado completamente de Dios, es decir, había encontrado un dios nuevo, un dios que había engendrado no sólo al Hombre, sino a varias civilizaciones anteriores a éste. Un dios de crueldad y venganza, completamente ajeno al alma humana. Álvaro no podía admitir un Universo sin sentido, sin dirección. No podía volver a mirar por el telescopio y pensar que todos aquellos astros le devolvían una mirada de indiferencia, quizá de desinteresada crueldad, que aquellos caminos de luz que tantas veces había recorrido con placer infinito, eran realmente senderos de estiércol.

Dios había sido para él el Gran Arquitecto que había creado la maravillosa obra de arte y precisión matemática que era el Universo. ¿No era éste un reflejo de las corrientes y flujos presentes en la mente de Dios? Él soñaba con transponer su imperfección como humano, y llegar a rozar esa maravillosa presencia cósmica…

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